Yo no puedo compartir esa majadera idea de algunos
en el sentido de no creer que podamos ser mejores. No creo en el
discurso de “lo real”, de “ser aterrizado” o
de “tener los pies bien puestos en la tierra”, porque
eso simplemente es un discurso en el que la tierra de la que se
habla es la misma que se cuela en los zapatos rotos de muchos niños
en nuestro país
e inspira las letanías que nos enseñan para encorvar
nuestras cervicales a fin de que miremos el suelo y ya ni siquiera
osemos enderezarnos a ver lo que podría haber en el horizonte
ni mucho menos en el cielo. Es un discurso que busca inmovilizar
ya no las manos y los brazos de los que quieren construir una nueva
sociedad, sino sus almas, sus voluntades y hasta su propia capacidad
de soñar.
Nos quieren convencer a través de todos
los medios posibles de que somos todos igualmente egoístas
y moralmente mediocres, de que todos finalmente optaremos por nosotros
mismos y de que todos estamos hechos de una misma naturaleza egoísta
que, a la hora de la verdad, nos hará vender los principios
y abandonar a los más desafortunados. Es un discurso coherente
y lógico, masificado a través de los medios de comunicación
controlados por el capital, para convencernos de que también
somos como ellos: egoístas, monstruosos, dispuestos a repartir
hambre y miseria si nos beneficia, aunque, por cierto, somos diferentes
en el hecho de no ser parte del exclusivo grupo de los controladores
económicos.
Es un mensaje en donde nos dicen: “Ustedes
son igual de perversos que nosotros, solo que además son
pobres; si pudieran ser nosotros y aplastar a otros como nosotros
lo hacemos, lo harían”. Ese discurso,
que tal vez sea un bálsamo para el resto de conciencia que
esas personas puedan todavía conservar, ante todo busca
que ni siquiera nos parezca sensato imaginar una sociedad mejor,
porque somos finalmente todos iguales en nuestro egoísmo
y en nuestra mediocridad moral.