Etica y estética
en la obra de Juan Antonio Massone
Etica
y Estética
por
Miguel Angel Godoy
El pensamiento
estético que presta respaldo a la expresión poética de
Juan Antonio Massone (Santiago, 20 de junio, 1950) es una constancia en la mayoría
de sus numerosos libros publicados—cuarenta son hasta ahora--, además
de los prólogos con que acompaña la obra de otros. Es así
como en prosa y en verso, en ensayos y artículos, discursos y ponencias,
ha expuesto sus reflexiones reveladoras de un permanente soliloquio tanto como
nutridas en el diálogo con que lee las obras de autores clásicos
y recientes.
No escasos poemas expresan atisbos y traducciones de experiencia creativa. En
varios de sus innumerables prólogos, y especialmente en dos ponencias
importantes: “Sobre la responsabilidad del escritor” (1989), incluida
en De abismos y Salvaciones (1996) y “Poesía: otro vivir”,
discurso de incorporación a la Academia Chilena de la Lengua (1992),
aparecen las consideraciones éticas y estéticas del poeta que
deseamos exponer.
Un
primer rasgo de su reflexión es el hecho de que la explaya a base de
experiencias más que a punta de estudios sistemáticos. Massone
expone su pensar desde quien es y va siendo. Parece despreocuparle modas intelectuales
y lenguajes consabidos y cacofónicos. Ante todo, el quehacer literario
lo comprende integrado en lo humano que le corresponde, sin que se desentienda
de la especificidad propia de la literatura. Pero es necesario aclararlo de
inmediato: el autor no concibe la literatura como el fin de la existencia, sino
al modo de una de las realizaciones posibles de ella, en algunas personas: los
escritores; y, en calidad de compañeros de ruta, los lectores, y aun
toda persona, porque las letras se nutren de lo vivo que todos comparten por
sobre diferencias y distancias habidas entre unos y otros.
Entonces,
su pensar se orienta a despejar, a descubrir la clave de alguien: “la
poesía-- escribe—entrega oportunidad de sabernos en la hondura
de nuestro nombre, de nuestro rostro”(1). Y ese saber es preciso alcanzarlo
a través del sentido de la existencia, el que en su caso, corresponde
al de un creyente. Y esta condición parece avivarle mucho más
la responsabilidad de conocer o de avanzar en medio de síntomas y de
pistas que puedan entregarle un saber de sí, para realizar su labor con
que encara la condición humana.
Distante de vagos espiritualismos o de miopes codicias, la obra de Massone depara
la experiencia de un lenguaje vinculante, poderoso de asociaciones, a la vez
evocador y provocador de firmes ráfagas de conciencia de hombre y mundo,
sometiendo de antemano el valor de su aporte al juicio de los tiempos. A contracorriente
de preceptivas voluntariamente oscuras y abrumadoras, él escoge brotes
de vivir, presencias, escenas sintomáticas en que se prolonga el silencio
y la palabra al modo de integración donde se procreen jirones de luz,
como el caso “Con mirada azul hortensia”, poema de reciente escritura.
“En esos azules intensamente hortensias
bajo la ventana, no necesito suponer
la saciedad inútil de los pensamientos.
Soy yo el que abriga reflexiones
sin estar bajo un ventana ni ser azul
como las hortensias que miro esta mañana”.
El soporte de fe ayuda a expandir su comprensión de la escritura. Escribe:
“Nuestro desafío acoge la enormidad de vocear, de gritar o decir
más quedo, pero también más certeramente, entre superficies
y hoscas precariedades, las urgencias humanas”(3). Queda así planteado
un humanismo esencialista, de orientación trascendente. No vacila en
afirmar: “La escritura existe para que se oiga una historia más
proclive a la vida”(4). De allí que se inclina en favor de posiciones
que sobrepasen esquemas reducidos, llámense éstos adorno, panfleto,
estridencia, nimiedad o galimatías. Y eso porque la palabra es un don
al que debe responder con atento trabajo el poeta, sobre todo, pues al articularla
nos dice desde la intimidad y junto a otros.
Es
así como en Massone la escritura creadora y la reflexiva muestran pluralidades,
pero se unifican en el mismo sentido de ser lenguaje vivo, porque según
afirma, el “Espíritu sopla donde quiere y cada quien puede ser
ese donde”(5). Esto último adquiere especial importancia, ya que
habla a las claras de que un poeta es un vocero, un intérprete de una
voz más honda que sus planes intelectuales, además de no constituir
patrimonio específico de alguien o de una tendencia estética,
ni mucho menos religiosa o política. “La literatura--dice--, detenta,
sin arrogancia, esa intransferible misión de custodiar la riqueza de
ser hombres con otros hombres”.
