PAGAR CON LA MISMA MONEDA
por Jorge Carrasco
Dos de los amores fundamentales de Pablo Neruda fueron
Delia de Carril y Matilde Urrutia. Con ambas vivió el poeta un romance
no por apasionado menos duradero. Para ellas compuso innumerables poemas.
Junto a ellas luchó por hacer realidad un sistema social más
justo para los hombres.
Delia del Carril conoció a Neruda en España.
El poeta venía de ser cónsul en Rangún y en la isla de Java,
y allí conoció a María Antonieta Hagenaar, una holandesa
de la isla. Con ella se casó en 1930 y tuvo después una hija que
murió de hidrocefalia a los ocho años. Neruda regresó a
Chile para ocuparse en labores oficinescas de poca monta, y tras ejercer algunos
cargos consulares en Argentina, viajo a España.
En España se integró al grupo de poetas
de la Generación del 27. Se hizo amigo de poetas como Federico García
Lorca, Luis Cernuda, Vicente Aleixandre y Miguel Hernández, entre otros.
Delia del Carril formaba parte del grupo y en esos encuentros nació el
amor. La pareja se amaba a vista y paciencia de la mujer holandesa de Pablo.
El amor fue creciendo hasta que ambos decidieron vivir juntos. Neruda abandonó a
María Antonieta. Fue la primera gran traición amorosa.
Delia era veinte años mayor que el poeta. La
Hormiguita (así la llamaba Neruda) era activa, soñadora, hermosa,
alegre; era, además, talentosa, sensible y quien orientaba ideológicamente
al poeta. Delia y Neruda se casaron 1943, en México, matrimonio no reconocido
por la ley chilena.
A Matilde Urrutia Neruda la conoció en Chile,
en un concierto en el Parque Forestal. Tuvieron un encuentro fugaz. Matilde,
una chillaneja estudiante de canto, se fue a trabajar a México. Allí Neruda,
en el ejercicio de su cargo consular, sufrió una tromboflebitis; ambos
se unieron durante un tiempo en un departamento de la capital mexicana.
Poco después Delia se fue a París con Neruda.
Matilde, reiterando la estrategia de Delia, cruzó el Atlántico
y se instaló cerca del departamento de la pareja para tener encuentros
fugaces. Neruda en sus versos la llama Rosario, para no delatar su presencia.
Poco después, en Italia, la pareja vive sus momentos más felices
en la isla de Capri. La duplicidad dura siete años.
La pareja vuelve a Chile en 1952. A poco de llegar deciden
construir la casa que luego se llamará La Chascona, a los pies del cerro
San Cristóbal. Neruda seguirá con el juego de la doble relación.
Vive con Delia del Carril en la casa del barrio Los Guindos, pero seguirá amando
a escondidas a Matilde.
Tiempo después Neruda construye su casa en Isla
Negra. Su relación con Matilde se consolida y la casa a orillas del mar
les sirve de refugio. Viven momentos plenos, felices, hasta que Delia se entera
del engaño. El rompimiento de Neruda y Delia trajo cola. Algunos de los
amigos del poeta no aceptaron su relación y se alejaron. Neruda, en represalia,
les escribió varios poemas combativos. Con Matilde Neruda mantuvo una
pareja estable, que duró hasta su muerte, en 1973.
Pero la cadena de traiciones no termina ahí.
El último amor de Neruda fue una mujer anónima, sobrina de Matilde,
que cumplía labores domésticas en la casa de Isla Negra. El poeta
se enamoró profundamente de esta mujer joven (a la que dedicó el
libro La espada encendida). Sus encuentros se producían a escondidas de
Matilde, quien, alertada de la relación, los encontró in fraganti,
tras un simulacro de viaje a la ciudad de San Antonio.
El romance puso furiosa a Matilde. El poeta se vio obligado
a pedir a su amigo Salvador Allende, el presidente de Chile, el cargo de embajador
en Francia. La relación siguió en secreto. Es más, cuando
Neruda cayó enfermo de muerte en la clínica Santa María,
Alicia estuvo presente y logró despedirse.
Matilde Urrutia se convertía así en víctima
de un delito amoroso que tiempo antes la había convertido en victimaria.
En amor, como decía alguien, traición
con traición se paga.
El poeta amó muchas veces, en efecto. En el libro
Memorial de Isla Negra, escribió: Amé otra vez y levantó el
amor/ una ola en mi vida y fui llenado/ por el amor, sólo por el amor,
/ sin destinar a nadie la desdicha. Pero sus devaneos construyeron, a la larga,
la desdicha de todas sus compañeras. Era el precio que debían pagar
por pasar a la posteridad como musas de uno de los poetas más grandes
del siglo XX.
|