Carmen
Bonifacio Nació en Santiago de Chile de una madre
chilena, artista, y de un padre siciliano, doctor en
filosofía. Actualmente vive en Canadá hace veintisiete
años.
Ha sido profesora de idiomas en España, Italia
y Canadá.
Su Novela "A Poto Pelao", cuya trama se desarrolla
en Montreal, fue presentada en diciembre del 2002 en
la Feria Internacional del libro de Guadalajara, México.
Publicada en versión castellana por la Editorial
Conexión Gráfica de Guadalajara.
Este año presentará, en diciembre del
2003, en la Feria Internacional del libro de Guadalajara,
México "Verás que todo es mentira",
una novela también en versión castellana,
que será publicada por la misma Editorial.
La historia
de Eusebio Jaramillo
CAPITULO III
La historia de Eusebio
Jaramillo me dolió, él había
vivido toda su vida en un campito cerca de Chillán
trabajando duramente como peón desde chiquillo.
Huaso del proletariado chileno. De estatura media,
moreno, de pelo liso, labios bien diseñados,
apretados, mirada melancólica sin horizontes
y un caminar pausado. Dedicado e implicado hasta las
masas, con cuatro hijos que cuando crecieron lo ayudaban
a trabajar la tierra, vendiendo sus hortalizas para
vivir. Construyó una familia vigorosa y clara.
Le gustaba el traguito y se le pasaba la mano cuando
se reunía con sus compadres. Cada vez que esto
sucedía y tardaba en llegar su casa, sus hijos
partían a buscarlo. Sabían muy bien
que lo encontrarían en una reunión de
trabajadores, luchando por el bienestar de los campesinos.
La Goya, como le decían
a Gregoria, su esposa, también lo ayudaba a
trabajar, y se lo pasaba canturreando mientras lavaba
ropa ajena para incrementar el presupuesto familiar,
en una artesa que le había construído
Eusebio con una madera que le habían regalado.
¡Las escobillas se las hacía su marido
también! Tenía un rostro de facciones
muy armónicas, su piel cuidada solamente con
el agua fresca y pura del campo. Nada había
alterado la riqueza de su textura natural. Bajita,
cojeaba un poco, porque su padre había golpeado
a su vieja cuando ésta la esperaba a ella y
el parto había sido miserable para la pobre
mujer.
A ella no le gustaba
nada que su marido fuera a las custiones políticas
como las llamaba. Decía que eran tonteras,
que inventaban los hombres para pelearse y para la
gente que sabía leer y escribir. Discutían
mucho sobre el tema, pero Eusebio le argumentaba diciéndole
que lo dejara de huevear, que había una justicia
por la cual había que luchar sin amedrentar,
si no, nunca llegarían a destino. Tenía
la sabiduría que se adquiere solo en la tierra
y el cielo despejado. Eusebio odiaba a los que odiaban.
Andaba diciendo que no había que combatir a
los ricos para ganar batallas, sino que había
que unirse a ellos y desarmarlos tocando sus almas
sin agresividad. Enseñarles con nobleza lo
que ninguna iglesia había tratado de hacer
hasta el fondo, hasta el compromiso que da miedo.
- Odiar por odiar, decía, ¡no, no está
bien, no estoy de acuerdo! Los resentidos son los
que quieren avanzar odiando y con revanchas pero el
progreso no se engendra así. Hay que ponerle
el hombro a la vida, pero con dignidad y humildad.
Odiar es perder le repetía a menudo a sus hijos.
El pensamiento que
tenía sobre la vida era como sus cebollas y
sus lechugas: simples, plantadas en tierra segura
y consistentes. Su sabiduría inconsciente y
su gran sensibilidad, lo mantenían siempre
de pie, honrando la vida. Nunca se quejaba, le gustaba
despertar al alba, acudir a sus citas con el sol de
la mañana y gozar mirando un fruto en el árbol,
al amanecer. Eusebio era un romántico, pero
no lo sabía; en su medio no se hablaba de eso.
Simplemente lo vivía, lo sentía. Político
innato, lo ignoraba también.
El Cardenal Silva
Henríquez, después de mucho haber trabajado
en la época del presidente Alessandri, convenció
a muescas y remuescas a los ricos propietarios de
la tierra de entregar un pedazo de ella a los trabajadores.Esto
constituía apenas un pasito adelante para el
campesinado chileno. Se vislumbraban esperanzas para
crecer, que marcarían sendas de seguridad y
protección para el futuro. Se perfilaban verdaderos
cambios en la agricultura. Este proceso lo profundizó
el presidente Frei, y por supuesto, con el presidente
Allende se coronó. Esta revolución,
conocida como la reforma agraria dignificó
a los campesinos.
Eusebio se sentía
feliz con ese tremendo vuelco en el medio agrario.
Los brotes nuevos de cada verdura serían compartidos
con sus hijos y sus nietos. Se sentía contento,
como nunca recordaba haberlo estado, esperanzado,
ilusionado, con el triunfo del presidente Allende.
Cambió su actitud, nació en él
la energía, mirando a los ojos directamente
y con fuerza. Comunicaba más y expresaba con
los suyos, silbaba melodías y tarareaba canciones.
