Rubén
Palma nació en Santiago de Chile en 1954, y actualmente
está radicado en Dinamarca desde 1974.
En 1985 Comienza a escribir en danés y en 1986
Gana uno de los tres primeros premios del concurso de
crónicas del Politiken, diario de mayor circulación
en Dinamarca, con Os og vidunderet (Nosotros y la maravilla).
Es Columnista en diarios de circulación nacional.
Crónicas, ensayos, cuentos, poesías y
artículos en diarios, revistas y antologías.
Tiene varios libros suyos en bibliotecas danesas y participa
esporádicamente en programas de radio, televisión,
paneles de debate, congresos nacionales e internacionales.
Su obra:
1989 Novela Brevet til Danmark (La carta a Dinamarca),
339 pgs. Editorial Hjulet. y 1992 Libro para niños
Spøgelse på afveje (Fantasmita perdido),
46 pgs. Ilustrado. Editorial Hjulet.
1993 Cuentos Møder med Danmark (Encuentros
con Dinamarca), 140 pgs. Editorial Hjulet.
1995 Musical Til kødet - Til Hjertet (Para
la carne - Para el corazón), dos horas de duración.
Libreto; incluyendo 28 canciones con rima y métrica.
Para orquesta de 8 músicos, 12 roles principales
y 26 secundarios. Producido por Det Hem´lige
Teater, 14 presentaciones, en la ciudad de Ålborg.
1996 Libro de debate y educativo Den åbne dør
(La puerta abierta), 100 pgs. ilustrado. Acerca de
inmigración y asilo. Usado en escuelas primarias,
liceos y seminarios de pedagogía. Editorial
CDR Forlaget.
1996 Pieza de teatro Byttehandelen (El trueque). Para
4 roles, de hora y media de duración. Segundo
premio en Concurso Ciudad Cultural 96. Publicado el
mismo año como libro por editorial Drama. Efectuado
como reading en Kronborg, Copenhague, en 1996. Efectuado
en 2000 por Hypermobile, 10 presentaciones.
1999 Segundo premio en concurso de cuentos organizado
por Aktuelt, con Kun et svar (Solo una respuesta).
2001 Cuentos Fra lufthavn til lufthavn (De aeropuerto
a aeropuerto). 199 pgs. Editorial Hovedland.
Página web: www.rubenpalma.dk
TRASPASO
DE CAMISA
Esta historia la he
contado varias veces durante los años que la
fueron separando de su acontecer. No es una historia
sofisticada como esas que completan círculos
simbólicos o esas otras que gatillan sorpresas
capaces de redirigir la trama. No, ésta es
una historia simple, plana y que me gusta contar sólo
por su elemento chileno. Y por eso mismo algunos la
considerarán barata, lo cual a mi no me molesta...
los chilenos somos bastante baratos. Pero bueno, antes
de comenzar el relato voy a agradecer al editor del
El Boletín por invitarme a escribir en su ilustre
medio. Y ahora si que entramos en la escena, la cual
se plasma a fines del año 1978, en Colaba Street,
una de las calles mas transitadas del Bombay céntrico.
Ahí iba yo con Anne, mi pareja danesa de ese
entonces. Caminábamos bajo un castigo de solazo
y sumidos en la hediondez de la calle... entre esa
omnipresente y caótica multitud, entre los
puestos de comidas incomprensibles, los altares y
talleres callejeros, los encantadores de serpientes
(los que de verdad hacen bailar la culebra), los mendigos,
los lisiados, los enfermos, los leprosos, los muriéndose
de hambre, en fin. De vez en cuando algún mono
chillón se robaba una fruta o cualquier otra
cosa y desaparecía por los tejados y sus marañas
de cables eléctricos.
Y en medio de todo eso alguien me pregunta: ¿Do
you want to buy some hashish? Y yo respondo con un
seco: No. Y eso debería haber sido todo, porque
yo no quería saber nada con el hashish y sus
concomitancias legales. Pero algo había en
esa voz... algo que a pesar de la neutralidad del
inglés llevaba el dejo del vivaceta, del que
anda en una movida y busca complicidad. Me detuve,
giré sobre mí y enfrenté el rostro
de un tipo moreno, sin camisa, muy delgado y más
o menos de mi edad y estatura. Los ojos brillosos
como los de los indios (me refiero a los de la India).
