Nacido en Ovalle (Chile), en 1949,
Luis Sepúlveda ha recorrido desde muy joven casi todos los
territorios posibles de la geografía y las utopías,
de la selva amazónica al desierto de los saharauis, de la
Patagonia a Hamburgo. Y de esa vida cuando menos agitada ha sabido
dar cuenta, como dotadísimo narrador de historias, en apasionantes
relatos y novelas.
En 1993 Tusquets Editores empezó la publicación de
su obra con "EL VIEJO QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR",
novela a la que siguió "Mundo del fin del mundo",
un libro entre la investigación y la denuncia; "Nombres
de torero", su particular novela negra; "Patagonia Express",
un libro de viajes autobiográficos; "Historias de una
gaviota y del gato que la enseñó a volar", una
inteligente narración para niños, llevada a la pantalla
en una deliciosa cinta de animación; "Desencuentros",
recopilación de todos los cuentos predilectos del autor anteriores
a " EL VIEJO QUE LEÍA NOVELAS DE AMOR", y "
Diario de un killer sentimental" seguido de "Yacaré"
sus dos últimos relatos, publicados previamente por entregas.
Desde hace varios años, reside en Gijón (Asturias).
Mundo del Fin del Mundo
2
... Su nombre original fue Jörg Nilssen. Tal como se llamaran
su abuelo y su padre, un aventurero danés que en 1910 se
aventuró por las aguas magallánicas sin otra compañía
que un gato y la esperanza de descubrir un paso de mar al noroeste
de isla Desolación. Un paso que permitiera salir al Pacífico
abierto luego de cruzar el estrecho, y que evitara a los navegantes
la peligrosa travesía que conduce hasta Puerto Misericordia.
El viejo Nillsen no encontró el ansiado paso, pero sí
muchos otros más al norte enriqueciendo las cartas de navegación
australes. La mala fortuna del viejo Nillsen fue no pertenecer
a ninguna Armado o cuerpo expedicionario acreditado, de tal manera
que sus descubrimientos siempre le fueron escamoteados y su nombre
no aparece relacionado con ninguno de ellos.
... "El pago de Chile" llaman los chilenos a esa forma
de gratitud y reconocimiento. Pero el viejo Nillsen no sólo
encontró el anonimato, sino también el amor de una
isleña que fue su compañera durante muchos breves
veranos y largos inviernos patagónicos, hasta que el ineludible
abrazo de la muerte se llevó a la mujer, y él ya
no tuvo otra compañía que la del hijo nacido en
la mar y acunado por el oleaje. Para prolongar una senda de navegaciones
que había empezado un siglo antes en las frías aguas
de Kattegat, llamó al crío Jörg, más
un burócrata chileno con problemas de dicción lo
castellanizó en Jorge.
... -Y se preguntará por qué no menciono el nombre
de mi madre. Muy sencillo: no tenía. Mi madre era ona,
una de las últimas sobrevivientes de aquella raza de gigantes
que, mucho antes de la llegada de Magallanes, cruzaron miles de
veces el estrecho en embarcaciones construidas con pieles de lobo
marino y velámenes de corteza vegetal. Mi padre la llamó:
"Mujer", y yo no alcancé a darle otro nombre
pues murió a los pocos meses de mi nacimiento, en 1920.
El duró otros veinte años y, fiel a la memoria de
su compañera, no buscó a otra mujer ni abandonó
la navegación por los canales.
... "Lo poco que sé de ella me lo refirió en
las largas noches invernales, protegidos en los fiordos que se
adentran en el continente. Mi madre temía desembarcar.
En cuanto se acercaba a cualquier puerto o caleta se encerraba
bajo la cubierta del cúter a temblar y lloriquear como
un animal herido. Y tenía sus buenas razones para ello:
era ona, y al igual que los yaganes, patagones y alacalufes, sufrió
la persecución de los ganaderos ingleses, escoceses, rusos,
alemanes y criollos que se asentaron en La Patagonia y en la Tierra
del Fuego. Mi madre fue víctima y testigo de uno de los
grandes genocidios de la historia moderna. Hacendados que hoy
son venerados como paladines del progreso en Santiago y Buenos
Aires practicaron la caza del indio, pagando primero onzas de
plata por cada par de orejas y luego por testículos, senos
y finalmente por cada cabeza de yagán, ona, patagón
o alacalufe que les llevaran a sus estancias.
... "Curiosa raza la de los onas. Lo poco que se sabe de
ellos es que hasta la llegada de los europeos vivían de
la caza del guanaco y de la recolección de moluscos en
las playas. Con huesos de lobo marino y de ballenas fabricaban
anzuelos, puntas de flechas y otras herramientas que luego cambiaban
a los yaganes o alacalufes por pequeñas embarcaciones que
les permitían cruzar el estrecho. Así vivieron durante
siglos, hasta que los europeos empezaron a expulsarlos de sus
tierras de cacerías, y junto con ellos a sus dioses, que
habitaban en la oscuridad de los bosques. Dicen que los dioses
de los onas eran gordos, flojos y pacíficos. Una leyenda
cuenta que, cuando los europeos les arrebataron los bosques, construyeron
una gran barca, una suerte de arca para salvar a sus dioses, pero
como no tenían experiencia de constructores navales y sus
divinidades eran gordas, la barca naufragó en medio del
estrecho. Así, al empezar el exterminio de indios, los
onas no tenían dioses protectores, y los europeos y los
criollos los vieron construir pésimas embarcaciones con
pieles y cortezas, intentaron rescatar a sus dioses del fondo
de la mar, o tal vez quisieron vivir con ellos en su nueva morada.
No se sabe ni se sabrá jamás, pero hay muchas leyendas
al respecto.
... "Para escapar a la masacre, muchos de ellos se hicieron
nómadas de la mar, pero en sus embarcaciones tampoco etuvieron
a salvo. La caza del indio se transformó en un deporte
para los ganaderos, y así aparecieron las primeras lanchas
de vapor por los canales. No les bastó con expulsarlos
de la tierra firme. Con la quema de millones de hectáreas
de bosque ya los habían condenado a desaparecer, pero no
les bastó. Tenían que exterminarlos a todos, uno
por uno. ¿Escuchó alguna vez hablar del tiro al
pichón helado? Ese era el deporte de los ganaderos, de
los Mac Iver, de los Olavarría, de los Beauchef, de los
Brautigam, de los Von Flack, de los Spencer, y consistía
en subir a una familia entera de indios sobre un trozo de hielo
flotante, sobre un iceberg. Entonces venían los disparos,
primero a las piernas, luego a los brazos, y se cruzaban apuestas
respecto a cuál de ellos sería el último
en ahogarse o morir por congelación.
... "A la muerte de mi padre yo era un hombre acostumbrado
a la soledad y desconfiaba del mundo.[...]
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