Hijo de diablo y diabla

Martín Faunes

DE COMIENZO, ELLA LA PASABA CALLADITA, mirando siempre a un lado y al otro.
Gacela acechada por el león, eso parecía. Y era linda, de verdad que era linda. Linda y distinguida, se las arreglaba lo más bien para demostrarlo a pesar de la falda del uniforme que, no obstante su dureza, ella hacía flamear descubriendo delicadamente sus piernas. Gacela acechada o asustada, no sé. Sí sé que iba siempre con sus ojos saltarines siempre atentos, quizá por eso a los pocos días ya sabía hacer de todo y todo lo hacía bien. Si hasta escribía con letra parejita y con tan buena ortografía. Lo digo con toda mi experiencia: profesionalmente era lo mejor del cuartel, aunque no por eso iba yo a aceptar algo como lo que me ofrecían.

"Asuma", dijo mi comandante, pero yo me negué. No sé si era o no mi obligación como decía él, pero continué negándome, y no me importó que me repitiera treinta veces que era una cuestión de honor. "No ha sido cosa mía", fue una de las pocas cosas que pude responder en la discusión, porque él no me dejaba argumentar amenazándome con cortes marciales y las penas del infierno. Pero yo tenía razón, no había sido mi culpa, todo lo contrario; era su culpa, su propia culpa. «Gato encerrado» andaban diciendo: una escribiente puede demorarse, pero no todas las veces, y cuando el gordo Moreno se atrevió a comentarlo, ya casi todos lo sabían. Se encerraba con mi comandante y ya no parecía la gacela asustada de los primeros días, pero yo igual me la quedaba mirando. Para mi fatalidad, mi escritorio estaba frente al suyo: escritorio para damas con un tablado para cubrirle las piernas.
Pero cómo ignorarla, si tras ese tablado, imaginaba sus rodillas blancas y una sombra más oscura hacia donde terminaban las medias.

Claro que mi comandante no tenía necesidad de imaginar nada, ella se encerrada con él, todos lo sabíamos. Por eso cuando vino con lo del honor y esas tonterías, sentí que era mi deber negarme. Me salió con que yo era el único soltero y que además no aceptaban madres sin marido en la institución, "si no, la enviarás a la cesantía, y será el sino que va a marcarte y te estará persiguiendo". Qué hacer, qué decir. En un momento de rabia me trató de homosexual, "lo que faltaba es que se nos llenara la institución de maricones", dijo en voz alta para que escucharan mis compañeros, pero agregó más bajo "sé que no eres maricón, he visto cómo la observas". Le respondí que no era ningún maricón y que si estaba soltero era por no dejar sola a mi madre. Y él, "te la llevas a vivir con tu vieja, para que aproveche de cuidar al nieto". Qué remedio. Podrán pensar que soy un simplón, pero eso no es tan cierto, se me habían terminado los argumentos; pero además, desde otro punto de vista, podría cumplir un sueño: rozar su piel por las noches antes de dormirnos, tal vez una caricia, un beso furtivo. Por qué no amor verdadero.

Todo el cuartel vino a nuestro casamiento, algo que no necesariamente me honraba. Tampoco a mi mujer que trató a las mujeres de mis compañeros con desprecio. Quizá esperaba ver allí esa noche a las esposas de los otros oficiales, pero ellas, por supuesto, no se presentaron. La torta la puso mi propio comandante que nos envió también un televisor de regalo, aunque puso en la tarjeta que era un presente de toda la unidad, algo que yo no creería.
Pese a todo, en la fiesta estaba como embobado. Feliz, pero embobado.
Embobado y borracho. A uno le hace falta a veces emborracharse para desenredar los sentimientos; así que borracho como estaba, aproveché para resolver el primero de ellos: secreteé para mi madre que mi novia estaba embarazada. La pobre cambió su expresión censuradora de todos esos días, para dibujar en sus ojos la ternura que poseen las abuelas: excelente; el otro problema no había cómo solucionarlo.