Se veía confiado y escuchaba en el tocadiscos
de sus patrones, una música con textos que
hablaban de sus vivencias, de sus pesares, de sus
sentires que sin saber por qué, a él
le llegaba a los huesos.
Llegó a saltar
de gozo cuando supo que dos de sus hijos se irían
a estudiar para aprender y progresar como hombres
luchadores e idealistas a la Universidad Obrera Campesina
que venía de crearse. Una universidad popular
que facilitaba a todos los que no habían terminado
sus estudios por falta de medios, ir a aprender después
de sus faenas. Ofrecía una oportunidad a las
familias y un horizonte nuevo para los obreros chilenos.
El DUOC equivalía a las escuelas de temporada
que se abrieron en Temuco, por los años cincuenta,
entre cuyos fundadores se encontraban: Francisco Galdames,
Rubén “Chato” Azócar, presidente
de la asociación de escritores de la época,
Israel Roa, el pintor, el profesor Manquilef, un intelectual
mapuche, y un profesor de filosofía italiano,
mi padre.
La tierra ofrecía
a Eusebio y a los suyos nuevas posibilidades. Florecían
sus campos sus ilusiones y sus sueños. Cuando
los camioneros que representaban la oposición
se unieron a la huelga con León Vilarín,
alias León Pillarín, quien llevaba el
pandero, los problemas en el país, que ya eran
muchos, aumentaron a lo largo de nuestra sufriente
tierra, poniéndose cada vez más crítica
y peluda la situación pública. Los partidos
de gobierno, que proliferaban en cantidades industriales,
no llegaban a ningún acuerdo entre ellos, ni
mucho menos con la oposición. El boicot de
los que tenían el poder económico comenzó
a sentirse cada vez más fuerte a lo largo del
país, y a Eusebio que también lo afectaba,
comenzó a reunirse con sus camaradas con más
frecuencia para trabajar arduamente en el intento
de curar las heridas sociales y económicas
que se estaban produciendo en un país que había
mantenido por largo tiempo sus estructuras democráticas.
El once de septiembre
de 1973, estaba nublado, fresco y las flores comenzaban
a renacer en Santiago. El invierno moría. La
primavera que se preparaba en todo su esplendor, para
acariciarnos coquetamente ofreciéndonos las
primeras brisas tibias de la estación tan esperada,
nunca llegó.
El golpe había
interrumpido la voluntad en toda la nación.
El nacimiento de los brotes de la tierra también.
Eusebio no lograba conciliar el sueño, y cuando
lo hacía tenía pesadillas, despertaba
agitado y con miedo. Presentía algo en sus
venas, su animal dormido rugía de ansiedad,
con la intuición desnuda del que no lee, del
que no escribe. Con la información de la autoridad,
ausente. Eusebio no quiso nunca más escuchar
la radio, teniendo como única fuente de noticias
sus propias tripas. Evitaba hablar. Evitaba escuchar.
Sus orejas se enteraban a pesar de él, de los
últimos acontecimientos por otros trabajadores,
por sus hijos, o por algunos vecinos Las noticias
en ese momento iban y venían, como regadero
de pólvora. Eusebio escuchaba ausente, sin
decir una palabra, en su reserva hermética,
en la duda, en el miedo, en la incertidumbre de lo
que venía. Se calló y no quiso pronunciar
ni una sola palabra más. La Goya le daba de
comer, él dejaba su plato intacto. Sus compañeros
lo esperaban cada día, lo llamaban, lo reclamaban,
lo venían a buscar para reunirse con él.
Eusebio cerró las puertas del contacto humano
dejando estelas de desilusión a su paso. Nadie
lo pudo sacar de su silencio.
Cuando los militares
atiborraron las callecitas del pueblo, sembrando pánico,
la inseguridad había inundado el alma de Eusebio
y la de muchos más. Su brújula de sol
y de fe se había roto. Sus amigos le aconsejaron
de ir a esconderse:
- Te buscan. Nos preguntaron por ti, qué dónde
estabai, le dijeron. Goya comenzó a llorar.
Rogándole que se fuera a algún lugar
recondito le dijo:
- Yo voy a responder. Yo y nadie más que yo
tomaré las riendas de esta casa en mis manos,
así como sabemos hacerlo las mujeres de este
país. Para que nos puedas proteger a nosotros,
ándate … arráncate … sálvate
mi viejo.
Con cincuenta y seis
años, Eusebio nunca había aceptado negociaciones.
Evadirse de los hechos para él era alejarse
de las convicciones que llevaba tatuadas en sus vísceras.
Después de muchas insistencias aceptó
transplantar su cuerpo y su sombra, prometiéndole
a su familia, con los ojos enrojecidos por el insomnio,
volver con los bolsillos llenos de libertad. Antes
de partir echó una última mirada a su
casita de adobe, recorriendo todos los objetos que
en ella había : su cocina a leña, sus
herramientas, sus ojotas y su banderín tan
querido del Colo-Colo, su equipo de fútbol
preferido colgado de una pared. Cerró sus ojos
y se quedó así por largo rato, callado,
sin decir una palabra, acarició con sus lágrimas
a su perro y con una mano fuerte, curtida, llena de
huellas fértiles, tocó el hombro izquierdo
de su Goya dejando todo su amor para que lo repartiera
entre sus hijos.
