Décima Musa, de
Rodrigo Beraud
Por
Juan Antonio Massone
Por
más de una razón la novela “Décima musa”
(Editorial Forja, 2005), de Rodrigo Beraud es obra digna de ser conocida.
Pero no adelanto el resultado que cada uno debe hallar en la confirmación
de propia lectura y en la reanimación a que dé lugar el gusto
de asomarse a un mundo: el nuestro y el ajeno de estos días. Porque
la literatura, como es sabido, hace las veces de fama en algún blanco
que espera en nosotros sea alentado o despierto.
Alianza
de varios niveles de la existencia, la literatura gusta escarbar en el aire
pulmonar del ser humano. Ese mismo oxígeno que confiere plazos constantes
de trasladar lo vivo a cada momento, no menos que al carácter cianótico
que deja en evidencia al ausentarse. Situada en el delgado filo de la navaja,
la literatura escoge una fracción, acaso la parcialidad circunstancial
para mostrar el total que acucia a nuestra especie.
Nos
hallamos delante de un título que rezuma prestigiosos antecedentes.
El autor indica uno de ellos en el texto. El lector sabrá cuál
es. De mi parte agrego otro: décima musa fue un marbete elogioso tributado
a la escritora mexicana Sor Juana Inés de la Cruz.
Pero quedémonos con la palabra musa. ¡Cuánta evocación
etérea y sensual existe en esas cuatro letras! Siempre ella, la del
texto, la del sueño, la de la memoria inconsolable, la secreta, la
que es movimiento incitador e imprevista reacción, presencia que el
hombre siente descubrir para que su vida se disponga habitable. Ella, la musa
que tiene nombre amparador de imágenes y de vísperas, hasta
puede significar un presente del que ya se siente el ramalazo de la nostalgia.
La
musa de esta novela es Safo. Enigma y destello; mujer búho y mujer
boa. Puente entre ambas dimensiones lo edifican el azar, el vacío expectante
de otros, la consciencia maltrecha de perder la vida en lo inútil,
con ese no sé qué de lucidez que tienen los caídos cuando
regresan a sí como si se hubieran despojado, durante un lapso, de la
armonía de vivir el hoy con un sentido que jamás dispensa el
virtuoso malabar ni la codicia incesante.
El
mundo de la publicidad con sus virtualidades en las que sabe exponerse lo
vulnerable de los más en la oferta de algo: una cosa, algún
menguado disfrute, mediante la transferencia de un deseo y de una necesidad
que, casi siempre, no tiene más base que el contagio masivo y la exterioridad
de sus brillos y comparsas. En ese mundo es donde Octavio interviene, sin
saber que su posición y talento son insuficientes para ser plenamente
humano. El creador de imágenes y de realizaciones sube a la barca que
la tempestad zarandeará sin miramientos.
Para
mejor internarnos en el mundo de marras, el novelista administra en dosis
adecuadas un recurso constante de verosimilitud mediante datos, informaciones
y analogías con ejemplos de estas últimas décadas de
cultura masiva, aunque también de la otra más selecta. Pero,
además, el mentado expediente colabora a la trama de muchos que sobreviven
a expensas de una funcionalidad explosiva. Es así como los desajustes
corren parejos con el esfuerzo desbordante de una actividad febril. Todo un
laberinto, se nos dice en las postrimerías del libro.
En
busca de sí, el narrador cumple con introducirnos en un mundo asaz
fantasmagórico, en el cual la identidad es un bien perdido. Lo virtual
desborda el sentido de asimilación de los diversos planos de lo humano,
al menos, es una de las interpretaciones que no creo ofenda al texto. Pulsiones
y discordias en la personalidad dejan la impresión de asistir a una
historia propensa al delirio, porque frente a los enigmas imperecederos que
distinguen a lo humano, los lenguajes y afanes excesivos de la velocidad y
el efectismo no sabrían ofrecer contrapeso ni solución de continuidad.
Rodrigo
Beraud ensambla las cuatro partes del libro, además de los preámbulos
y el epílogo, de un modo atractivo. Pero este aserto debe comprobarse
al conocer de las venturas y peripecias de Octavio, así como del murmurador
ambiente oficinesco, y de la aparición decidora de Safo. El diseño
narrativo adoptado por el autor muestra el dinamismo del periodista que sabe
de reportajes, pero, además, de una palabra con mayor densidad cultural,
expediente que viene en auxilio del interés constante de la historia.
Ese valimiento de presentar un ambiente posmoderno y su debido contrapunto
con la cita y referencia de la tradición, conforma una totalidad muy
lograda. Y, aunque en ocasiones pudiera existir algún desliz semántico,
no alcanza a comprometer el alto valor de presentar una situación recurrente
a base de un cambio de voces noveladas que nos dan a conocer la historia.
Décima
musa hospeda perspicacia reflexiva y fluidez argumental. Por si no bastara,
los personajes centrales quedan bien definidos en la descripción y
en la conducta. Nadie podría negar que Beraud mantiene en alto el interés
de la ficción. La figura indagatoria representada por el periodista—es
un mera coincidencia con el autor, imagino-, goza de una doble valencia significativa:
es un personaje y, desde luego, el propio lector a quien gustaría husmear
en la intriga causada por los efectos de Safo en Octavio. Pero, ¿sólo
en el defenestrado publicista?
Desde
un principio la observación cavilosa y el soliloquio ofrecen un motivo
de interés. Aunque un tanto abrupto, el final corresponde al mismo
tono y atmósfera iniciales. El libro avanza a través de ondulaciones
expansivas que buscan coincidirse en los capítulos sucesivos. Administrador
del suspenso, el novelista sale airoso de la prueba, sin incurrir en el expediente
de lo vulgar sin razón de ser, ni menos dando pábulo a dudosas
complacencias con el morbo espeso en el que tantos naufragan cuando escriben.
A Beraud lo asiste un sentido de equilibrio narrativo, por eso sabe detenerse
antes de tropezar con escollos insalvables.
Libro cuya ficción se vuelve sobre sí para coger su rabo, puesto
que principio y fin alcanzan plenaria razón de ser, motivo y excusa
de la pesquisa que complementa, desde otro plano de la escritura, aquella
sorpresa final tan bien guardada del autor interno de la historia.
Y
aquel propósito de dirigir el mundo de los deseos ajenos como un prestidigitador
tan eficiente como implacable, sufre de una contraparte que es fijación
de la mente y autodestrucción de la mayor envergadura. Imposible no
pensar en la cita de la Escritura: “¿De qué le vale al
hombre ganar todo el mundo....?”
¿Podría
desoír la actualidad veloz las más profundas admoniciones de
cuanto es siempre antiguo y nuevo?
Safo
permanecerá incólume en la riqueza esquiva de su poderío
desestabilizador. Será siempre la hermosura, el misterio, la causa
de los desvelos y el agua escurrida al empuñar las manos cuando se
la ha tenido próxima y, en la misma cercanía, remota por imposible.
Razón de todas las sinrazones, su clave ignota es un sueño de
ojos abiertos, pero obnubilados. La luz deja confundidos en la sombra envés
y revés de lo más real. Experiencia vedada, ya que en su despliegue
se esconde, y de su ocultamiento queda trémulo el pulso, el no sé
qué, desorbitado el mirar de una pasión que cree encenderse
con hálito de cielo, pero que debe soportar el terrible carácter
de inusitada belleza en la tierra.
Creo que de esto trata, además, este primer libro de Rodrigo Beraud.
Nada menos, cuando recién empieza.