Lo cierto es que Molina ocupó un lugar destacado en
las tertulias literarias chilenas, de los años 30 en adelante, hasta
el año 1986, cuando muere en Lo Gallardo, donde residía en la
casa de Inés del Río de Balmaceda – “La Momo”-
amiga y mecenas de Molina y de otros poetas como Efraín Barquero y Jaime
Valdivieso. Sobre la vida en Lo Gallardo, Marcelo Somarriva, en entrevista al
poeta Efraín Barquero, comenta que: “alrededor de la casa de esta
legendaria señora orbitaban una serie de personajes literarios. El círculo
más estrecho de las amistades de la viuda lo conformaban Eduardo Molina
Ventura, Roberto Humeres Solar y Luis Oyarzún, los tres estetas de cultura
enciclopédica y temperamento singular”. Molina fue compañero
de Huidobro, Nicanor Parra, Luis Oyarzún, Roberto Humeres, Enrique Lafourcade,
Jorge Teillier, Enrique Lihn, Teófilo Cid, Rosamel del Valle, Eduardo
Anguita. Este último, al evocarlo en su artículo “Nada nuevo
sobre Molina”, señala: “Con el girar alterno de su cabeza
a izquierda y derecha y un aleteo de brazos más marino que volátil,
el Chico Molina iba y venía, flotando sobre sus pasos, por las tertulias
literarias, en casas o peñas, donde repartía impertinencias y
halagos, deslumbrando con sus conocimientos al día de lo que era más
nuevo y audaz de la literatura europea por los años 30,40 y siguientes”.
Huidobro –dice Anguita- se irritaba al ver el despliegue de conocimientos
que hacía Molina, y también existen anécdotas que hablan
de “trampas” tendidas por otros poetas para que el “Poeta
Molina” hablara de autores inexistentes, con una propiedad que dejaba
estupefactos a los ocasionales bromistas.
Conocí a Eduardo Molina en el bar “Unión
Chica”, a donde solía aparecer una o dos veces por mes, cuando
viajaba de Lo Gallardo a Santiago, a cobrar una jubilación o cierto arriendo
del que nunca daba muchas luces. Parecía un duende sacado de algún
cuento de hadas. Bajo, gordo, de cabellera y barbas blancas. Rostro de piel
blanca, ojos claros y estrábicos, que según Jorge Teillier se
debía al empeño de Molina por leer, simultáneamente, los
diarios El Mercurio y El Siglo. Solía vestir un grueso abrigo azul y
un sombrero que cubría su calva rosada. Hablaba en voz baja, con un hilo
de voz que obligaba a acercarse a él para seguir su conversación.
“Estoy regio” solía decir cuando se le preguntaba por su
situación. También solía decir que había sido la
“guagua más linda de Chile” y hacía referencia a una
foto que Lafourcade incluyó en su libro “Animales literarios de
Chile”. Fueron famosos sus viajes a París y las despedidas que
motivaron cada uno de ellos. Al parecer sólo viajó una vez a París
y gran parte de su tiempo lo ocupó en buscar a la también mítica
Nadja, de André Breton. Lafourcade, que fue amigo cercano de Molina Ventura,
ha escrito algunas crónicas especialmente ilustradas sobre ese viaje.
En la época que lo conocí, los poetas franceses
seguían siendo su tema favorito. Solía mencionar al Premio Nobel
Saint-John Perse, de quien decía ser el primero que lo había leído
y publicado en Chile. Su admiración por el poeta de “Anábasis”
y “Destierro” era compartida por Rolando Cárdenas, otro “chico”
mítico de nuestra poesía. Varias veces me ofreció entregar
un baúl lleno de traducciones de poetas franceses para que fueran publicados
en la revista “La Gota Pura”. Nunca vimos los poemas y tampoco la
novela que decía estar escribiendo durante muchos años, y de la
cual sólo comunicaba su título: “El gran taimado”.
Antes de conocer el libro de Miguel Ruiz antes citado, sólo leí
su poema “In Memoriam”, dedicado al poeta Rosamel del Valle. Fue
publicado en el Perú, en la revista “El Hipócrita Lector”
y luego en “La Gota Pura”. Los poetas que se reunían en el
bar “Unión” solían regalarle sus libros, y él,
en una siguiente visita, retribuía los regalos con algún comentario
que se perdía entre el bullicio del bar. Recordando la vida literaria
en el bar “Unión”, Aristóteles España, en su
crónica “Jorge Teillier, un poeta de la tierra de nunca jamás”,
dice: “en una sesión se nombró Presidente Honorario, Relativo
y Transitorio al mítico poeta Eduardo “Chico” Molina, por
ser el mayor de todos. Este desde su cargo presidencial determinó crear
la Cofradía de los Botones Negros. Uno de los contertulios fue al bazar
más próximo y trajo una docena de ellos, los cuales fueron repartidos
entre los miembros formalmente inscritos en el Libro de Actas y de ahí
en adelante para sentarse a la mesa de los poetas era necesario mostrar el botón
negro, negro, negro de los días oscuros y tristes”.
Algunos acusaban a Molina de ser un gran mentiroso. Sobre la
mitomanía de Molina Ventura, en una crónica de Sonia Lira, publicada
en la revista “Qué Pasa”, Luis Sánchez Latorre recuerda
que en una ocasión, Molina Ventura presentó ante sus amigos reunidos
en el Forestal un libro que dejó a todos impresionados. "Pero con
el tiempo, el escritor Luis Oyarzún descubrió que su famosa obra
ya había sido escrita y se trataba nada menos que de Demian, de Hermann
Hesse. Molina decía con aire triunfal que daba lo mismo quién
lo había escrito, ya que servía para que el resto conociera a
autores de calidad. Ejercía el plagio con naturalidad y buscaba a autores
exquisitos".
En verdad, daba lo mismo si el poeta se rodeaba de mentiras
o inventos. Sus fábulas iluminaban el techo oscuro del bar y la tristeza
de aquellos días bajo las botas. Molina daba la impresión de no
ser real, que venía de otro tiempo o se había escapado de alguna
novela de Dickens. En el bar todos le tenían afecto y lo trataban con
evidente respeto por sus años y conocimientos. Siempre fue un mito, y
hoy más que nunca. Lo evoco y me parece ver al protagonista de sus siguientes
versos: “En la noche invernal, apoyado contra un pirca de piedras, un
niño contempla la Vía Láctea. Absorto tiene los ojos hundidos
en las estrellas. Un tibio vaso de leche en la mano”.
Hoy, en una época de mercaderes, hacen falta seres mágicos
como el poeta Molina. Seres que llevan la poesía dentro de sí,
como algo auténtico, que ni siquiera requiere ser expresado en palabras
o papeles. ¿Quién sabe? Es posible que Molina siga recorriendo
las calles de Santiago, como un poema que se lanza al viento.