Lo mantuvieron escondido
en diferentes lugares, se lo llevaron de pueblo en
pueblo como un peregrino y así fue como llegó
a Santiago. No se acordaba como eran las micros. Casi
ni las conocía. Se había subido a una
en su vida, para ir de un pueblo a otro siendo muy
jovencito. No conocía Santiago, ni sus chamullos
capitalinos, ni las veredas, ni el smog. Nunca se
le pasó por la cabeza que alguna vez iría
a la capital. No le interesaba conocerla, desconocía
los mitos, los clichés, las ideas estandarizadas
y las miserias de las grandes ciudades. Encontró
que la gente caminaba diferente. Todos pálidos
y gestos de preocupación en sus caras. No le
gustó esa jungla. Tiempo después, comentó
que en Santiago se hablaba como lo hacía el
ño’ Gacitúa, un huaso de Cauquenes
al cual había conocido cuando le arregló
la montura de su caballo. Su patrón se lo había
ordenado “para que el señor fuera a galopar”.
Una pensión
santiaguina lo refugió hasta que sus compañeros
se lo llevaron al aeropuerto de Pudahuel para embarcarlo
en un avión. Como un niño golpeado,
abandonado y con su emoción boicoteada se subió
sin mirar atrás ni una sola vez. Las personas
que lo llevaron hasta el avión le prometieron
contactarse con los suyos, allá en el campo,
asegurándole que ellos jamás los abandonarían.
Él tampoco olvidaría jamás a
los que habían quedado lejos, más atrás
que la distancia real. A la misma azafata que le abrochó
el cinturón le dijo que no cuando le llevó
su comida. Se hundió en el caliente infinito
de su propio cuerpo.
Amnistía Internacional
lo esperaría en el aeropuerto de Dorval. Ya
en el avión, había comenzado a escuchar
multi-acentos. Durante el viaje alguien le avisó
que su valija estaba mal cerrada y que sus enseres
caían. Caían, como un niño que
llora cuando se cae. Con una mirada agonizante dió
las gracias sin comprender lo que le habían
dicho. Eusebio encerrado en su mundo añoraba
estar aunque fuera atado y con barrotes, en su casa,
para sentir la libertad. El infinito azul del cielo
lo encarcelaba.
Vestía un pantalón
color café de fibra, una camisa muy limpia
de cotelé de color azul gastado, zapatos negros
con cordones, testigos de pasos fértiles que
quedaron sepultados en la tierra traicionada y un
vestón a cuadritos ni gris ni marrón,
con tenues líneas negras. En la mano llevaba
una manta de castilla negra, cómplice incondicional
de sus noches cordilleranas.
Fue el último
pasajero que descendió. Caminó, caminó,caminó.
Mientras el desconocimiento del “cosmopolitismo”
le hacía zancadillas y lo abofeteaba, voces
del norte lo invadían. Sinfonía de olores
y ruidos nuevos lo acogían, siluetas humanas
de colores diversos danzaban ante sus ojos. El frenesí
de los motores en marcha dejaba estrías corrosivas
en sus tímpanos de barro. El modernismo exuberante
lo quebrantaba. La civilización lo hería.
El brillo arrogante y frío de los pisos contrastaba
con su alma tibia, se sintió manoseado, violado,
vejado en un contexto desenfadado, sin tradiciones.
La atmósfera lo había desnudado sin
respetar el pudor de su alma.
Aturdido, despiadadamente
torturado en su caos, nadie pudo escuchar el grito
de su garganta sureña. Congeladas las lágrimas,
con su mirada de greda en la nada, atravesó
el túnel, que como el suyo propio se acercaba
poco a poco a su fin. Intentó llegar hasta
las ventanillas de los agentes de inmigración,
pero sus piernas se habían rebelado, negándose
a avanzar. La ausencia de raíces en el nuevo
capítulo de su existencia, agredía la
sensibilidad de su universo.
Uno, dos, tres y así
sucesivamente la gente transitaba por su lado. Pasó
mucho tiempo sin que nadie se interesara en saber
quien era él. Tres hombres entraron a la zona
de los recién llegados horas después,
cuando todos los pasajeros del avión habían
salido. Ahí de pie, al lado del carrusel de
equipaje que daba vueltas y vueltas cantando un himno
de bienvenida, un hombre solo, paralizado, sepultaba
desgarradoramente su historia.
- ¡Monsieur!, ¿Monsieur Jaramillo?; ¿Monsieur
Jaramillo?
Nunca respondió.
Lo internaron en un
hospital y los doctores hablaron de un estado de choc
violento, de traumas, de terapias y de medicinas.
Su origen caliente se había negado a negociar
con el destino incierto. La arritmia de su angustia
lo había enloquecido. Le administraron todos
los tratamientos probados por la ciencia. No los necesitaba.
Cultivador de la tierra,
rey de siembras y cosechas, artista de flores y de
repollos, Eusebio no logró jamás su
propio transplante. |