Martín Faunes DE
COMIENZO, ELLA LA PASABA CALLADITA, mirando siempre a un lado y al otro.
"Asuma",
dijo mi comandante, pero yo me negué. No sé si era o no
mi obligación como decía él, pero continué
negándome, y no me importó que me repitiera treinta veces
que era una cuestión de honor. "No ha sido cosa mía",
fue una de las pocas cosas que pude responder en la discusión,
porque él no me dejaba argumentar amenazándome con cortes
marciales y las penas del infierno. Pero yo tenía razón,
no había sido mi culpa, todo lo contrario; era su culpa, su propia
culpa. «Gato encerrado» andaban diciendo: una escribiente
puede demorarse, pero no todas las veces, y cuando el gordo Moreno se
atrevió a comentarlo, ya casi todos lo sabían. Se encerraba
con mi comandante y ya no parecía la gacela asustada de los primeros
días, pero yo igual me la quedaba mirando. Para mi fatalidad,
mi escritorio estaba frente al suyo: escritorio para damas con un tablado
para cubrirle las piernas. Claro que mi comandante no tenía necesidad de imaginar nada, ella se encerrada con él, todos lo sabíamos. Por eso cuando vino con lo del honor y esas tonterías, sentí que era mi deber negarme. Me salió con que yo era el único soltero y que además no aceptaban madres sin marido en la institución, "si no, la enviarás a la cesantía, y será el sino que va a marcarte y te estará persiguiendo". Qué hacer, qué decir. En un momento de rabia me trató de homosexual, "lo que faltaba es que se nos llenara la institución de maricones", dijo en voz alta para que escucharan mis compañeros, pero agregó más bajo "sé que no eres maricón, he visto cómo la observas". Le respondí que no era ningún maricón y que si estaba soltero era por no dejar sola a mi madre. Y él, "te la llevas a vivir con tu vieja, para que aproveche de cuidar al nieto". Qué remedio. Podrán pensar que soy un simplón, pero eso no es tan cierto, se me habían terminado los argumentos; pero además, desde otro punto de vista, podría cumplir un sueño: rozar su piel por las noches antes de dormirnos, tal vez una caricia, un beso furtivo. Por qué no amor verdadero. Todo
el cuartel vino a nuestro casamiento, algo que no necesariamente me
honraba. Tampoco a mi mujer que trató a las mujeres de mis compañeros
con desprecio. Quizá esperaba ver allí esa noche a las
esposas de los otros oficiales, pero ellas, por supuesto, no se presentaron.
La torta la puso mi propio comandante que nos envió también
un televisor de regalo, aunque puso en la tarjeta que era un presente
de toda la unidad, algo que yo no creería. El
comandante la sacó a bailar después del vals, y bailó
con ella tres piezas seguidas, para entonces retirarse como un triunfador.
Y es que él era realmente un triunfador. Mi comandante un triunfador
y yo un payaso. Pero no tendría por qué seguir siéndolo:
me acerqué a la que ya era mi mujer para tratar de arreglar el
problema que de verdad me importaba. Ella estaba en la mesa de honor,
tal como se sentaba en su escritorio frente al mío, pero nada
había de la gacela asustada de antes; esta vez se me quedó
mirando como las leonas que desafían al macho, y como nada me
atreví a decirle, después de una pausa de horas, se recogió
un poco la falda para que pudiera verle las piernas. Yo amaba sus piernas,
pero no así, yo quería admirarlas con una sonrisa en su
rostro, besarlas con una sonrisa en su rostro. Se las habría
acariciado por noches enteras, por todos sus recovecos; en realidad
por días y noches, por las tardes, temprano en las mañanas,
pero no sin una sonrisa, no con esa mirada dura que yo no me atrevía
desafiar ni siquiera con todo el alcohol que ya había tragado.