Pero no era indio, no... no lo podía ser. Sus
facciones y gastados bluejeans eran occidentales.
Y luego la actitud... al constatar que yo de pronto
lo observaba se cruzó de brazos, en una mezcla
de expectativa y de desafío. ¿Y ahora
qué? ¿Qué pasa? ¡¿Ah?!
Escuché mi voz preguntándole: ¿Vo´
soi chileno...? (Los puntos suspensivos ilustran un
gueón, dicho casi imperceptiblemente).
El tipo pareció recibir un golpe en su interior.
Se le abrieron los ojos y la mandíbula colgó
inerte. En un intenso intertanto trató de comprender
mi presencia... hasta que cayó en cuenta. "¡Cumpaare!",
exclamó.
Nos abrazamos... dos chilenos en la India de esos
años. Una India en donde el papel confort se
compraba en las farmacias, como si fuera una medicina,
y para las llamadas de larga distancia había
que esperar horas en el correo de algunas de las ciudades
más grandes. Una India tan aterradora como
fascinante. Intercambiamos presentaciones amontonadas
y frases confusas.
Vivía en un galpón del ejército
de salvación, donde unas monjas aliviaban el
mal pasar de los occidentales indigentes con una comida
al día y un colchón de paja en la noche.
No tenía más ropa que la puesta. Apenas
caminaba sobre unas sandalias de mala calidad. "Mis
pies", dijo y los miró, "por andar
a patapelá me entraron unos gusanos... Las
monjas me los sacaron uno por uno con pincetas mientras
me echaban desinfectante, aullé como lobo".
Y eso no era todo; una infección ameboidal
al estómago lo tenía a punta de sopitas.
Pensaba tranquilizar el hambre que lo asediaba no
bien vendiera el hashish que acababa de ofrecerme.
Que no se preocupara, le dije, y de un palmazo en
el hombro lo invité a entrar al restaurante
enfrente de nosotros. Nos sentamos. "Yo, sopita
no más", dijo tocándose el estómago.
Mientras esperábamos la comida sonreíamos,
tratando de acostumbrarnos al repentino parentesco
que nos infundía la India. Su manera de hablar
el chileno develaba poco a poco un personaje para
mí muy reconocible... el poblacionero santiaguino,
el de las viviendas repartidas por la CORVI a principios
de los sesenta. Lo vi merodeando en esas canchas de
fútbol domingueras, sembradas de piedras y
generadoras de fieras grezcas. O jugando plata al
crapito con un lote de bacanes bajo un poste de luz.
El rostro duro, ligeramente aindiado (de indio chileno)
capaz de echar la bronca al que se pasara pa´
la punta. El cuerpo a la vez relajado y listo para
defenderse como gato de espaldas, si las circunstancias
lo llegaran a exigir.
Le expliqué que yo era de la (población)
San Joaquín. Me observó intrigado. Mi
origen no calzaba con la aparente opulencia señalada
por mi turismo en la India, mi enorme cámara
fotográfica y mi pareja danesa. Preguntó
con cuidado: ¿Esa que quedaba detrás
de la (población) Victoria, por el lado del
Zanjón (de la Aguada)? “Esa misma”,
respondí. Sonrió complacido... “yo
era de la (José María) Caro”.
Desde mi punto de vista era él, el que vivía
detrás de la Victoria. Reímos. Y yo
le conté, que cuando cabro chico, con mis amigos
nos colgábamos en los buses Mitsubishi desde
el Matadero de Lo Valledor, pasando por el aeropuerto
Cerrillos, hasta el centro de la Caro. Hizo un gesto
giratorio con la mano empuñada, que aludía
con claridad a las manillas de alambre, que los cabros
medios pelusas usaban para abrir las tapas del radiador
en la parte trasera del bus; las aperturas permitían
agarrarse del vehículo con relativa comodidad.
Nos divertimos un rato comentando nuestras respectivas
"poblas", esos duros universos de la infancia.
Finalmente hice las preguntas que tenía a la
espera: ¿Qué pasó? ¿Cómo
fue que llegaste aquí?. Y él apretó
un poco el ceño, mirando dentro de sí
y hacia atrás en el tiempo: Lo que pasa es
que yo... dejó esperando la frase un momento,
y luego la soltó: Lo que pasa es que yo soy
un gueón, que le gusta hacer lo que se le para
la raja, ¿cachai...?
