Literatura,
amor, erotismo
por
Diego Muñoz Valenzuela
(Ponencia
presentada en el IV Encuentro Internacional de Escritores, realizado entre el
9 y el 11 de setiembre de 1999, en la ciudad de Monterrey, estado de Nuevo León,
México).
Relacionar
literatura con erotismo me surge como un tema muy natural, porque desde siempre
he visto en la primera los indicios del segundo, incluso desde antes de aprender
a descifrar los signos escritos del lenguaje, cuando la relación con
el libro era un mero hecho táctil, sensual, curioso, excitante, un roce
de los dedos contra las tapas finas de los libros empastados que atraían
mis dedos infantiles a la zona más prohibida de la biblioteca de mis
padres. Una oportunidad de acariciarlos como forma de preparación a torturas
inocentes: unas rayas de colores, unos ideogramas que puedo apreciar después
de los años sobre aquellas páginas enigmáticas e indescifrables.
Sin embargo operaba un magnetismo, una necesidad de contacto con los libros
que era el anuncio de una pasión más salvaje y más racional
que iba a devorar buena parte de mi infancia y mi adolescencia: la lectura.
Sin
asomo de duda, declaro que la lectura fue mi primer amante, o digo mejor los
libros, cientos miles de ellos, en un desfile de diversidad insondable, pleno
de perversiones e infidelidades atroces. Saltaba de un amor a otro, sin remordimientos,
con una ansia creciente, con un fervor inagotable. Quería poseer a cuanto
libro se me cruzaba en el camino, me erigí en macho cabrío de
la lectura. Mi madre había de ofrecer excusas a los amigos que osaban
venir a buscarme para jugar, porque yo prefería quedarme botado en el
lecho, enredado en las sábanas y en las piernas del amor de turno, embebido
de lujuria, interrumpiendo las sesiones eróticas para la visita al colegio
y para comer y beber, tareas imprescindibles que pronto aprendí a hacer
mientras leía, mezclando tales goces en un solo acto mixturado, dionisíaco.
El
inevitable camino del crecimiento fue poniéndome ante ciertos textos
que me ofrecían misterios suculentos que estaban vedados para mis coetáneos,
quienes apenas podían enarbolar groserías cuyo significado les
era de verdad incomprensible. La coprolalia hacía de lo sublime un acto
grosero, casi despreciable, simplificado, aberrante. El significado de lo sexual
se transmite en susurros en los recreos, pleno de distorsiones, como una práctica
más del rito machista de los colegios de varones, como un código
de honor de caballeros brutales que poseen doncellas con arietes indomables
para adormecer las avideces femeninas insaciables.
Mas
en los libros yo encontré información confidencial que contradecía
de manera profunda ese universo simplificado y pedestre del cual tenía
que formar parte por conveniencia social. No me excluía de los juicios
duros, no me restaba al lenguaje soez, por el contrario, aunque con cierta vergüenza
me adherí al ejército escatológico, a la adoración
de divinidades obscenas, a los propugnadores del coito bestial. En silencio,
dudaba de estas prácticas, en soledad la lectura me redimía de
tales pecados. La literatura me ofrecía la redención y me hacía
saber de un mundo más complejo, más excitante, donde la piel podía
arder al compás de la imaginación en el campo de batalla de Eros
y Thanatos.
Por
fin llegó a mis manos temblorosas una buena edición - quiero decir
una edición no pacata - de Las Mil y una Noches, frente a cuyos encantos
caí embelesado, embrujado por la fábula de un mundo donde convivían
magos, princesas de formas opulentas, ogros brutales, aves gigantescas y demonios
carniceros, héroes indomables y hermosos. Soñé dormido
y despierto - perturbado por esta lectura prohibida - con Scherazade narrando
la trama interminable a Schahriar, domeñando su sed de sangre, derrotando
su convicción sangrienta de desposar cada noche una mujer que no veía
la luz del amanecer siguiente, para vengar la afrenta de una infidelidad pasada,
pero vigente por el dolor engendrado. Me prosterné tempranamente ante
ese libro maravilloso donde la sensualidad emergía a cada paso, en una
mezcla extraña de realidad y fantasía, magia y materialidad, lucha
por la supervivencia y goce carnal. Me sedujo a morir esa historia con otras
historias que a su vez contienen otras, es como la metáfora de la posesión
inteligente.
La
lucha de Schahriar contra su curiosidad insaciable se opone a la venganza implacable
y eterna, y abre espacio a Scherazade a la vida a lo largo de las mil y una
noches, como metáfora del amor donde la inteligencia tiene un rol que
desmiente el simple culto al sexo físicoculturista. El erotismo es por
esencia inteligencia aplicada al cuerpo, y no simple carnalidad desatada; el
erotismo sobre todo reside en la imaginación, en la búsqueda de
lo nuevo, en la sorpresa más que en el rito. Eso me enseñó
ese libro, antes de tiempo en opinión de mis padres que lo requisaron
sin explicaciones, obligándome a desarrollar mi primera rebelión
y a adoptar mi primer clandestinaje. Mis primeros sueños sexuales fueron
con Scherazade, a quien imaginaba como una morena de ojos almendrados, senos
despampanantes de aguzados pezones, labios eternamente húmedos, piernas
largas y bien formadas, piel suave y tibia, y vulva ansiosa de recibirme a mí
y a mis propias historias. Y en mi propia imaginación, potenciada por
aquellas lecturas prohibidas, eyaculé mil y una veces adornando mis sábanas
de manchas sospechosas y vergonzantes.
