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HIELO

 

Terminé de leer y miré a mi padre. Él no había terminado, estaba con la vista perdida en el vacío, con el rostro desfigurado. Los relatos de Ramiro distaban mucho de lo que a él le habían contado de su difunta madre Rosa y sobre todo de su abuelo. Preveía que su mundo se le vendría abajo. ¿Resistiría, ante el embate de esta dramática revelación, el inmenso cariño que siempre sintió por su abuelo y el entrañable recuerdo que del Tata Juan me manifestaba? Ya no existía el viejo ni su abuela para aclarar las cosas, para darle cabida a una defensa. ¿Qué sería de mi padre a partir de este día? Dejé de hacerme preguntas e hice que se pusiera de pie. Lo abracé con todas mis fuerza y pensé que se pondría a llorar desconsoladamente.
No oí que lo hiciera, ni que sollozara. Lo tomé de los brazos y lo alejé de mí para verle la cara; blanco como una hoja de papel, la vista fija hacia el vacío, la boca abierta. Estaba en otro mundo. ¿Cómo lo haría volver si con mi abrazo no lo logré?
Como un autómata se sentó en el sillón situado al lado de la ventana, tomó el cuaderno y se puso a leer el capítulo Teresa; había quedado pegado en el final del anterior. Terminó la lectura, cerró con ambas manos el testimonio escrito haciéndolo sonar como un petardo, se despabiló y tomó el citófono:
—Por favor, mándeme a la habitación una botella de whisky, dos vasos y un baldecito con hielo.
El silencio reinó entre nosotros hasta el momento en que suaves golpes a la puerta anunciaron la llegada de lo pedido. Me encargué de servir el licor para ambos y acerqué uno de los vasos al papá. Miró largo rato los hielos antes de beber pausadamente hasta terminarlo. Levanté el mío y brindé a su salud. La voz me traicionó y en vez sonar con un tono de alegría y optimismo como quería, sonó con un aire de tristeza y conmiseración. Mi padre rellenó dos veces su vaso antes de que me acostara; no sé cuantas veces más lo hizo después, porque el sueño me venció.
Mi celular nos despertó con el llamado de Rosario. Me costó trabajo disimular la voz traposa de trasnochado e inventar que estábamos en otra reunión y que iba todo bien. No había terminado y sonó el celular del papá con una llamada de mi mamá y él tuvo que actuar como yo. Al levantarme desparramé con los pies el cúmulo de fotocopias que al dormirme había dejado caer al piso; muchas hojas quedaron arrugadas y otras bajo la cama.
Durante el desayuno convinimos en no hacer comentarios aún y darnos tiempo para digerir tanta información recibida en tan poco tiempo; se suponía que al volver a visitar a Ramíz, que mi padre prefería seguir llamándolo Ramiro, debíamos tener las ideas claras y las opiniones seguras para evitar eventuales malentendidos con él, ya que serían temas inevitables.
En lo personal a esa altura habría preferido haberlas leído o escuchadas de a poco, tal como opinó originalmente allá mi padre. Preferiría haberlas oído directamente del abuelo, leyéndolas o improvisándolas a medida que fuéramos conociéndolo. ¿Estaría tan temeroso de morir esa noche como para anticiparnos tanto la entrega?