Refractario
de cualquier forma de habla postiza, muestra abierto interés por reconocer
la autenticidad literaria en aquellos creadores que dicen en voz alta de silencio,
el alba y la zozobra, la confirmación del vivir y los acosos de la nada,
el cerco de la muerte y la animación desde lo alto. En este sentido son
elocuentes sus numerosas antologías preparadas acerca de la obra de autores
tan distintos como pueden ser: Fray Luis de León y César Vallejo,
Francisco de Quevedo y Alonso de Ercilla, Gabriela Mistral y Juan Guzmán
Cruchaga, Roque Esteban Scarpa y Fernando Durán, Oscar Castro y Joaquín
Alliende.
Testimonios
de su doble condición de escritor y de lector, comprende que el artista
crea por necesidad de ser, de comunicar y que se haya al acaso de los resultados.
Es entonces cuando deja hablar lo recóndito para brindarse enteramente
a la personalización que fluye desde las obras de otros. Ellas regalan
ocasiones de coloquio valorativo, y éste no es mero solaz egotista ni
queda signado de palabrería. Muy por el contrario, su hermenéutica
se labra desde lo humano que rebozan los textos, explorando a ultranza la verdad
del ser en ellos.
No debería extrañar la reflexión de nuestro autor en palabras
como las siguientes: “La auténtica escritura exige originarse en
alguien, mucho más que en algo; se reconoce menos en temas preconcebidos
que en la concreción de urgencias que desasosiegan y llevan determinación
de iluminar el altercado del ser consigo, con el mundo o con el misterio”.
El
énfasis reitera el carácter personal del fondo originario de la
palabra literaria. Puede notarse que, en su concepción poética,
ésta tiene el sello de ser palabra necesaria, no artificio ni derivación
de una voluntad que se arroga el poder de conseguir un fruto exclusivamente
sobre la base de forzar la palabra. Para Massone la literatura se escribe, se
recibe y, luego, se trabaja para despejarla de interrupciones indebidas. En
ningún caso se aviene a aceptar el dicho: “Estoy haciendo un poema”.
Conviene en que es un quehacer, pero nunca una fabricación.
Amagado
por lo transitorio, encuentra sus fuerzas en la coincidencia de un humanismo
coherente, con apetito de ser y, por lo mismo, en aquel que no sabe inventarse
desde lo externo. De acuerdo a lo anterior, este poeta abomina de la estridencia,
de la cabriola y del lenguaje vulgar cultivados por algunos “heraldos
de la desgana y la tiniebla”. Su carácter “atípico”,
en que se definiera alguna vez, procede del reconocimiento hecho a una tradición
que es cultura y lenguaje, en la cual él siente pertenecer vivamente.
Para él, ser original tiene doble significado: pertenecer a un origen
y, luego, originar una versión personal de lo permanente vivido y visto
en lo efímero. Y a ese propósito responde el papel desempeñado
por el poeta, “no se reduce a lo que precipita en exterioridad y, atolondradamente,
reclama soberanía de realidad abolida o conclusa. Elocuente y necesaria,
la palabra poética ejerce la virtud de extremar lo real concibiéndolo
de modo inédito, inalcanzable en la modulación habitual de rugosidades
y fisonomías”.
El
impulso que mueve el mirar, la voluntad y lo sensible de Juan Antonio Massone
arranca, claramente, de su condición de creyente. Pero queda bien definida
en su obra el distingo entre el orden religioso y el estético, si bien
ambos conviven en la misma persona. En este sentido, las reflexiones escritas
por él son útiles en el esclarecimiento de este aspecto.
“La fe complementa de trascendencia lo visible; mantiene abiertos los
ojos cuando la terquedad y el desánimo que traen la historia y la biografía
quieren persistir en los semblantes. Se ofrece por encima de méritos
personales y acierta a decir que su noción de todo es un mejor ser que,
a no dudarlo, contradice al mero estar parsimonioso e inerte. Soporte en la
duda, vigoriza en la prueba y se convierte en tea cuando se echan encima nubarrones.
Como el amor, regala nuevos conocimientos de las personas. Su mirar de lo humano
semeja la mirada de Dios”.
Esa
experiencia de convencimiento muy íntimo se traduce, de acuerdo a sus
palabras, en una exigencia mayor en el caso del poeta creyente:
“Persona de dos reinos, del poeta creyente se espera excelencia o, al
menos, decoro al compartir su palabra, sin perjuicio de lo cual necesita progreso
espiritual si es que desea avanzar integralmente. Pero ni la poesía debería
plebeyizar su fe, ni ésta castrar la necesaria libertad de su quehacer
literario”.