Con
el tiempo llegaron las otras lecturas obligadas: el Decamerón, los Cuentos
de Canterbury, las novelas de Henry Miller, las historias de Bukowski el boca
sucia, la fantasía inquietante de Norman Mailer, el frenesí intelectual
de la poesía de Gonzalo Rojas, la sensualidad telúrica de Neruda,
la lujuria mágica de García Márquez, el desborde de Jorge
Amado
Todas ellas lecturas deliciosas, plenas de placer, donde el lenguaje
juega un rol descollante como gatillador de la emoción amorosa, detonándola
y desatando los engranajes de la imaginación, porque más que descripción
pormenorizada lo que puede ser realmente incitante es la sugerencia.
Mi
propia experiencia literaria con el erotismo y con el amor se materializan en
diversas formas, desde algunos cuentos con momentos intensos donde más
que arrastrar al lector por un sendero explícito prefiero optar por empujarlo
a un vórtice de seducción imaginaria, hasta la novela que llamé
precisamente Todo el amor en sus ojos, reuniendo bajo ese título un significante
de amor por los demás, de entrega, al tiempo que de sensualidad un poco
a ritmo de locura, que es como de verdad siento que debe ser la vida. Difícil
me resulta distinguir entre las distintas formas del amor: la ternura, la solidaridad,
el compañerismo, el encuentro de los cuerpos que se desean, todos forman
parte de la diversidad que integra al ser humano en su dimensión maravillosa.
El
lenguaje literario nos pone en contacto con otras épocas para descubrir
que los problemas del ser humano son eternos y permanentes. El amor siempre
seguirá siendo un protagonista permanente de la escritura, imperecedero
como Penélope que hace y deshace su tejido sin perder la esperanza de
reencontrarse con el esperado Ulises, sin desfallecer ante la insistencia ni
ante la desesperanza. El amor que es también el erotismo, pero que no
se reduce a éste, que asume mil formas que se encarnan en la literatura.
Una
obra literaria asume corporeidad cuando un lector abre un libro y se pone en
contacto con la sensibilidad del autor y recrea las imágenes y los significantes,
los filtra a través de sus propias sensaciones y experiencias, interpreta,
imagina y completa a partir de la sugerencia, conducido por las palabras de
ese guía invisible y omnipresente que es el escritor. El texto es revivido
y convocado cada vez que un lector abre el libro, en el intertanto no existe,
es apenas un objeto cuya existencia material no determina nada. La lectura otorga
nueva vida, por un instante se produce una suerte de encarnación a través
del vínculo autor-lector, un espacio donde ambos crean e imaginan unidos
por enlaces tan tenues como firmes, tan sutiles como vigorosos, y generan algo
nuevo, único, irrepetible, que además puede establecer hondas
raíces en una persona. Así es como uno va recogiendo frases, sensaciones,
imágenes de esas historias y esos personajes de ficción que adquieren
una realidad incluso más real que aquella en que vivimos.
En
la lectura y en la escritura está implícito el amor en el sentido
de ser otros, de vivir otras vidas con profundidad, no con la mera mirada superficial.
Está implícito el respeto ante los demás, el hecho de maravillarse
ante cada existencia particular como resultado de una experiencia original,
construida a partir de miles, millones de hechos, sensaciones, momentos. Al
leer y al escribir uno invade otros campos, otras personas, tenemos por un instante
la capacidad de mirar a otros, incluso hasta la posibilidad de aproximarse tanto
que se llegue a sentir ser ellos, es el voyeurismo más pleno en acción,
una suma de todas las formas de amor juntas: erotismo, solidaridad, amistad,
compañerismo, ternura, caricia, fraternidad, devoción, sensualidad.
Chejov,
maravilloso autor de atmósferas subyugantes, expresó que "la literatura
era su amante". Me adhiero a ese concepto, fue mi primera amante y adivino también
que será la última. Sin olvidarse que el tramo entre la primera
y la última ha de ser alimentado de otras pasiones. Schahriar nos escucha,
Scherazade nos narra. Somos el uno o el otro, unidos en el eterno círculo
que nos separa de la muerte postergada con cada historia, somos el sueño
de alguien que nos relata o somos los constructores del sueño. Termino
con el cuento de veinticuatro siglos de Chuang Tzu, que viene a ser la mejor
representación de lo dicho: Chuang Tzu soñó que era una
mariposa. Al despertar ignoraba si era Tzu que había soñado que
era una mariposa o si era una mariposa y estaba soñando que era Tzu.
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