Lagos Nilsson
deja Chile en 1974; vivió entre ese año y
1982, en México y Venezuela, países donde
publicó libros de poesía y ejerció
el periodismo y la docencia. Desde 1982 está radicado
en Argentina, país en el que ha publicado: Breve
historia del pensamiento social (Editorial Claridad, 1988);
Contracultura y provocación (Editorial Al frente,
1989); con Sylvia Vergara, también de Magallanes,
Breve diccionario del habla popular (Ediciones del Leopardo,
2002), y Corazón de la alquimia (publicación
conjunta entre Ediciones Nueva Generación y Ediciones
del Leopardo, 2003).
Como editor de la revista de política y cultura latinoamericana
Piel de Leopardo (www.pieldeleopardo.com) y director de
Ediciones del Leopardo, centra su interés en la difusión
del pensamiento crítico, las actividades de orden
cultural y la publicación de escritores latinoamericanos.
Un capítulo de Novela de
la lluvia
De cuando comenzó a llover de otra
laya en el
puerto de Las Velas de Nuestra Señora del Extremo,
y de qué modo lo hizo.
Estábamos acostumbrados. Los espíritus
de la lluvia siempre fueron puntuales y persistentes en
el Puerto de Las Velas de Nuestra Señora del Extremo
– o de Nuestra Señora de Las Velas del Extremo:
nunca estuvimos seguros–. No nos gustaban mucho, pero
tampoco odiábamos a los hongos que crecían
con la humedad en el patio de atrás; y era un espectáculo
ver como los seres de la mar la cambiaban de color: del
verde intenso, casi negro, al azul y tornándola después
un gris calmo y suntuoso los días previos al aguacero.
Desde luego que estos cambios nunca constituyeron parte
de la escasa atracción que Las Velas podía
ofrecer a las corrientes turísticas que, de vez en
cuando, desembarcaban para tomar la carretera –o el
ferrocarril– a Calatrava, en el interior, donde los
casinos y unas dudosas aguas termales –para no hablar
de las felinas de diverso pelo que trabajaban con o para
los concierges de los hoteles de turismo– se hacían
cargo de sus falquitreras y tarjetas de crédito.
Durante unos buenos tres meses lluvia era todo el paisaje
de la comarca. Estábamos acostumbrados, no nos inquietábamos.
Abril, Mayo y Junio: temporada del agua. Entonces las faldas
de Paternostri no dibujaban caprichos ni lucían esos
colores que la caída del sol solía pintar
sobre sus piedras durante la estación seca.
Estábamos acostumbrados, digo, a que los espíritus
de la lluvia asomaran cabalgando desde el Sur-Este, sobre
los árboles antiguos de la Selva Fría del
Norte, como racimos de nubes poderosas y solemnes que a
partir de fines de Marzo se enseñoreaban, limitando
la vastedad del horizonte y la línea del cielo.
“Llegó el Otoño”, noticiaban en
el boliche de los Venancios. “Abril, aguas mil”,
respondían las viejecillas que iban a comprar o vender
huevos de pata (los mejores para hacer tortas y queques,
como sabe todo el mundo). “Esto no será nada,
el treintiseis sí que llovió”, coreaba
algún contertulio; los más memoriosos entre
los asistentes asentían con sus potes de cerveza
o arrojando la colilla por la ventana abierta. Estábamos
acostumbrados a la lluvia. ¿Por qué iba a
alterar nuestra rutina de generaciones?
Acostumbrados a que la lluvia velara tanto la Isla Niebla
como los Corales de la Sirena Mayor, no hicimos caso de
signos ni de profecías. Lluvia es lluvia, viene y
pasa; los signos no los entiende nadie, las profecías
se hunden en el tiempo-que-fue: asuntos de memoria (de la
memoria), de las beatas del pueblo, de los cureros a la
salida de misa de 8 los domingos.
Profecías y signos querían decir las discusiones
de los gnósticos, que se reunían los Jueves
en la sala pequeña de la sucursal del Club de Escribanos
de Calatrava, agrupados en el Círculo de Estudiosos
de las Escrituras del Faraón Tehenab. Por esos días,
Biblia en mano, algunos protestantes dedicaban su tiempo
al análisis de semejantes cosas. Pero nosotros –la
mayor parte, imagino– no hicimos caso. A lo largo
de las generaciones fuimos muy porfiados. Las Velas había
sido fundada y destruida y vuelta a fundar tantas veces
que la idea de un desastre era sin duda algo desagradable,
mas conocido. Un desastre, por ejemplo, fue la erupción
del Paternostri en tiempos de don Alfonso de Bravo; sólo
que había ocurrido demasiado tiempo atrás
y cuando comenzó a llover, sólo comenzó
a llover, no sé si me entienden, así que,
como todos los años, los espíritus de la lluvia
dijeron ¡hola! o como quiera que digan y el cuatro
o el doce de Abril amanecieron los tejados cantando su canción.
Como ocurriera en otras temporadas –como había
ocurrido en todas las temporadas anteriores–, nadie
se sorprendió. Estábamos preparados, aperados
y en guardia, como siempre. En Las Velas no nos rasgábamos
vestiduras por modas y novedades; por lo menos no por todas
las novedades; era muy difícil encontrarnos con las
manos bajas.
El mosto se enfriaba en las bodegas energizándose
dentro de los toneles, esperando los santos de Junio y Julio,
cuando los abríamos y bebíamos a partir de
la noche de San Juan –onomástico de Juan Bartolo–.
