Alma Negra, novela de Carlos Flores Arias
por Juan Antonio Massone
La antigua y siempre nueva querella del bien y del mal, la intrincada geografía ofrecida por las diversas tradiciones espirituales que manifiestan y ofrecen versiones narrativas de esa gran epopeya que a todos congrega en calidad de participantes, amén de la proliferación de nombres singulares, equivalentes otros y antagonistas muchos de ellos, la variopinta congregación de mitologías, historias y estudios, confluyen en esta primera y sorprendente novela de Carlos Flores Arias.
¿Por qué calificamos de sorprendente este libro? No es usual que alguien, muy joven aún, se interese en materias de tan vasto desarrollo, así como de la prolijidad con que, en cada momento, se permite ilustrarnos sin pedantería, y sólo en tanto es necesario conocer pormenores que integran el hilo argumental de su narración. También es ponderable la calidad de su lenguaje, por momento galano, pero sin despojarse del dinamismo necesario al desarrollo de una historia que, al par, ofrece cambios de sitios, mudanza de apariencias, metamorfosis de una condición tan angélica como humana, como es la realidad compleja de Navok, el protagonista.
Pero existe algo más en la virtud idiomática del autor: su contraste con la repetida pobreza léxica que invade por doquier, incluyendo a quienes ofician de escritores, muchas veces, es alentador. Este novel escritor nace maduro. Sin embargo, ¿cuánto trabajo le ha supuesto la versión de su libro que hoy presentamos? Sé que al lector no le interesa demasiado el sudor de la trastienda. Recordársela lo tengo en calidad de obligación, para mejor valorar el fruto literario de esta espléndida edición del sello Forja.
Nos encontramos con un capítulo inicial que hace las veces de prefacio. Su desarrollo nos introduce y enseña de una materia tan atractiva como difícil de fijar en sus lindes y reverberos. Pero Carlos Flores se aviene a cumplir el papel de cicerone cuando aceptamos esa invitación suya a incursionar en un mundo, en un sobre-mundo, en cuyos márgenes cabe lo mismo la tradición bíblica que la nórdica, la germana y la babilónica. Al cabo, deja paso a la expansión de una historia, mejor, de una suprahistoria, en donde se avienen a tejerla los seres de luz y los de tinieblas, humanos y angélicos.
El prodigio es recurso que nos familiariza con este devenir de crueles destinos y presencias salvíficas. Babilonia y Asiria traban contienda sin moderación. Expoliados en su dignidad y en sus riquezas, los babilonios echan mano de un recurso supremo: apelan la presencia de un ángel negro, de quien nos enteramos de su origen celeste, aunque suficientemente enrevesado para no quedar completamente seguro de sus poderes y del leal servicio que pudiere entorpecerlo un hechizo, el influjo del gran Torcido, o la extenuante sensualidad de las amazonas.
En la misma medida que avanzamos la lectura, experimentamos el suspenso de los efectos del actuar de Navok. Acuden antecedentes, nombres alusivos, extrañas sendas, talismanes, revelaciones y reconocimientos necesarios de conocer. El curioso parentesco ancestral del protagonista y la endeble conducta de quienes él ayuda, alcanzan ensamble que satisface la curiosidad del lector. ¿Qué existe en el fondo de la lucha emprendida por esta Alma Negra? ¿Deberíamos ver, en la aparición de este guerrero, un ángel benéfico a despecho de la oscuridad con que se lo califica, o acaso un enviado, una encarnación de la Bondad suprema?
Esta novela vuelve a presentar la figura del héroe, con todo el repertorio de pruebas, invocaciones, ayudas, celadas y asechanzas que le son propias a una existencia que se dispone al servicio de otros, en nombre de valores y, mucho más en este caso, en nombre de Dios. Así es como se nos brinda una evolución argumental a partir de varias estaciones o tramos de Navok. Comienza en la invocación prodigiosa que hace de él un alto jerarca de la corte babilónica; luego el protagonista, cuyo origen es un demonio y una mujer, muestra su poderío y destreza; posteriormente cae en cautiverio de una amazona; seguido todo ello del recobro del poderío y verdadera misión a que ha sido convocado. De pronto, experimenta un trance al estado propiamente espiritual y conoce su origen; esto le confirma su destino y papel en su regreso a la tierra, lugar en donde a las conversaciones reveladoras le siguen peligrosas contiendas. A estas alturas el auxilio de la magia, los recados y prevenciones del sueño y los mensajes celestes le alertan de una dolorosa batalla familiar. Emprende un viaje de purgación, en medio de un ambiente que se medievaliza tanto como mantiene ámbitos vivos de la corte celestial, ya en los seres de luz, como en los opuestos a la voluntad divina.