Pese a eso, en el pequeño cuarto de residencial de la playa Las
Cruces, donde pude llevarla, todo pareció enmendarse: mientras
la observaba desde la cama, ella se desnudó, y luego, con una
pequeña reverencia y el brazo extendido, dibujó un semi
círculo horizontal con el dedo índice, para que entonces
todo cambiara. No tuve tiempo siquiera de razonar ni de preguntarme
si la ex gacela asustada había Tuve noche buena aunque no por amor verdadero. De mi parte sí, lo reconozco, pero no de la suya: nadie me saca de la cabeza que no era al comandante a quien ella añoraba en esos momentos, nadie me saca de la cabeza que pensaba en él mientras la agonía del deseo empezaba a alcanzarnos. Qué importa, "el amor es de pasadizos oscuros", con eso me conformé. Me conformé, apenas con unas noches de amor y con mirarla. Todo eso terminó cuando nació el chiquillo. Me pidió mudarme de cuarto para poder criarlo mejor, eso me dijo, pero en realidad fue mi vieja la que lo crió, mi mujer se preocupó apenas de amamantarlo, mi vieja, de todo lo demás. Le tejió, le cambió pañales, le hizo camisitas; si hasta en su infinito amor de abuela jugaba a encontrarle detalles míos que no existían, que no podían existir. El amor es de pasadizos oscuros, eso me repetía reconociendo que pese a todo, ésos fueron buenos momentos, una época hermosa que se fue cuando ella terminó su período de descanso. Se reincorporó al cuartel y mi comandante la mandó a llamar para un dictado: gatos encerrados otra vez. Gatos encerrados de nuevo en nuestras vidas, pero qué era yo en su vida, qué era mi comandante. Perdí el honor. Todos en el cuartel lo sabían pero nada se atrevían a decirme. Mi esposa se encerraba en la oficina con mi comandante, y yo me quedaba en mi escritorio temblando de pena y de rabia, porque nada había que yo pudiera hacer. Un pobre cabo segundo está a merced de los oficiales, eso era algo que ahora se hacía más patente, y la evidencia se tornó aún más terrible cuando él, el maldito que la había embarazado, apareció conduciendo un auto nuevo y, mi mujer, al llegar a la casa por la tarde, me dijo muy contenta que mi comandante le había ofrecido su auto antiguo por tres chauchas para que le resultara más cómodo criar al chiquillo. No pude contenerme, hice lo que habría hecho cualquier hombre común con el honor destruido. La golpeé... se fue al suelo tras la bofetada. Si mi madre que llegó con nuestro hijo colgando no me la quita, les juro la mato. "No me vuelvas a poner la mano encima, desgraciado", así me dijo desde el suelo donde estaba, y donde se debió quedar para siempre. "Desgraciado", así me dijo, pero mi comandante no se atrevió a decir nada. Me citó a su oficina maldita y simplemente me anunció que mi mujer se mudaría a un departamento de su propiedad y que él comprendía mi actitud, pero que yo tenía que comprender la suya. Nada más dijo, nada más que hacer. Esa tarde mi mujer volvió a la casa en el auto viejo de mi comandante, que por lo demás, era un modelo de no hacía más de tres años, y comenzó a echar en él sus pinturas, su ropa y el televisor, mientras le pedía a mi madre que cuidara a su hijo por unos días mientras se acomodaba en su nuevo domicilio. Mi madre aceptó llorando. Ella para despedirse no dio más que un portazo. Sin embargo el desenlace se vino muy pronto: al día siguiente, mi mujer se encerró con mi comandante desde temprano, yo en vez de desesperarme, le conté al gordo Moreno que ya no era nada mío, ni siquiera pariente. Para mi alivio, él se encargó de contarlo a los demás, el gordo Moreno no es de los que se guardan secretos. Pese a ello las cosas eran difíciles, cómo soportar impasible el ruido que hacía sus cuerpos al jadear y penetrarse o al hacer quién sabe qué otras cosas. Fue entonces que llegó el momento en que ya no pude seguir aguantando y me llevé la mano al cinto. Permanecí en guardia un par de segundos tras los cuales todos en la comisaría se me echaron encima para detenerme. En eso se quedaron mis intentos, sólo en eso. No así los de la esposa del comandante que, para mala suerte de éste, ingresó por la puerta principal de nuestra comisaría, la de Los Guindos, justo en el momento en que todos estaban preocupados de contenerme. No hubo quien la contuviera a ella entonces, y pasó por el corredor sin que la notáramos. Sin que lo notáramos tampoco, irrumpió en la oficina del maldito, nosotros sólo escuchamos dos balazos. Fui el primero en ingresar a la oficina, siento que no debería contar cosas como éstas, pero es que me parece necesario: ella estaba desnuda y a horcajadas sobre él, y él, sin pantalones, a pesar de la sangre que le manaba de la cabeza, conservaba en el rostro su mirada de goce. Me
hicieron mil cargos. Los oficiales superiores deseaban a toda costa
inculparme. Por suerte no pudieron decir que yo los había ajusticiado,
porque el gordo Moreno antes de que nadie pudiera evitarlo, dio de copuchento
una versión a los reporteros que llegaron antes que los oficiales,
y la versión que contó era la verdadera y me exculpaba,
aunque a él lo perjudicó tremendamente en su carrera:
dos meses preso y cinco años sin ascensos. Lo siento por él,
aunque gracias a eso se salvaría mi vida. En cuanto a mí,
me acusaron de traidor diciendo que yo le había avisado a su
esposa. Complot, eso dijeron, y conocí de la tortura, pero eso
es algo que no comentaré porque necesito olvidarlo. Me encerraron
por unos días, tras los cuales, fui degradado y despedido. Yo
me habría retirado de todas maneras aunque no tenía aún
los años suficientes. Fue por eso que las vi duras, más
que duras. Si salí adelante fue sólo por la ayuda de mi
madre y por el amor que le tengo a ese chiquillo. Me doy tiempo, por
eso, para ayudarlo en sus tareas y traerlo hasta el colegio. Nadie creería
que no soy su padre verdadero, ni siquiera yo mismo; mucho menos mi
madre, que nunca supo la verdad y cada día lo ama más
y con más consentimiento. El amor es de pasadizos oscuros, insisto:
amo a mi hijo y mi amor no reconoce fronteras.
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