En la producción literaria que podríamos denominar, con cierta
ligereza, de la dictadura, por tomar dicha situación o período
como tema, la novela A fuego eterno condenados, del narrador Roberto Rivera
Vicencio, publicada en Ediciones Balandro en 1994, ocupa y ocupará un
lugar especialísimo. Como afirma Ernesto Langer, resumiendo el acontecer
de esta novela, “El ambiente en que se desarrolla la trama de esta novela
es el Chile de la dictadura, con su atmósfera enrarecida y peligrosa...Es
un Chile apocalíptico, donde la gran bestia es una enorme y asquerosa
gorda emprendedora y su hijo...que dominará...sobre el Chile de entonces
a punta de garrote” No se trata de una novela bestseller, ya que no es
una obra de fácil lectura, como tanta producción en prosa chilena
reciente, algunas veces merecedora de variadas ediciones internacionales. Lo
que sí sucede es que una vez empezada su lectura es difícil dejarla
de lado, pese a su singularidad, y quizás a su dificultad, por el desafío
que le plantea al lector después de picarle la guía. Podría
decir que a la vez atrae al lector y provoca su rechazo. Se trata de una obra
muy anfibológica.
Uno de los elementos que la hace atractiva es el carácter
inusual de la combinación entre lo que podríamos llamar sus elementos
realistas y la presencia de otros muy distanciados, en términos tanto
de contenido como de lenguaje. Pero esto que sorprende en primera instancia,
a la vez intriga, porque choca con las expectativas y suposiciones del lector
y arrasa con las convenciones que podríamos denominar morales y estéticas.
Se trata de una novela bastante complicada, ya que sigue por lo menos esas dos
secuencias narrativas, que se enfrentan, se siguen en forma paralela, o se combinan
y mezclan: por un lado tenemos el desarrollo de la vida de Nicomedes, el antihéroe
protagonista, y sus diversas vicisitudes, bajo la dictadura, y por otro la presencia
de esa serie distanciada que básicamente es una parodia, representada
a veces de una manera casi teatral, de la vida nacional centrada en la figura
del Minotauro - que obviamente es Pinochet. Esta serie que muestra lo que podríamos
llamar en sentido general un “Hiperrealismo grotesco”, es una representación
de figuras que encarnan y simbolizan personajes, tipos humanos y sociales, rasgos
por así decir nacionales evidentes y significativos para la coyuntura
o situación del momento, pero que a nuestro parecer rebasan hacia características
de una especie de esencia de la chilenidad, hacia un inconsciente colectivo
de pesadilla, lo que explicaría en parte la inquietud que provoca esta
novela.
Así, al comienzo el lector se encuentra con aspectos no convencionales—no
esperados—en esta novela. Por un lado existe en la lectura un predominio
inmediato de lo que podríamos llamar formal, ya que la diferencia respecto
al lenguaje narrativo común nos llama inmediatamente la atención.
Además está la presencia de elementos ‘distanciados’,
seres monstruosos entregados a actividades extremas y grotescas, que son distintos
a los acontecimientos, secuencias, personajes y conjuntos objetivos ‘normales’.
Pero la materia misma del lenguaje utilizado, y por tanto la representación
de lo ‘real’ en esta novela, es sumamente concreta, y se afinca
tanto en la realidad mostrada como en el lenguaje, que utiliza múltiples
registros, donde cabe como uno de los más importantes toda la riqueza,
y si se quiere la abundancia del habla popular chilena, llegando casi hasta
el idiolecto. Si hubiera que situar el ámbito social y el espacio de
esta novela, -que narra las vicisitudes de Nicomedes, un músico ocasional
urbano pobre, aquejado por la amnesia, la debilidad y el aturdimiento-, sería
lo marginal. Las barriadas periféricas de Santiago, los jóvenes
militantes de la población y sus delincuentes, a veces coludidos, que
cubren la ciudad de una red resistente frágil y flexible, basada en el
contacto y la solidaridad, digámoslo, de clase.