En otras palabras, la experiencia espiritual de fe no es materia de sacristía
ni de prédica embozada, en la escritura literaria. De allí que,
en su caso, el tono admonitorio que alcanza a muchos de sus textos, lejos de
erigirse en contaste o desmentido de lo anterior, subraya la axiología
de su visión mundo y la llaneza de repercusiones y significancias que
quedan expuestas en sus escritos.
Venturas
y desdichas humanas, suma y resta del mundo, comparecen en esta poesía,
sin que en ello exista desborde o autoexposición. En tanto escritura
poética se atiene al logro “más o menos feliz de un texto,
no las intenciones ni las peripecias más personales”. Convencido
de que “somos tiempo y pujante eternidad; tierra que nunca olvida completamente
al cielo”, manifiesta intensa discordia frente a poderes, epígonos
obsecuentes de modas y de lenguajes domesticados que ansían atribuirse
la completa representación de lo vivo. La suya es obra de orientación
opuesta a lo entendido por actual, comúnmente. En este sentido se comprende
el epígrafe de T.S. Eliot que sirve de bienvenida y de advertencia al
principio de A raíz de estar despierto (1995). A la letra: “En
un mundo de fugitivos, el que toma la dirección opuesta parece que huye”.
Como
en el dicho de Terencio, “Nada de lo humano le es ajeno”. Por eso
su responsabilidad de hacer suyos los motivos de amor, soledad, afán
de justicia, lucha en contra de la muerte en las distintos ámbitos en
que ésta se presenta. Por un lado, dicha tarea mantenida en constante
vigilia por no olvidarse de los hombres del hombre, como dijera Eduardo Barrios;
del otro, porque el orden de lo ontológico—al que adhiere el poeta—encuentra
origen y finalidad en Dios, insuperablemente expreso por San Agustín,
en el primer capítulo de Confesiones: “Nos hiciste para Ti, y nuestro
corazón estará siempre inquieto hasta que descanse en Ti”.
La
historia, pues, exige respuestas eficaces en la resolución de tantos
problemas, pero ésas tienen que ser verdaderas en su amplitud y profundidad,
para merecer el nombre de respuestas. Y, desde su palabra, el poeta es alguien
que está comprometido en la lucha por fomentar y defender posibilidades
mejoradas de lo humano.
“El
poeta—escribe Massone—es, ante todo, alguien que debe hacerse cargo
de las fuerzas que lo animan y desvelan, para estar siempre vigilante y dispuesto
a recordar a los hombres que somos personas. En sus obras se pone en el tapete
el tiempo actual, pero también un sentido implícito o expreso
de perfección”.
El
vivir biográfico y el poético forman un tramado de testimoniales
acentos. Poeta y profesor, en ambas condiciones debe enarbolar la palabra. Y
ésta dice de lo íntimo y alude a la humanidad de otros. El poeta
habla desde una palabra más personal; el profesor, también lo
hace, pero acompañado de conocimientos que necesitan de explicación.
Nuestro autor declara su doble pertenencia y las asume desde una perspectiva
humanista.
“Como
escritor he insistido en recordar aquel ímpetu de infinito que nos labra
en sueños, en desengañadas vigilias, en el amor que hace arder
la tarde, pero que no puede alegrarse con la ceniza; en fin, en el tiempo del
dolor y en el tiempo de la percatación, cuando nuestras facultades adquieren
un carácter indómito frente a toda costumbre y sobrepasan la fascinación
de lo superfluo. Como profesor, mis intentos se encaminan a hacer de la lectura,
especialmente, un acto humanizado y humanizante. En ambos casos prefiero compartir
la emoción, el dramatismo, o la lucidez de un texto, confrontándolo
con quienes somos o podríamos haber sido, en vez de allegar el peso adjetivo
de galimatías. No desestimo el análisis ni los valiosos aportes
que distintas perspectivas pueden ofrecer. Sólo exijo se desplieguen
con alguien dentro”.
“Alguien
dentro”, la palabra viva sobre la lengua muerta, como escribiera Gabriela
Mistral. Hombre que busca transformar su soledad en compañía personal
y multitudinaria, porque la palabra posee una ética de lo vivo y una
estética en su forma posible. Debido a esa concentración de intensidades
y dimensiones, la poesía no es jamás una cáscara ni un
esquema, sino “intermedio entre el hombre y su doble, entre cuerpos y
sombras, entre el concreto pie y la ansiedad del pecho. Ni dolor ni amor, sino
emanaciones más perdurables que la injuria o el adiós. No se agota
en el sentir, pero es nada o casi nada sin corazón”(12), escribió
en su discurso de incorporación a la Academia Chilena de la Lengua.
