1.- El Embajador.Teatro.1971
2.- Balada de medio pelo. Teatro. 1973
3.- Lauchas y lauchones, ratas y ratones.Cuentos.1974.
4.- Civilice a su troglodita. Crónicas.1974.
5.- La Abuela Panchita.Cuentos.1974
6.- La Casa de los Siete Espejos.Novela.1975
7.- La Casa de los Espíritus.Novela. 1983
8.- De Amor y de Sombra.Novela
9.- Eva Luna.Cuentos
10.- El Plan Infinito.Novela.
11.- Paula.Memorias
12. - Afrodita. Recetas de Cocina.1998
13. - Hija de la Fortuna.Novela 1999.
De
El sexo y yo
Mi vida sexual comenzó
temprano, más o menos a los cinco años,
en el kindergarten de las monjas ursulinas, en Santiago
de Chile. Supongo que hasta entonces había
permanecido en el limbo de la inocencia, pero no
tengo recuerdos de aquella prístina edad
anterior al sexo. Mi primera experiencia consistió
en tragarme casualmente una pequeña muñeca
de plástico.
-Te crecerá adentro, te pondrás redonda
y después te nacerá un bebé
-me explicó
mi mejor amiga, que acababa de tener un hermanito.
¡Un hijo! Era lo último que deseaba.
Siguieron días terribles, me dio fiebre,
perdí el apetito, vomitaba. Mi amiga confirmó
que los síntomas, eran iguales a los de su
mamá. Por fin una monja me obligó
a confesar la verdad.
-Estoy embarazada -admití
hipando.
Me vi cogida de un brazo y llevada
por el aire hasta la oficina de la Madre Superiora.
Así comenzó mi horror por las muñecas
Y mi curiosidad por ese asunto misterioso cuyo solo
nombre era impronunciable: sexo. Las niñas
de mi generación carecíamos de instinto
sexual, eso lo inventaron Master y Johnson mucho
después. Sólo los varones padecían
de ese mal que podía conducirlos al infierno
y que hacía de ellos unos faunos en potencia
durante todas sus vidas. Cuando una hacía
alguna pregunta escabrosa, había dos tipos
de respuesta, según la madre que nos tocara
en suerte. La explicación tradicional era
la cigüeña que venía de París
y la moderna era sobre flores y abejas. Mi madre
era moderna, pero la relación entre el polen
y la muñeca en mi barriga me resultaba poco
clara.
A los siete años me prepararon
para la Primera Comunión. Antes de recibir
la hostia había que confesarse. Me llevaron
a la iglesia, me arrodillé detrás
de una cortina de felpa negra y traté de
recordar mi lista de pecados, pero se me olvidaron
todos. En medio de la oscuridad y el olor a incienso
escuché una voz con acento de Galicia.
-¿Te has tocado el cuerpo
con las manos?
-Sí, padre.
¿A menudo, hija?
-Todos los días...
-¡Todos los días!
¡Esa es una ofensa gravísima a los
ojos de Dios, la pureza es la mayor virtud de una
niña, debes prometer que no lo harás
más!
Prometí, claro, aunque no
imaginaba cómo podría lavarme la cara
o cepillarme los dientes sin tocarme el cuerpo con
las manos. (Este traumático episodio me sirvió
para "Eva Luna", treinta y tantos años
más tarde. Una nunca sabe para qué
se está entrenando).
Nací al sur del mundo, durante
la Segunda Guerra Mundial en el seno de una familia
emancipada e intelectual en algunos aspectos y casi
paleolítica en otros. Me crié en el
hogar de mis abuelos, una casa estrafalaria donde
deambulaban los fantasmas invocados por mi abuela
con su mesa de tres patas. Vivían allí
dos tíos solteros, un poco excéntricos,
como casi todos los miembros de mi familia. Uno
de ellos había viajado a la India y le quedó
el gusto por los asuntos de los fakires, andaba
apenas cubierto por un taparrabos recitando los
999 nombres de Dios en sánscrito. El otro
era un personaje adorable, peinado como Carlos Gardel
y amante apasionado de la lectura. (Ambos sirvieron
de modelos -algo exagerados, lo admito- para Jaime
y Nicolás en "La casa de los espíritus").
La casa estaba llena de libros, se amontonaban por
todas partes, crecían como una flora indomable,
se reproducían ante nuestros ojos. Nadie
censuraba o guiaba mis lecturas y así leí
al Marqués de Sade, pero creo que era un
texto muy avanzado para mi edad, el autor daba por
sabidas cosas que yo ignoraba por completo, me faltaban
referencias elementales. El único hombre
que había visto desnudo era mi tío,
el fakir, sentado en el patio contemplando la luna
y me sentí algo defraudada por ese pequeño
apéndice que cabía holgadamente en
mi estuche de lápices de colores. ¿Tanto
alboroto por eso?