Esta novela es además impredecible, por su misma factura
e intención. En la parte “0”, que el lector puede considerar
como un prólogo o una introducción, queda de manifiesto el carácter
de aventura de esta narración: “lo encontraron a medio camino,
sin punto final, sin saber adónde llevaba esa narración, esa novela,
ese capítulo perdido en La Pradera...”. Esta frase se refiere al
personaje central, Nicomedes, pero anuncia de entrada una característica
de la novela, que gira y deambula y que, nos parece, podría haber seguido
dando vueltas en torno más o menos a lo mismo más allá
de su final, que no cierra nada, ya que el Minotauro sigue en el escenario y
Nicomedes hace una ofrenda de “La impotencia—el hambre, el desengaño,
la desolación”. Quizás, se podría dar otra vuelta
de tuerca y llevar esta vez al libre mercado, de abundante presencia en la novela,
al escenario, encarnado de alguna manera, para regir en un nuevo avatar esta
pradera que es Chile, vitoreado desde la platea por la muchedumbre carente y
alienada : “Comprar.... Vender. Hasta vencer”.
Volviendo al impacto inicial al leer esta novela, puede que
haya lectores que retrocedan ante el título del primer capítulo,
que parodia la letra de una canción antigua y conocida: corre que te
pilla la araña peluda --Corre que te pilla la zorra peluda--”,
y que se inicia con la recolección de una pantagruélica masturbación
mañanera del personaje principal. Así se inicia la primera parte,
“Infiernos eran los de antes”, que indica que, así como no
tiene final, el universo angustiante y degradado que se representa tampoco tiene
principio.
Algunos de los personajes marginales de la novela, que aparecen
en su aspecto narrativo ‘realista’, puede que tengan un antecedente,
no un origen, en personajes como los mendigos que aparecen en algunas obras
de Donoso, como por ejemplo la red de marginales resistentes de La desesperanza,
o los portadores del caos—desde una sensibilidad ‘burguesa’,
de Los habitantes de una ruina inconclusa, pero también, como en el caso
del personaje principal de la novela de Rivera, nos vienen a la cabeza personajes
de Beckett, no tan diferentes de los anteriores, pero de más alcance
por así decir ‘universal’.
El grotesco omnipresente está centrado alrededor de
la figura del Minotauro, figura central de la serie hipergrotesca de la novela,
que obviamente en un primer plano representa a Pinochet, rodeado de su corte
y sus vasallos, de la sociedad chilena institucional y pública. Pero
en otro plano esta es una figura mítica que encarna ciertos aspectos
de la voluntad de poder en general y de su concreción chilena en particular,
más allá, pensamos, de sus determinaciones circunstanciales, lo
que se entrega al lector sobre todo en expresiones, actitudes y maneras de decir.
La contrapartida femenina madre/pareja de esta figura con cabeza de toro, su
consorte y a veces superior, es un poco más compleja de explicar en relación
a una realidad sociopolítica determinada sin salirse de los márgenes
de lo que por aquí se llama ‘políticamente correcto’.
Ambos, el Minotauro y su compañera son los dioses de una hierogamia de
la degradación. El perenne espectáculo que representan es un Misterio
corrupto e impuro.
Este espectáculo que se representa en un estrado de
concreción y dimensiones variables, frente a la ‘pradera’
que es Chile, constituye una ceremonia degradada, conducente a la desiniciación
de aspirantes a la desacralización total, en una inversión gnóstica
de los misterios eléuticos. Uno de los modos manifiestos de la degradación
presente en esta serie simbólica de la novela, este friso que en última
instancia representa al Chile ‘institucional’, es la sexualidad
extrema y exagerada, que se supera en sus manifestaciones en forma exponencial:
cuando ya no se espera que pueda haber otro nivel de obscenidad y procacidad,
ahí aparecen, entremezcladas con la exacerbación de una violencia
ligada al ejercicio del poder, la abyección de los comparsas, etc. en
una combinatoria que nos recuerda la de los cuadros sexuales que se suceden
en algunas obras del Marqués de Sade.
Esta novela es una gran experiencia de lectura y pienso que
apunta de alguna manera a una identidad nacional y social que muchas veces se
asoma desde lo implícito o no verbalizable, desde los márgenes
de lo grotesco. Problemática que, junto al retrato expresionista de la
dictadura, pudo haber sido una motivación del autor al escribir esta
novela.