Se le iluminó el rostro al llegar la sopa.
Su relato comenzaba casi simultáneo a mi llegada
a Dinamarca, cuatro años atrás, pero
en alguna ciudad de España. Jugando dinero
a las cartas se había enredado en una riña
a cuchillazos con unos gitanos. Se ladeó un
poco mostrando el costado derecho; surcado por enormes
cicatrices, de las cuales yo no me había percatado
antes. Desangrándose y al borde de la muerte
fue internado en un hospital. Un día se aparecieron
unos policías españoles al lado de la
cama, indagando acerca de los cuchillazos y su visa
vencida. Haciéndose el gueón-enfermo
evitó responder. Pero apenas se sintió
más o menos, dejó la cama y el hospital
sin informar nada a nadie.
Le escribió a una hermana en USA, y ésta
se puso inmediatamente en campaña y luego de
unos días le confirmó, que habría
un pasaje para él, para USA, esperándolo
en una agencia de viajes de Londres, desde donde le
salía más barato a ella comprar el pasaje.
Gracias a su habilidad con las cartas y dados pudo
finalmente hacer la plata para un pasaje a Londres,
y se fue al aeropuerto convencido de que la policía
española se iba a alegrar de constatar, que
un extranjero problemático dejaba voluntariamente
el país. Sucedió eso y algo más...
si, se alegraron de su salida, pero también
le pasaron una multa que lo dejó pato y le
pusieron un timbre de deportado en el pasaporte. Portador
de esa flamante constelación; pato y deportado,
llegó a uno de los aeropuertos ingleses, entonces
y ahora entre los más restrictivos de Europa.
Por supuesto que no lo dejaron entrar. Y cuando alegó,
que él no se iba a quedar en Inglaterra, que
en unos días una agencia de viajes londinense
le entregaría un pasaje a USA, el intérprete
le cedió sonrisas flemáticas, indicadoras
del reconocimiento de la historia. También
le pusieron un timbre en el pasaporte, no de deportado...
“pero algo así como una especie de timbre
de patá en la raja”.
Los mismos policías españoles, que tan
complacidos lo hubieran despachado anteriormente,
lo vieron llegar de vuelta. Más que ligero
lo subieron a un avión de Alitalia, supuestamente
con destino a Chile. Pero por alguna incompenetrable
razón el capitán lo bajó en Roma.
Los funcionarios italianos examinaron el pasaporte,
discutieron entre ellos, hasta que uno tomó
violentamente la iniciativa y lo instaló, después
de timbrarle el pasaporte, en un avión a Grecia.
Los griegos rompieron el repetitivo esquema, no le
timbraron el pasaporte, lo sacaron del aeropuerto
y lo llevaron en jeep a un puerto, en donde lo subieron
a un barco que, después de unos días
recaló en un lugar insólito, algo que
le pareció de otro planeta; Turquía.
Un compadre turco, un italoparlante de entre los marinos,
le advirtió que los pacos turcos lo iban a
meter a la cárcel... y en la cárcel
se iba a tener que poner en cuatro patas, por las
buenas o las malas. El compadre turco lo ayudó
a salir de la zona portuaria sin mostrar el pasaporte.
Una paleteada que vino a significar ilegalidad migratoria
en un país recontra peligroso.
Se sentó en un roquerío adyacente a
una hermosa playa, y contempló por horas el
mar que lo separaba de una Europa ahora inalcanzable.
A estas alturas detuvo el relato y me miró
con fijeza. "¿Y sabe qué más
compadre?", me dijo, "caché que no
me quedaba otra que irme a la chucha!".
Y efectivamente… se fue a la chucha, se adentró
en Turquía, siempre desplazándose hacia
el Oriente, mendigando, haciendo pololos y movidas
de todo tipo. Meses más tarde, junto a unos
matuteros turcos, con los que casi se murió
de frío en un paso montañoso, entró
a Irán. "Buena onda los iraníes",
rememoró, "me trataron el descueve por
ser chileno".
Ya no podía evitar seguir yéndose a
la chucha. Una especie de ineludible llamado del Oriente
lo atraía irresistiblemente. Estuvo casi dos
años en Afganistán, en esos días
un oasis de paz. En vía hacia la India se mandó
tan sólo unos obligados meses en Pakistán.
