El juego es
asunto serio entre los seres humanos. Como lo es el humor, o la tierra en
el espacio con nosotros a cuestas. La escritura, la pequeña que el
ser humano cultiva en el poema, no extrae universos de la nada así
como lo hizo el Verbo primordial. “Ab initio Verbum erat”. Su
papel es más modesto, pero siempre necesario. Consigue hacer presente
de modo elogioso o atribulado, una fracción de mundo mediante la soberanía
que le presta la atención preferente.
Aquella mirada
detenida del poeta recaba de lo existente palpitaciones, cromatismos y herencias
que su palabra pretende albergar para así, ofrecer una reconstrucción
anímica que, al fin y al cabo, es gesto de sentir, de ver, de experimentar
vinculado esa su humanidad en un acto de consciencia y de silencio.
Pablo Guíñez
se incorpora con textos de buena ley a la celebración del juego enmaderado
que es el trompo. Ignoro si Floridor Pérez alcanzó a incorporar
en su antología poética de los juegos algún poema de
nuestro autor; con todo, merecería incluírsele en una edición
próxima, en caso de no estarlo todavía.
La historia
depara la presencia de este juego de la lienza y del cono esmerilado en varios
escritos chilenos. No está demás recordar algunos nombres que
supieron de la destreza y de la gracia giratoria que supone este desafío
que consiste en danzar en puntillas de un clavo sobre el que un cuerpo voluminoso
deja ver un tiempo de autonomía que vence, en su ir y venir, la tumbadora
fuerza gravitacional. Escribieron de él Benjamín Vicuña
Mackenna, Eugenio Pereira Salas, Oreste Plath, Andrés Sabella, , amén
de varios poetas.
Mundo lanzado
al espacio, necesita acompasar movimiento en su aterrizaje y hacer gala a
partir del impulso que le confiara el jugador, casi siempre niño. Cada
uno de sus viajes somete a prueba el preciso impulso y la azarosa superficie
en que le corresponde bailar. Sea tierra o cemento, el periplo puede constituirlo
un regreso a la mano y una vuelta a una de esas dos desafiantes bandejas agraciadas
por su visita.
Sinfonía
coral. Homenaje a la madera chilena en el trompo de Navidad es un largo título
constituido de seis poemas. Ellos son: “Apertura”, “Ofrecimiento”,
“Danza”, “Vértigo”, “Inmovilidad”
y “EL regreso”.
Acento apelativo
gana al poeta, a pesar de que el primer poema la iniciativa del habla la lleve
el trompo. Parafraseando una conocida adivinanza, Guíñez escribe
con ingenio la auto-presentación del trompo.
“Para
bailar me pongo la tierra,
porque sin
tierra no puedo bailar.
Para esperar
yo me pongo la piedra,
porque sin
piedra no sé respirar”
Y, como un
juego exigente de sociabilidad admirativa, pasa luego a ofrecer al niño
chileno a este bailarín, del que se menciona su origen sito en el boscaje
y los aromas vegetales, sólo que ahora es una forma silbante en su
bosquejar círculos y esparcir decisiones de pasos expansivos.
Por obra y
gracia de su cuerpo danzante, el poeta advierte efectos de atención
admirativa en lo existente. La pequeñez de ese astro semeja la rotación
terráquea sobre su eje que parece encantado e incansable. Ocasión
es, pues, de admirarle y de oírle.
“Cuando
tu mano lo lanzó a la tierra,
se abrió
la puerta para ir a mirarle.
Se acostumbró
la noche a recogerse.
Se detuvieron
las estrellas fugaces”.
Pero el trompo
puede ser acometido por el viento o por las asperezas descomedidas de los
terrenos, además de que su danza giratoria merece descanso, no menos
que la mano del niño, un receso. Como a todo, al trompo vístele
el poeta de asociaciones que sobrepasan
consabidas conductas
y desplantes. Tal vez por eso, le acompaña en una huida o apartamiento
que nos lo hurta a la mirada admirativa de los poemas previos; en cambio,
emprendemos un viaje a paisajes silentes y agrestes, supuestamente donde las
cosas recobran un potencial que cruza la noche en un sueño de aliento
y renovadora disponibilidad cuando advenga el próximo día cogido
de una pequeña mano chilena.
¿Jugó
al trompo Pablo Guíñez? No lo sé. Pero en estos poemas
nos lo muestra danzando.