LOS
SIETE HIJOS DE SIMENON
de
Ramón Díaz Eterovic
por Cristian
Cottet
La narrativa policial
en Chile no posee ni ha poseido un desarrollo editorial que camine a la par
con la demanda de este tipo de novelas por parte del lector chileno. El vacio
es evidente: cada dos décadas aparecen un puñado de escritores
apegados a este género y que deben no sólo luchar contra criminales
y enamorar hermosas mujeres, que por pudor no puedo verbalizar su nombre, sino
que además deben dar una dura batalla por vencer la reticencia del también
escuálido editor chileno. Es en este contexto que otrora la necesidad
fue cubierta por las poderosas empresas editoriales mexicanas, que abrieron
librerías, intalaron héroes, desataron emociones y lenguaje. Supieron
descubrir el perfil del lector y le construyeron libros al tamaño de
su bolsillo.
Aún así
podemos con cierta propiedad afirmar que en la primera mitad del siglo XX se
desarrolla un esfuerzo editorial que incorporar este tipo de narrativa en sus
planes. Escritores como Camilo Pérez de Arce (que escribía con
los seudónimos Guillermo Blanco, James Endhard), Ricardo Chelier (cuyos
personajes eran un perro y un gato detectives) y el mítico René
Vergara, funcionario del Servicio de Investigaciones, son parte de esta pequeña
historia.
Era un Chile diferente.
Editoriales chilenas, como Zig Zag, arriesgaron por este género. Era
un Chile sin televisión y la radio daba aún sus primarios pasos
montandose a la cola de este esfuerzo. Escribir novelas policiales era negocio.
Quizás, y digo quizás dado que no soy un experto en el tema, el
personaje más importante y que de mejor manera representa el periódo
de crecimiento de este género es el Inspector Cortés, también
conocido en el ambiente como "El Mono", perseverante bebedor de cerveza y tragos
fuertes, de contextura gruesa, tosco, que detesta las novelas de Agatha Christie.
Hombre rudo, de familia formal, que confiesa haber sido testigo más de
exhumaciones que de bautizos, pero que esto no le quita el sueño ni le
resta tranquilidad para enfrentar, más que a empujones y golpes con mucha
racionalidad, cada uno de los casos que le toca investigar.
Muchas veces estos
"casos" tienen más que ver con su vida que con su responsabilidad social
como detective, pero esto no lo amilana. El libro Taxi... para el insomnio puede
incluso considerarse un verdadero clásico de la literatura policial.
Hermoso texto donde la introspección y búsqueda va más
allá de los propios temores, y que hace de Cortés un perfecto
paradigma del descueramiento a que nos acostumbramos con tanta facilidad los
chilenos. Mucho más que un inspector de la policía de investigaciones,
Cortés viene a representar cierto alter ego que los chilenos no hemos
podido alcanzar pero que me atrevo a resumir en pretender "ser feo pero inteligente,
pobre pero honrado, silencioso pero sabio, tan bueno como el mejor del centro".
El Inspector Cortes
resume las mejores aspiraciones que el chileno de entonces poseía. Es
en toda su dimención el héroe chileno que da forma una sociedad
contradictoria, conflictiva y abrumada, pero que se esconde tras un orden de
"cuello y corbata".
Pero la maravilla
dura hasta que se nos viene abajo todo. Se termina el paradigma del servidor
público, la separación de los poderes del Estado, el Chile desarrollista
y ese primor glamoroso de la clase media que nunca terminaba con las manos sucias.
Se terminó el policía investigador, el sabueso, el desenfreno
democrático burgués de post guerra. Llegó la televisión
con toda su fuerza y ahora las emociones eran imagen y vida cotidiana: pasamos
de los hippies a los "agentes de seguridad", de los sindicatos a las "barras
bravas". Se termino el convencional investigador y James Bond se nos instala
con los primeros vestigios del héroe triunfador, inmaculado y supra nacional,
el que lo puede todo sin desordenarse ni el peinado. ¿Qué podía
hacer entonces un hombre como el Inspector Cortés?. "Nadie puede compartir
la desesperación ni la locura", reconoció en algún momento.
Con él
también termina el precario desarrollo de la narrativa policial chilena.
Viene la diáspora. Los policías, más que escribir (¡y
que lo hacían, lo hacían!) se dedican a perseguir a los estudiantes.
Los criminales saltan de las novelas a los cuarteles y de allí a los
estelares de TV. El orden que habíamos alcanzado (que era básico,
cierto, pero no por esto menos valedero) se desvanece entre los tiros de metralleta,
el humo de las bombas y las lejanas voces del exilio.
Nos pusimos más
silenciosos, desconfiados, atareados por saber "qué hacer", parecía
que lo único que hacíamos era esperar el término de siglo
como único destino valedero.