En las despensas teníamos harina, tocino, saquitos
de te, café, leche en polvo, porotos, cochayuyo seco,
jaleas de frutilla silvestre, de calafate y ruibarbo, castradina,
jamones de cerdos blancos y de cerdos rojos y de cerdos
overos, manjar blanco, queso, ajíes, pescado seco
y pescado salado... En fin, lo necesario para dejar transcurrir
con dignidad la siesta peculiar de nuestro Invierno. Algunas
mujeres y unos cuantos pescadores, además, terminaban
aprisa de tejer las últimas bufandas y los calcetines
gruesos de lana cruda.
Al principio fue como siempre. La temperatura debe haber
bajado de su media de 24º al frío tremendo de
unos 16 o 17 grados, quizá aún menos en las
madrugadas. Eso estaba previsto. En el puerto funcionaban
todos los televisores y un par de semanas antes el coaxial
de la antena comunitaria se había revisado a conciencia.
Desde que en el 77 se inauguró el sistema de retransmisiones
desde Calatrava, nos habíamos hecho adictos a la
cajita mágica y apenas las lluvias decían
¡presente!, nos pegábamos a ella. No porque
los programas fueran buenos: sólo que había
películas de vaqueros, policiales, algunas de piratas
(por lo general nos daban más risa –una risa
penosa de vergüenza ajena– que producirnos emoción),
y también las musicales y esas tontas historias de
amor, que al menos eran útiles para poder los varones
escabullirnos a la tertulia donde los Venancios o, si no
llovía demasiado, a casa de las niñas para
charlar un rato. En los últimos dos o tres años
se había puesto de moda el género espacial,
que nos divertía un poco más. Los hijos, sobrinos
y entenados tenían sus programas por la mañana:
instructivos, dibujos animados y esas cosas. Al mediodía
y por la tarde había noticias, pero la verdad es
que no nos importaban mucho, no por nada especial, sino
porque la mayor parte de los habitantes de Las Velas jamás
tuvo ganas de abandonar la caleta, a excepción de
cuando llegaba el momento de una destrucción; sin
embargo, todavía en esos casos las familias más
antiguas resistían: sólo los nuevos ignoraban
el Pacto y se iban. Muchos terminaban regresando, sabían
que al dejar de ser nuevos ya no se irían. Las Velas
siempre se reconstruyó y refundó. Lo habíamos
hecho seis veces, tal era el sentido del Pacto.
Sucede, cuando uno no tiene ganas de irse de un lugar, que
con lentitud, pero con seguridad, deja de inquietarse por
el resto del mundo y hasta los sitios más próximos
adquieren patente de lejanía. O de extrañeza.
Ese no era el caso, desde luego, de Calatrava. Las autoridades
de la Puebla de los muy Santos de Calatrava se habían
aficionado a molestarnos desde que fuera elevada al rango
de ciudad capital de los territorios de la Capitanía
General de los Confines, por Carlos III, y quizá
por ello desde entonces se complacían en enviarnos,
cada tanto, una serie de personajes que nunca nos comprendieron,
como algunos jueces –otros con rapidez se aquerenciaron
entre nosotros–, ciertos profesores de historia, sacerdotes,
jefes del Registro Civil y, por cierto, casi todos los oficiales
del Cuerpo de Guardacostas, uniformados incapaces de aprender
las leyes más elementales de la más que centenaria
tradición heroico-marinera velense.
Fue común que esos funcionarios u oficiales se aliaran
con el encargado de Aduana, formando un equipo clandestino,
sórdido, miserable y siniestro sólo comparable
al de los inspectores de Impuestos Internos, que aparecían
sin falta a fines de Noviembre.
Llovió, pues, como de costumbre. Una lluvia lenta
y pesada por las tardes, bailarina y fresca durante la noche,
poco más que llovizna a la mañana. La cosa
iba bien: todo normal. Es hasta probable que nadie se hubiese
dado cuenta de que cosas raras estaban pasando si el Itelvecio
Luciano Changa no hubiera dado el primer tirón a
la cuerda de la campana de las alarmas.
De Corazón de la Alquimia
No es un perro
Acezante no es un perro con salario de
huesos
el hombre / Su vida trata de un lento aprendizaje
de una espera
Permanece desnudo / terrible en tanto abreva a solas
cuarzo y metales
Un buitre acecha al profanador / al incendiario que construye
su nido de ceniza muerta
en el alcanfor de los iniciados (extraviados o asfixiados)
Theleme consigna estructuras de fatiga y cieno:
no nos pertenece ni risa ni olvido
Tal vez llanto, espectros y oportunidades
de navegante arrastrado
Es uno el solitario a la deriva de los espacios
Es uno el que nombra astros y ocasos / muerde abismos
golpea muros, fracasa para fracasar de nuevo
hiriéndose con la propia mano afilada
Es uno el rey que no duerme ni está
despierto
Uno el perro que perdió su salario de huesos
Conocer el sueño
Acariciar la muerte / robarle su abrazo
a la castigada palabra
Dormir nombres de olvido / capítulos aprendidos y
borrados
idiomas que se fueron, y recuperarlos
Asesinarla en un día calmo / mirarla por siempre
Nada corrompe al
que duerme / Pero el silencio
del mercurio no es el alma de la inmovilidad
¿Serán tu alma esos cursados infinitos
que separan y juntan los absurdos
tristes dominios de la forma en el veneno?
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