"Que cagá de país ese, compaaadre",
dio unos golpes afirmativos en la mesa... "la
India con toda sus rarezas es linda al lado de esa
gueá".
Mi pareja, que estaba embelezada con el relato, que
transformaba nuestro viaje en un paseo dominguero,
nos tuvo que dejar; dentro de pocos minutos y a un
par de cuadras del restaurante comenzaba su clase
de yoga.
La obscuridad húmeda del interior del local
nos protegía del sol de la calle. A nuestro
alrededor los indios fumaban esos puchos verdes como
pitos de yerba; otros se llevaban aliñados
revoltijos de arroz a la boca usando los dedos de
una mano, siempre la derecha. Nos contemplaban con
esa abierta curiosidad, a la que tanto costaba acostumbrarse.
Ni una sola mujer. Lo observé mientras fumaba,
sujetando el pucho entre los dedos pulgar e índice,
a manera de tenaza, y lo vi en algún lugar
de la Caro, su pobla, a todo sol y con la cordillera
de fondo... un quiltro capaz de sobrevivir lo que
se le viniera encima. Un patiperro chileno.
Pero los meses en la India no habían pasado
sin dejar sus buenos surcos. "Es choro este país",
dijo suspirando profundamente, "pero puta que
es duro". Si… era hora de dejar de irse
a la chucha. "No quiero más guerra, compadre",
confesó con cansancio. Los golpes definitivos
se los habían asestado los gusanos en los pies
y la infección estomacal. Y una primera y aparentemente
inocente nostalgia había devenido en acosadora
angustia... ¿y si nunca más volvía
a Chile? "A lo mejor fue por eso que me lo encontré
a Usted, compadre", agregó riéndose
un poco de sí.
Con una pequeña plata que recibiera de unos
yankees, ”los más paleteados y ayudadores”
de entre los turistas, llamó desesperado y
sin hacerse ilusiones a la embajada chilena en Nueva
Delhi y le explicó su situación al cónsul,
que, para su gran sorpresa, le dijo que volviera a
llamar en un par de días... que se transformaron
en dos semanas, ya que tuvo de nuevo que conseguir
dinero para la llamada. Finalmente el cónsul
le prometió que si lograba llegar a Nueva Delhi,
lo proveería de un pasaporte consular y lo
mandaría en avión a Chile.
Y en eso andaba... tratando de vender el hashish que
le regalara un compadre yankee, para hacer algo del
pasaje en tren de tercera clase a Nueva Delhi. Le
pregunté cuántas rupias necesitaba.
No bien me contestó, y con un agradecimiento
para mis adentros a las bondades de Dinamarca, puse
el dinero sobre la mesa y lo empujé con la
mano en su dirección. Gracias, respondió,
con ojos vidriosos de emoción que trataban
a toda costa de evitar los míos.
Salimos del restaurante y nos detuvimos en medio del
bochinche callejero. No lejos unas aves de rapiña
se disputaban algo sobre la caldeada tierra, seguramente
los restos putrefactos de alguna rata. Pidió
disculpas, quería irse inmediatamente a la
estación a comprar el pasaje a Nueva Delhi.
Me saqué la camisa y se la pasé con
ademán imperativo, para que la aceptara. Sin
decir palabra se la puso y abotonó cuidadosamente.
Acto seguido nos dimos un abrazo, que me pareció
extrañísimo, puesto que mi piel seguía
reconociendo la textura de la tela, ahora en el cuerpo
de él. "Compadre", me dijo, y se
puso una mano sobre la camisa a la altura del pecho,
"le juro que con ésta voy a entrar a Chile...
¡Y me voy a acordar de Usted!" Se volvió,
dándome bruscamente la espalda.
Lo seguí con la vista mientras sentía
un calor insistente sobre mi torso desnudo, vi que
doblaba el brazo derecho alzando el codo, como uno
hace cuando se seca la transpiración de la
frente o lágrimas de los ojos. Pero veníamos
recién saliendo de la frescura del restaurante
y no podía estar transpirado. Luego, cuando
ya la muchedumbre lo había absorbido, pensé
que pudiera ser, que se hubiera llevado la mano a
los ojos para protegerse del sol de la India... un
sol sin duda mucho más fuerte y quemador que
el chileno.
Copenhague, Abril de 2002.
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