Es en ese contexto
que aparece un nuevo personaje.
Estamos en octubre
de 1987. Chile ya dejó atrás el protagonismo popular. Nos preparamos
para que un puñado de aguerridos apitutados se nos instalen en el gobierno.
La alegría es el paradigma que se zasona con el mentado consenso y el
hacerse el dormido cuando asesinan al vecino.
Allí aparece
este personaje que habla de Chile pero que no le nombra con todas sus letras:
"La Candela era un prostíbulo de mala muerte cerca del río que
atraviesa la ciudad". No puede decir Mapocho. No. Tampoco puede decir a toda
voz desaparecido, preso político o torturado. En el contexto del Chile
más derrotado aparece un ex estudiante de leyes, borracho, putero, solitario
y que se gana la vida como "detective privado". Heredia, ese es su nombre. Ramón
Díaz Eterovic su creador y el libro que traigo a colación es La
ciudad está triste, primer volumen de esta zaga de novelas donde este
personaje nos muestra un Chile diferente al que estábamos acostumbrado.
Es otro mapa, otro discurso, otro recorrido cotidiano, otras las circunstancias.
Volviendo a nuestro admirado inspector Cortéz, resulta dificil la comparación
ya que reconocemos más de él en Dagoberto Solís, también
personaje de Díaz Eterovic que vuelve a instalarlo en su última
novela a modo de cita emotiva, que cierra un ciclo inevitable. Con la muerte
no se juega y esto lo saben todos los involucrados en esta ceremonia. Este viejo
detective, cansado de tanta modernidad, se encuentra simbólicamente con
Heredia pero no puede hacer mucho por él.
Esta es una primera
distancia que toma Ramón Díaz Eterovic con la tradición
policial chilena: el personaje. Está cierto que él no olvida esta
tradición, no en vano es él quien reune lo mejor del cuento policial
en su antología Crímenes criollos; no renuncia a reconocer el
apego que le domina y el continuismo que le determina.
Solis, esta especie
de panteonero de Cortés, muere y se lleva una forma de vida más
tranquila y honesta. Sospecho que tras todo esto está la mano de Vergara
y esos señores que usaban corbata de nudo pequeño, que no olvidaban
a los amigos y practicaban la honestidad como religión.
Mientras este
drama se resuelve y como ausente al devenir que le rodea, Heredia dibuja aspectos
de nuestros cambios culturales que dan forma a otro paradigma de chileno. Algo
más escurridizo, perseverantes pero no responsables, distraido pero no
olvidadizo. Con él se mueve una clase media incapaz de asumir su derrota,
aquella que se autoexilia en un taxi o vendiendo intangibles. Heredia ya no
es el héroe de masas, ni el que debe imponer cierto orden resquebrajado.
Para este fracasado solo le resta resolver un par de casos menores que le justifiquen,
condiciones todas que vienen a completar lo que Cortés plasmara hace
décadas.
A La ciudad está
triste le siguen Solo en la oscuridad, Nadie sabe más que los muertos,
Ángeles y solitarios, Nunca enamores a un forastero y Los siete hijos
de Simenon, novela que nos reune, donde va tomando forma y contenido el pequeño
burgues aplastado por un Estado transnacionalizado, por un pueblo que no le
reconoce. Se levanta así como destino la angustia y a modo de solvente
el desencanto.
Una segunda distancia
que asume Ramón Díaz Eterovic guarda relación con el hecho
de que la narrativa policial chilena toma forma sobre una profunda contradicción,
que enunciaramos: existe un cuerpo social que lee este tipo de libros, los busca
y hasta les compra, pero no existe un cuerpo narrativo que responda a estas
expectativas. Frente a un público lector vivo, contamos con unos cuantos
escritores que cultivan este género y aquí Ramón Díaz
se nos presenta como el principal exponente de ellos, pero a la vez vacila entre
un tipo de literatura que se apegue a ciertos cánones del género
y una escritura que satisfaga y debata con la comunidad literaria a la cual
pertenece. Razón de esto es que muchas veces se nos pierde el autor del
crimen o hasta la última pista por la necesidad de dar respuesta a requerimientos
académicos que no aportan al fortalecimiento del género.
Esto tiene que
ver con la historia del autor. Estamos en presencia de un escritor más
que de un investigador. Mientras Vergara tropezaba muchas veces con las circunstancias
y Cortéz quedaba solo frente al caso que debía resolver, Díaz
Eterovic recoge su apego literario europeo y hace de esto una parte importante
de la trama. Esta distancia pueda entenderse de múltiples formas. Al
decir esto no olvido la ya vieja diferencia que estableciera Borges entre la
narrativa policial inglesa y la mentada novela negra norteamericana, pero no
es este tipo de fronteras lo que distancia a Díaz de Vergara ni a Cortés
de Heredia.