¿Podrá decir Navok: misión cumplida? Corresponde al lector inmiscuirse en los senderos del héroe, para conocer la verdad y, sobre todo, el modo y las circunstancias que le corresponde afrontar.
El autor echa mano del recurso de la superposición de mundos y de tiempos. Mediante tal expediente la narración ve multiplicados sus personajes y la infatigable acción de actos extraordinarios a partir de efectos inconcebibles para cualquiera que no pertenezca a la estirpe ni al linaje de Alma Negra y de sus amigos. Cierto, en algunos pasajes se aglomera el poderío y la potencia con que se acometen los contendientes. Porque se trata de combates sin cuartel, en los que el todo y la nada se miden sin reserva. Tal carácter de lucha definitoria se asimila perfectamente a la trascendencia de la Gran Batalla entre el bien y el mal. El primero propicia la vida, su dilatación y existencia en cada quien, porque es el don máximo al que es necesario corresponder. Estar del lado de la vida significa aceptar al Creador y a las consecuencias que su plan universal dispensa. Optar por lo tenebroso equivale a escoger la entropía, un retorno al caos, o al narcisismo desobediente de Lucifer y de sus adeptos.
La acción heroica, en este caso, se cimenta en un acto de elegir el ser y su pertenencia a un origen y a una finalidad. Los mismos que hoy-- en estos tiempos de hierro, habría dicho don Quijote—sobreviven a duras penas en unos cuantos espíritus que luchan en contra de vendavales y de arenas movedizas de absurdo, de profanación y de vacío.
Sin devenir en propaganda ni en resabios de lemas muy escuchados, aunque poco obedecidos, esta narración permite parangonarse con el combate decisivo que involucra a cada persona. En este sentido, es obra de formación, aunque más lo es de unidad completa del ser en la tarea vital; de la esencia evidenciada en la conducta.
La pericia con que el autor desliza el argumento logra la destacable unidad a la que concurre lo soteriológico y lo épico. El mundo involucrado en esta completa refriega de la obra desconoce límites. Cada uno tiene su puesto en la contienda. Es el sí o el no de inclinarse por lo creado o, por el contrario, abrazar lo espurio. Una opción es el ser; otra, la negatividad de lo aparente.
Al proliferar personajes de tan diferente abolengo y origen bien podría existir el riesgo de perder el hilo argumental. Sin embargo, ello no sucede porque el autor se encarga de orientar, una vez y otra, la trama de los episodios en beneficio de Navok y de sus colaboradores, manteniendo la orientación principal de la historia: lucha y probanza de méritos que acreditan la dignidad del protagonista y el derrotero que exige el extremo de combatir a la progenie personal. Prueba suprema que recuerda la prueba extrema del patriarca Abraham, padre de la fe.
Nadie debería excusarse de aprender tantísimos antecedentes de nombres que representan un elenco mayor de las mentalidades que nos preceden desde los sitiales específicos de sus tradiciones. Ya con aceptar dicho aporte estaría compensada la lectura de esta historia novelesca, si además no fuera ella misma apertura de nuevas dimensiones de la novela escrita en Chile.
Me he abstenido de citar el texto. El motivo no corresponde a cicatería personal de este presentador, ni mucho menos a la carencia de probada calidad del libro que ahora celebro. Mi deseo se dirige a que los eventuales lectores viajen y combatan en esta epopeya que apela a la curiosidad y al descubrimiento de un sentido misional de la existencia. Toca a ustedes descorrer los velos del argumento y adentrarse en esa otra dimensión, la sacra y trascendental, cobijadora de misterio y de clave muy superiores a las solicitaciones del tiempo y a las ínfulas de la más efímera realidad.
El tiempo deberá reconocer a Carlos Flores la osadía mayor de contar esta historia. Tal vez, las cualidades que ha puesto en ella, alienten en sus lectores, la espera de nuevos frutos literarios que, desde ahora mismo, empezamos a agradecer.
Casa de la Cultura de Ñuñoa
6 de mayo, 2009