De
acuerdo al punto de vista que desarrolla el autor, se comprende el desafío
arduo que enfrenta la escritura, ya que ésta debe “combinar el
trabajo personal con la “gracia” de la que nunca se es completamente
merecedor”. Se trata, entonces, de una continuidad vital del espíritu,
como diría Pedro Salinas. Nuestro autor, consciente de que toda hechura
literaria es siempre penúltima palabra delante del misterio y que hállase
frente a la desafiante grandeza y patética febledad que la embarga, se
interroga: “¿Hasta dónde se extiende el poder de la palabra?
¿Qué zonas limita o intenta poblar como conquista o trasgresión?
La respuesta depende de ese factor decisivo que se llama talento, pero que también
exige consciencia, trabajo, inspiración.
Intuyendo
en cada persona un idioma afín a sí mismo, se pregunta: ¿Cuáles
vocablos pueden retratar más fieles nuestra existencia? Tal vez todos
vivimos y morimos de parecidos repertorios. Sin embargo, a pesar del escueto
suceder y de las cifras, la mayor identidad de una palabra reporta una actitud
sincera y responsable. Por encima de su tema, el texto lírico es una
declaración que propicia encuentros más allá de sus palabras”
.
La
palabra poética es patencia de mundo, borde iluminado de ese algo otro
que el alma entrevé más allá del límite humano y
temporal. Es fuego, también, que, al igual que el amor consagrado, recuerda
lo perfecto. Nunca deja de ser un viaje secreto, intenso y constante hacia el
origen primordial, o un impulso hacia lo perdurable en Alguien.
Más lucidez propia del ver que conocimiento de estudio, y más
pasión de vivir que esquema acreditado en diplomas, la estética
de Massone no se aviene a un lenguaje críptico ni abstruso. Hable o calle
lo existente, siempre resultan idioma, gesto perceptible, traducción
de lo creado y, por su intermedio, señas del Creador, la exposición
de sus reflexiones y la hechura de sus poemas. Ni unas ni otros son manifiestos
o proclamas, sino convicciones a la luz de una experiencia hecha de descubrimientos
y de realizaciones literarias. Una de sus convencimientos más reiterados
es el agustiniano “peso del amor” en el que siente fundado el sentido
de la palabra poética.
“Según
el peso del corazón
alcanzan valor las palabras.
Un pájaro sobrevuela, siente alivio
y el anhelo por una mujer
conoce forma tibia, no saciedad.
De ello, lo mismo vale pensar
que sentir si hay encuentro.
Trémulo silencio; deslízanse palabras
en el relieve de los cuerpos
y las caricias conocen el valor
de los resuellos. Estoy triste.
Ahora sigo alegre. Tienes que ver
con las sorpresas de mi ánimo.”
El fragmento trascrito tiene su correlato en su cavilación, cuando escribe:
“En un poema habita una espera de amanecer, sea éste alivio expresivo,
visión clarificadora o atisbo insólito de una clave de estar siendo”.
Poesía abierta al universo, establece un trato próximo con la
naturaleza, los objetos y, sobre todo, con los destinos humanos. Para él
lo decisivo habita dentro de cada persona, de ahí su disposición
a escuchar y a escudriñar las inflexiones de la voz interior. Intimidad
y alteridad son encarnaciones de lenguaje en nuestro autor. “El hombre
es un ser que habla—que se habla--, y al hacerlo dice a otros y se dice
quién es, quién cree ser, quién anhela ser”. De este
modo, entabla consigo un acto exploratorio, de consciencia verbal que lo lleva
a desentrañar el sentido de las posibilidades y significaciones con los
demás y a atrapar lo permanente del propio misterio en la fugacidad de
la condición humana. A este respecto, escribe: “Lo real en el escritor
suprime distancias. Huesos y almas congenian en matices asombrosos. La búsqueda
de los nombres es nuestro habitar el mundo con ese vago recuerdo de armonías
que Alguien dejó despierto en nosotros para siempre”).
Caracteriza
la obra de Massone una especie de examen de conciencia. Signos y señales
de una lúcida y constante vocación de una curiosa pasividad en
lo relativo a su papel de creatura que necesita de auxilio revelador, pero junto
con ella una actitud protagónica de quien indaga, pregunta, desde un
inconformismo respaldado en ese mucho más de enigma y de afirmación,
que alcanza a lo real. El papel de escritor creyente le exige, según
afirma, una responsabilidad mucho más vigilante. De acuerdo a ello, desmiente
cualquier intento evasivo.
