DEFENSA DEL PEQUEÑO DIOS
por
Jorge Carrasco
Siempre me asombra el olvido y la irreverencia con que se castiga a Vicente
Huidobro en Chile. Hace poco me enteré de que su tumba está
abandonada en Cartagena, como tantas otras tumbas respetables. Y siempre aparece
alguien que lo festeja con un poquito de orín (la expresión
es de Marechal), tanto estético como ideológico.
En Argentina, la admiración por la obra de Huidobro es general. En
mi trabajo en el aula constato cada año que todos los libros de texto
traen poemas suyos para ser analizados por los alumnos (Paisaje, Moulin, Arte
poética, por ejemplo, son textos recurrentes cuando se analiza el tema
Las vanguardias). En los ambientes literarios se lo considera un precursor
continental, un trasgresor auténtico. Su visión de la evolución
de la poesía fue profética y su voluntad de cambio extraordinariamente
maciza
Es que el mago de Altazor abrió un día su ventana y nos advirtió
que el mundo era pobre y austero. En lugar de un horizonte curvo, postuló
uno cuadrado. En lugar de cantarle a la rosa, la hizo florecer en el poema,
imbuido de una influencia divina. Se negó al desconsuelo. El verso
es sólo una llave que abre mil puertas. Abajo la poesía del
encierro, de lo sentimental, de lo íntimo.
Sus versos requieren una lectura literal y no metafórica. Las imágenes
creacionistas no se remiten de manera sustitutiva a otra realidad; ellas son
su propia finalidad. En la mente del lector se ha de levantar un mundo nuevo,
independiente de lo percibido por la experiencia.
Su voluntad de cambio no se detiene sólo en el contenido. Nos dice
que el lenguaje y la sintaxis deben ser modificados para darle mayor expresividad
a la sustancia poética. En algunos pasajes privilegia la idea y en
otros el aspecto fónico de las palabras, manipula el significante antes
que el significado.
Las palabras se fragmentan y vuelven a existir, combinadas sorpresivamente.
En
otro lugar nos sorprende trastocando las categorías gramaticales. Ante
su irreverencia y experimentación, la poesía tradicional estalla
en pedazos.
Pero no sólo combatió al modernismo de Darío, sino a
movimientos vanguardistas como el surrealismo de Breton. Afirmaba que el poeta
era un demiurgo destinado a crear un mundo superior. La actividad creativa
debía llevarla a cabo un poeta consciente, razonador, y no un médium,
entregado a registrar pasivamente lo que su inspiración o su inconsciente
le dictaran.
Desde su torre profética repartió cañonazos hacia el
pasado y hacia el presente. Y nos puso alerta para enfrentar las claudicaciones
del futuro.
Hoy quien le canta a la rosa es un terrestre con pies de plomo, y en lugar
de ocuparse de los pétalos, enaltece el filo de la espina. Se olvida
de la savia, para hablar del pulgón que la absorbe. Huidobro era un
oligarca delirante, afirma, un agitador perfumado, un esteta esnob. Estupideces
de esa laya.
¿Qué
habría sido de la poesía chilena sin Huidobro? Sonoridad melosa,
materialidad terrestre, estrofas encorsetadas, más de lo mismo, menos
de lo mismo, flores podridas de velorio. Muchas cosas serias.
No, él no prestó de su jardín versos para otra corona
fúnebre. Nunca le gustaron los cortejos. Él resucitó
a la poesía chilena de entonces (¿qué poesía chilena?,
dirá más de alguno). Lázaro, que tenía los pies
ampollados de pisar las mismas piedras, se puso a volar sobre geografías
cósmicas.
Ni más ni menos que eso.