El comandante la sacó a bailar después del vals, y bailó con ella tres piezas seguidas, para entonces retirarse como un triunfador. Y es que él era realmente un triunfador. Mi comandante un triunfador y yo un payaso. Pero no tendría por qué seguir siéndolo: me acerqué a la que ya era mi mujer para tratar de arreglar el problema que de verdad me importaba. Ella estaba en la mesa de honor, tal como se sentaba en su escritorio frente al mío, pero nada había de la gacela asustada de antes; esta vez se me quedó mirando como las leonas que desafían al macho, y como nada me atreví a decirle, después de una pausa de horas, se recogió un poco la falda para que pudiera verle las piernas. Yo amaba sus piernas, pero no así, yo quería admirarlas con una sonrisa en su rostro, besarlas con una sonrisa en su rostro. Se las habría acariciado por noches enteras, por todos sus recovecos; en realidad por días y noches, por las tardes, temprano en las mañanas, pero no sin una sonrisa, no con esa mirada dura que yo no me atrevía desafiar ni siquiera con todo el alcohol que ya había tragado. Pese a eso, en el pequeño cuarto de residencial de la playa Las Cruces, donde pude llevarla, todo pareció enmendarse: mientras la observaba desde la cama, ella se desnudó, y luego, con una pequeña reverencia y el brazo extendido, dibujó un semi círculo horizontal con el dedo índice, para que entonces todo cambiara. No tuve tiempo siquiera de razonar ni de preguntarme si la ex gacela asustada había
lanzado acaso un encantamiento, porque mucho antes de eso, me rodeó entre sus piernas y se apropió de mí como boa con su presa.

Tuve noche buena aunque no por amor verdadero. De mi parte sí, lo reconozco, pero no de la suya: nadie me saca de la cabeza que no era al comandante a quien ella añoraba en esos momentos, nadie me saca de la cabeza que pensaba en él mientras la agonía del deseo empezaba a alcanzarnos. Qué importa, "el amor es de pasadizos oscuros", con eso me conformé. Me conformé, apenas con unas noches de amor y con mirarla. Todo eso terminó cuando nació el chiquillo. Me pidió mudarme de cuarto para poder criarlo mejor, eso me dijo, pero en realidad fue mi vieja la que lo crió, mi mujer se preocupó apenas de amamantarlo, mi vieja, de todo lo demás. Le tejió, le cambió pañales, le hizo camisitas; si hasta en su infinito amor de abuela jugaba a encontrarle detalles míos que no existían, que no podían existir. El amor es de pasadizos oscuros, eso me repetía reconociendo que pese a todo, ésos fueron buenos momentos, una época hermosa que se fue cuando ella terminó su período de descanso. Se reincorporó al cuartel y mi comandante la mandó a llamar para un dictado: gatos encerrados otra vez. Gatos encerrados de nuevo en nuestras vidas, pero qué era yo en su vida, qué era mi comandante. Perdí el honor. Todos en el cuartel lo sabían pero nada se atrevían a decirme. Mi esposa se encerraba en la oficina con mi comandante, y yo me quedaba en mi escritorio temblando de pena y de rabia, porque nada había que yo pudiera hacer. Un pobre cabo segundo está a merced de los oficiales, eso era algo que ahora se hacía más patente, y la evidencia se tornó aún más terrible cuando él, el maldito que la había embarazado, apareció conduciendo un auto nuevo y, mi mujer, al llegar a la casa por la tarde, me dijo muy contenta que mi comandante le había ofrecido su auto antiguo por tres chauchas para que le resultara más cómodo criar al chiquillo.

No pude contenerme, hice lo que habría hecho cualquier hombre común con el honor destruido. La golpeé... se fue al suelo tras la bofetada. Si mi madre que llegó con nuestro hijo colgando no me la quita, les juro la mato.

