Conocí a Fernando Durán sin verlo jamás. No sé
qué me llevó una tarde a elegir entre muchos libros habidos
en los anaqueles de la desaparecida librería de Gonzalo Pineda, en
calle Merced, el poemario Velamen, premiado en 1949 por la Sociedad de Escritores
de Chile. Era 1972. Luego, su nombre se me hizo más habitual así
como también sus iniciales o el seudónimo Androvar al pie de
numerosos artículos publicados en El Mercurio de Santiago así
como en el de Valparaíso, del cual fuera su director entre 1967 y 1973.
Ese vínculo que inicié conoció
únicamente de palabras, pero ¡qué palabras las suyas!
Leer las meditaciones firmadas con el nombre del poema dramático de
Pedro Prado que recuperé de años anteriores—después
leí las de Cándido--, los comentarios críticos acerca
de libros, los análisis de facetas tan diversas del mundo contemporáneo
o sus ensayos literarios y filosóficos me deparó un invariable
goce estético, lo mismo que el enriquecimiento de su ver profundo,
sensible, francamente vivo de la realidad incluida en los textos. Fiesta intelectual
y poética que me acompañó y acompaña en mi docencia
universitaria.
Aquéllo me animó a compilar
sus escritos dispersos en diarios y en revistas. Improba tarea, habida cuenta
de los lentos hábitos de atención y del deteriorado material
impreso de nuestras bibliotecas públicas. Pero la cosecha ha sido abundante.
Varias carpetas de artículos debidamente clasificados de acuerdo a
los temas: literatura, análisis del mundo contemporáneo, estética,
economía, lugares, personas, derecho.
La gratificada lectura engendró en
mí el deseo de saber algo más del autor. Pero el morir de Durán—11
de septiembre de 1982 en Viña del Mar-- vino muy pronto para que las
pesquisas biográficas me acercaran a su persona. Roque Esteban Scarpa
elogió la disposición espiritual de Fernando Durán hacia
la obra ajena y la alta nobleza de su escritura. En Hombres de palabras, el
escritor porteño Carlos León delineó la silueta del poeta
y ensayista. Después me lo han hecho familiar los textos reunidos en
Herencia espiritual de don Fernando Durán Villarreal, publicados en
1982 por la Escuela de Negocios Adolfo Ibáñez, como también
los testimonios de viva voz entregados por el periodista Horacio Hernández,
el folclorólogo Oreste Plath, los escritores Patricia Tejeda y Manuel
Peña, y sus hijos Fernando y Teresita.
En los escritos de nuestro autor compilados
póstumamente en algunos libros: Ensayos y Poesía (1985); Biblioteca
del periodista chileno (1997) y Fernando Durán Villarreal (2000), así
como en los miles que esperan selección y ordenamiento en las silentes
páginas de diarios y revistas nacionales, existe un ingente material
que comunica una posición definida de la existencia, en la que resaltan
el sentido misional de la palabra, la oportunidad de vivir humanizando el
mundo que nos corresponde, el afecto hacia lo propio como es la tierra natal
y la familia, el reconocimiento de la tradición y la apertura a lo
nuevo, pues ni el tradicionalismo ni el nihilismo zumbón corresponden
a la auténtica realidad, según decía; y, en fin, el cuidado
y el cultivo de lo que se es humanamente, esa riqueza misteriosa que tiene
en el tiempo de su duración el aliado y la prueba de un sentido que
no lo niega el fracaso ni lo anula la muerte.
Tuvo este autor, nacido el 19 de mayo de 1908
en Quilpué-- ciudad donde su nombre figura al frente de un establecimiento
educacional--, voluntad de servicio a través de la palabra. Docencia
universitaria, discurso político, testigo analítico desde La
Unión, de Valparaíso así como en algunas revistas culturales,
en los ya mentados Mercurios y en sus intervenciones radiales, hablan a las
claras de la diversidad de ese su magisterio de esclarecimientos en materias
heterogéneas. Cumplió, también, plenariamente su condición
de miembro de número de la Academia Chilena de la Lengua en los diferentes
trabajos que se le encomendaron. El último, fue su disertación
acerca de Pedro Lira Urquieta, texto publicado en la serie de Cuadernos del
Centenario de la Academia.
Pero esa palabra cotidiana modulada durante
medio siglo no tuvo del autor voluntad de libro propio. A lo sumo compartió
páginas en volúmenes colectivos. ¿Desprendimiento o desatención
de lo propio? Tal vez ambas actitudes actuaron de consuno en él. Se
avino a la página volandera, esa que recoge lo vivo de lo humano y
que, luego de fugaz esplendor matinal, acepta reducirse a ceniza y olvido
en las horas del mediodía, como dijera el inolvidable Carlos Silva
Vildósola.
En Fernando Durán Villarreal todos
los verbos conjugaban el más amplio de vivir. En la raíz de
cada uno habitaba la fe y la esperanza. En su mirar cupo el panorama planetario
tanto como la intrahistoria individual. Se dio por aludido a propósito
de cualquier porción de realidad en la que sintiera necesario el debate
ético y el gesto creador. Era un humanista con pie en lo trascendente.
Inclaudicable en mostrar la soberanía de la persona en la trama de
las circunstancias. Por eso insistió en la responsabilidad intransferible
y en una bien fundada jerarquía axiológica del ser humano que
es, simultáneamente, intimidad y convivencia; condición presente
y proyecto de vida; tiempo perecible y apetito de más allá.
Descontado de su parte cualquier intención
de totalitarismo intelectual. Incentivaba lo reflexivo, el examen sereno sobre
los asuntos expuestos. En ese sentido no cabe dudar de las discrepancias que
a uno lo embarga respecto de la percepción valorativa que pudo merecerle
el fragor de un acontecimiento o las virtudes de una obra.
Imposible no percibir de lo anterior un motivo
más para sentirnos deudores de esa coherencia que nutrió a sus
palabras con la belleza abierta a la vinculación de sus lectores, quienes,
acaso necesiten en estos tiempos de intervención tan vigorosa y alada
como la suya, henchida como fue de convencimiento de que cada obra, cosa o
trabajo esperan ser vistas y redivivas desde ese perspectiva enaltecedora
de humanidad libre que invariablemente él sembró en su escritura.