Más bien
existe una disímil búsqueda de identidad que me atrevo a decir
cruza la narrativa chilena en general. La contradicción "país-mundo"
re revuelve y resuelve de diferentes formas en cada obra. Si gozamos a toda
plenitud de un acervo cultural híbrido, por qué no habríamos
de tener también una narrativa que diera cuenta de ello. Un país
se forma entre el kügen alemán, el hotdog americano, el chaufán
chino, la marraqueta española y el té ingles; entre la cumbia
y la cueca; entre el galicismo y el abortado mupudungu, no puede si no esperar
de su narrativa otra cosa que esta misma ensalada. Lo propiamente nacional aparece
como algo casual y en el caso que estudiamos, lo exclusivamente policial y de
masas se da en parte: la tentación de sobreponerse al estigma de "sub-género"
es mayor.
Pero el autor
esto no lo deja pasar y en medio de esta lucha decanta otro aspecto de nuestra
chilenidad que no por sutil es menos importante.
En este
terreno el aporte cultural más importante de Ramón Díaz
Eterovic guarda relación con el rescate de cierta poética lárica,
un larismo urbano que se mueve en la melancolía y la distancia. En poesía
lo lárico se estableció en el sur, en la lluvia, la infancia y
el paisaje rural provinciano que se rebela a desaparecer como paisaje cultural
y social.
¿Cuál
es la diferencia con lo propuesto por Díaz Eterovic?
Lo que aparece
como más evidente es el hecho de que en poesía lo lárico
viene a decantar un proceso terminal de nuestra cultura agraria, mientras que
esta nueva expresión viene a señalar el deterioro, también
terminal, de una sociedad de crecimiento burgues desarrollista. Mientras la
primera habla desde el bosque y frio deshielo del campo, la narrativa de Díaz
Eterovic da cuenta de los últimos vestigios de Estado de Compromiso que
pareciera no volver. Ni una ni la otra son vanguardia de nada, si no que huelen
al penúltimo estertor de una sociedad que ha cambiado y se resiste aún
a éste hecho. Heredia recorre los bares, calles y plazas de un Santiago
que va poco a poco desapareciendo; los añora, vuelve una y otra vez a
ellos, pero con esto no evita la muerte que ronda su sueño, tensando
así la desesperación de un personaje que pareciera tener poco
que ver con todo esto.
Esto, tan poco
entendido, puede incluso llevar a un desentendido redactor, instalado ya en
el modernismo, a calificar la trama de estas novelas como una cuestión
cómica cuando que en realidad rebalsa de tragedia más que de comedia.
Nos encontramos
entonces con una narración que da cuenta de un espacio, de un tiempo,
un mapa, una geografía que se reconstruye desde los pasos de un miserable
personaje que no posee más compañía que un gato y un vendedor
de periódicos, de un tiempo político y social y de muchos libros
que ni siquiera sabemos si lee o no. Por otro lado enfrentamos un escritor avezado
en la literatura chilena que no puede tampoco continuar su historia sin rendir
el homenaje que amerita no sólo la académica escritura, si no
además recordarnos otra época y otros escritores que hicieron
este mapa, de este Santiago, su derrotero cotidiano. Sin nombrarlos más
allá de alguna sutil cita, Díaz Eterovic nos habla de gente como
Armando Méndez Carrasco, Luis Rivano, Luis Cornejo. Hombres que mostraron
el cambio que se venía desde un espacio literario marginal y rebelde
y que hoy han sido instalados como curiosidades. Trae a este presente amalditado
lo que fuera una promoción de escritores que sin asumirse como tal ocuparon
el rol de ser una suerte de transición entre el formal Inspector Cortés
y el desamparado hombre del fin de siglo, dicho sea: Heredia. Institución
que no posee nombre y que lucha contra la atadura de los estamentos fiscales
y sociales. Un desamparado como Aniceto Hevia, el personaje de Hijo de ladrón,
que resumiera su proyecto de vida en las siguientes escuetas palabras: "Denme
de comer, donde dormir y abrigo y quédense con las esperanzas". ¿Para
qué puede requerir esperanzas el que está destinado desde su génesis
a morir?
Si bien
Heredia no vive el desamparo de Hevia, sí representa la desventura de
no poseer planes más allá de un par de horas, pero que no espera
nada de nadie. Espera valerse por si solo y en eso se juega la vida. Este es
el principal valor ético de este personaje, en un Chile que ha perdido
hasta el más precario sentido del futuro y que recorre las calles y bares
sin más complejo y premura que tener recursos para pagar una botella
de vino.
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