"No me vuelvas a poner la mano encima, desgraciado", así me dijo desde el suelo donde estaba, y donde se debió quedar para siempre. "Desgraciado", así me dijo, pero mi comandante no se atrevió a decir nada. Me citó a su oficina maldita y simplemente me anunció que mi mujer se mudaría a un departamento de su propiedad y que él comprendía mi actitud, pero que yo tenía que comprender la suya. Nada más dijo, nada más que hacer. Esa tarde mi mujer volvió a la casa en el auto viejo de mi comandante, que por lo demás, era un modelo de no hacía más de tres años, y comenzó a echar en él sus pinturas, su ropa y el televisor, mientras le pedía a mi madre que cuidara a su hijo por unos días mientras se acomodaba en su nuevo domicilio. Mi madre aceptó llorando. Ella para despedirse no dio más que un portazo.

Sin embargo el desenlace se vino muy pronto: al día siguiente, mi mujer se encerró con mi comandante desde temprano, yo en vez de desesperarme, le conté al gordo Moreno que ya no era nada mío, ni siquiera pariente. Para mi alivio, él se encargó de contarlo a los demás, el gordo Moreno no es de los que se guardan secretos. Pese a ello las cosas eran difíciles, cómo soportar impasible el ruido que hacía sus cuerpos al jadear y penetrarse o al hacer quién sabe qué otras cosas. Fue entonces que llegó el momento en que ya no pude seguir aguantando y me llevé la mano al cinto. Permanecí en guardia un par de segundos tras los cuales todos en la comisaría se me echaron encima para detenerme. En eso se quedaron mis intentos, sólo en eso. No así los de la esposa del comandante que, para mala suerte de éste, ingresó por la puerta principal de nuestra comisaría, la de Los Guindos, justo en el momento en que todos estaban preocupados de contenerme. No hubo quien la contuviera a ella entonces, y pasó por el corredor sin que la notáramos. Sin que lo notáramos tampoco, irrumpió en la oficina del maldito, nosotros sólo escuchamos dos balazos. Fui el primero en ingresar a la oficina, siento que no debería contar cosas como éstas, pero es que me parece necesario: ella estaba desnuda y a horcajadas sobre él, y él, sin pantalones, a pesar de la sangre que le manaba de la cabeza, conservaba en el rostro su mirada de goce.

Me hicieron mil cargos. Los oficiales superiores deseaban a toda costa inculparme. Por suerte no pudieron decir que yo los había ajusticiado, porque el gordo Moreno antes de que nadie pudiera evitarlo, dio de copuchento una versión a los reporteros que llegaron antes que los oficiales, y la versión que contó era la verdadera y me exculpaba, aunque a él lo perjudicó tremendamente en su carrera: dos meses preso y cinco años sin ascensos. Lo siento por él, aunque gracias a eso se salvaría mi vida. En cuanto a mí, me acusaron de traidor diciendo que yo le había avisado a su esposa. Complot, eso dijeron, y conocí de la tortura, pero eso es algo que no comentaré porque necesito olvidarlo. Me encerraron por unos días, tras los cuales, fui degradado y despedido. Yo me habría retirado de todas maneras aunque no tenía aún los años suficientes. Fue por eso que las vi duras, más que duras. Si salí adelante fue sólo por la ayuda de mi madre y por el amor que le tengo a ese chiquillo. Me doy tiempo, por eso, para ayudarlo en sus tareas y traerlo hasta el colegio. Nadie creería que no soy su padre verdadero, ni siquiera yo mismo; mucho menos mi madre, que nunca supo la verdad y cada día lo ama más y con más consentimiento. El amor es de pasadizos oscuros, insisto: amo a mi hijo y mi amor no reconoce fronteras.
Qué importa que cada día vaya dibujando en su rostro la comisura cínica que tenía su madre en los últimos tiempos, y cada día vaya rescatando más también el porte y el garbo, y la mirada orgullosa de mi propio comandante.
Hijo mío, diablillo, ojitos de uva, dientecito de ajo.


Este cuento pertenece al libro en producción "Composiciones escolares para
estudiantes crecidas", siendo la presente, una composición conmemorativa al
día del carabinero.

 

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