“Pero
cuando uno habla de la responsabilidad del escritor bajo el amparo de la Gracia,
muchos pueden entenderlo mezquinamente, maliciando tona y tema evasivos para
con este mundo. Nada más lejano. Lo que pasa es que a este mundo no se
lo mira o piensa amputado de trascendencia. En tal sordera e inflexibilidad
radica la posible extrañeza de ideologismos auto complacidos e intelectualismos
babélicos. No olvidamos este mundo porque es creación, posibilidad,
convite y espera de nuestro aporte. No podríamos hacerlo. Pero tampoco
confundimos nuestras parciales cegueras asignándoles una pátina
de dudosa sabiduría par negar aquello de que nuestras facultades son
incapaces. Estamos ciertos que el poder de la vida es más fuerte que
la inmovilidad de las lápidas”.
La
escritura es, entonces, un acto de confianza, de un ver abierto a lo existente
y de superlativas reservas de fraternidad. Propensa a llevar a cabo un trabajo
indagatorio en la más honda clave humana, y sabiendo que esa tarea será
imposible de agotar, este poeta concibe la intimidad como inabarcable morada
en donde el infinito se aloja y con quien la voz humana establece un diálogo
de por vida, aun cuando pueda quedar interrumpido, muchas veces, por la distracción,
la fatiga, la acedía o cualquier otra cerrazón espiritual. La
palabra poética es, de acuerdo a su concepción y experiencia,
“testimonio de la lucha del hombre con la insaciabilidad que lo embarga”.
En
el discurso de incorporación a la Academia, insistirá en el valor
de experiencia que goza la palabra poética: “Como el otro vivir,
la poesía pugna por hacer patente lo universal a partir de la singularidad.
Tiene que ver con lo genuino, no con extravagancias ni adocenadas repeticiones.
Se degrada al convertirse en tópico”.
Y, precisamente, de ese actuar entre el vivir social y el íntimo dimana
una labor co-creadora y co-responsable del poeta en el mundo, lo cual coincide
con lo dicho por el teólogo Karl Barth: “Humanidad significa co-humanidad
y lo que no es co-humanidad no es humano”.
Poesía
y reflexión de Massone tienen de centro a la persona humana en su doble
dimensión de tiempo encarnado y apertura a la trascendencia, al sobre-tiempo
habitado de Alguien. Así es como la contemplación y lo reflexivo
están signados de asombro y de responsabilidad ante lo dramáticamente
finito, con hambre y sed de un más allá misterioso o problemático,
lo que de cualquier modo exige precaverse de todo reduccionismo mentiroso y
empobrecedor. De este modo, la fe se hace materia propicia de transfiguración
poética en aquel “ otro vivir que también es otro morir,
aquel bien morir de la palabra que mitiga insuficiencias mientras amanece la
eternidad”.
El ser de la palabra y la palabra del ser no sólo están merodeados
de tiempo que se acaba, sino además de animación que se sobrepone
a los empujes de cualquier soberanía que signifique olvido de ultimidades.
Batallador
constante en la liza de la escritura—una copiosa bibliografía de
más de un centenar de páginas refrenda lo dicho-, su poesía
acoge numerosas direcciones del peregrinar humano, animado de nociones y de
vínculos que, entre luces y sombras, responden al apetito de más
ser. De acuerdo a ello, nada tiene de extraño el desarrollo de su “Credo”,
en Pedazos Enteros (2000), poema en que resume de modo sobresaliente cuanto
hemos espigado de su pensamiento en este capítulo.
“Creo
en la Palabra Todopoderosa
que deposita semillas de cielo en el polvo,
suspira de júbilo o silenciosa se tiende
en la entraña invisible de los vientos;
creo en su Verbo, misterioso abrazo de sílabas,
concebido por obra y gracia del silencio
y grávida deja las almas tornasoles
sin que le amedrenten desiertos o cenizas,
ni el artero vacío del absurdo en tumulto.
Creo
en la Palabra que padece la espina
del aire y en cuyo expolio se ensañan
el ruido mercantil y la zozobra del tiempo;
creo en los ojos inocentes, en los dedos
de luces y de brisas, la mirada crucial
y mano que no rehuyen abandono.
Creo
en el Espíritu, animador de lo inerte
cuando más inesperado: desata nieve en estío
y despunta su albor cuando la duda hiere.
Creo en la santidad peregrina de los labios,
en el feliz reencuentro de todas las ausencias,
en el postrer perdón a la mezquina arrogancia,
en el vigor lustral de agónicos escombros
y en la perenne Voz que acoge a todo nombre.
Amén.
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