Ramón Díaz Eterovic Han
transcurrido muchos años desde que dejamos de jugar al baloncesto
con Viñuelas y a pesar de eso, que al fin de cuentas no es otra
cosa que la vida, cada vez que paso frente a su quiosco de golosinas
me detengo a conversar con él para recordar los partidos de antaño,
su inolvidable minuto feliz, aquella noche en que sin preocuparse de
la nieve que cubría las calles, los hinchas llegaron a presenciar
la final del campeonato regional. Añoranzas, anécdotas
repetidas, carcajadas que inevitablemente cierran el círculo
de la evocación hasta el próximo encuentro. Cosas de viejos,
como nos dicen nuestros hijos, cuando nos ven salir de las casas rumbo
a la reunión mensual del club, en las que habitualmente se discute
sobre el valor de las cuotas sociales y los jugadores más jóvenes
nos miran de reojo, sin creer del todo que esos tipos gruesos y canosos
sean los responsables de la copa más reluciente que ostenta la
vitrina de trofeos del club. Viñuelas
tuvo un par de oportunidades y después terminó en la banca.
Sólo entraba a la cancha de vez en cuando, cinco o seis minutos,
para que alguno de los titulares recuperara el resuello o cuando el
marcador a nuestro favor permitía otorgar licencias a los contrarios.
Pero aún así era el más puntual en llegar a los
entrenamientos y cuando al final de las prácticas la mayoría
nos íbamos a beber cerveza, él se quedaba en la cancha
ensayando tiros que, unos tras otros, fallaban. Incluso, cuando alguien
sugirió una posible miopía, Viñuelas fue a consultar
a un especialista que, para que no quedaran dudas, escribió un
diagnóstico que luego de algunos términos médicos
concluía con tres palabras que lo decían todo: vista de
lince. Es malo pero tiene entusiasmo, comentaba el profesor cada vez
que le echaban en cara su mal ojo. Y eso era suficiente, porque hasta
esa temporada del año 1962 nadie esperaba que el equipo hiciera
otra cosa que perder por poco y ganara los tres o cuatro partidos que
le permitiera mantenerse en la primera división. El mismo día que Chile salía tercero en el campeonato mundial de fútbol, terminamos la primera rueda del torneo dos puntos arriba del Club Sokol. Teníamos una barra de cincuenta vecinos que hablaban del milagro de los cerveceros y los envidiosos que nunca faltan auguraban que para la segunda ronda nos tendríamos fuelle y repetían el manido dicho de la partida de caballo y llegada de burro. Y por un fin de semana pensamos que el dicho se haría realidad. Perdimos el invicto y para no desalentarnos le cargamos los dados a Viñuela que en ausencia de Martínez, un morocho de veinte puntos por partido, tuvo que jugar el primer partido completo de su vida. Se paró en la bomba, sobre el círculo de los tiros libres y como un espectador distraído se dedicó a ver pasar a los rivales por su lado, sin atreverse a disputar las pelotas, aleteando con sus brazos al igual que un cóndor viejo al que se le olvidó volar. Pero nadie le dijo nada. Unos, los más jóvenes, se fueron a tomar cervezas al American Service, y los otros a sus casas, a rabiar con sus esposas y el ardor de los ungüentos que usaban para aliviar el dolor de los músculos. Lo que nadie sabía ni menos imaginó esa noche era que Viñuelas nos tenía reservada una sorpresa. La seguidilla de triunfos continuó en las semanas siguientes, a tal punto que fuimos invitados a jugar a Río Gallegos contra un equipo de estudiantes argentinos que nos hicieron quedar en ridículo con su marcación al hombre y una sinfonía de pases, rápidos y certeros, que ya a los diez minutos del partido nos hizo entender que estábamos en la fiesta equivocada. De todos modos los argentinos se portaron bien, nos regalaron un galvano que Aguila dejó olvidado en el bus y nos invitaron a un asado de cordero que sirvió para olvidar la humillación de la derrota. En nuestra ciudad nadie supo la verdad de la gira, porque al único periodista que se interesó en la noticia le contamos una película en colores, en la que los héroes fuimos nosotros, incluido Viñuelas que agarró vuelo con la humorada y declaró que había marcado diez puntos, cuando lo único que había hecho era pasearse por la orilla de la cancha regalando a las muchachas unas banderillas chilenas que nunca nadie supo de donde sacó. Lo cierto es que la farra en Río Gallegos nos hizo pisar tierra firme de nuevo. El profesor Aguila reunió a los titulares en su casa - Martínez, Borgoño, el Chueco Alvarez, el gringo Soto, y Vera- y nos enseñó a contar cuantos pares son tres moscas para ver si nos poníamos serios y enfrentábamos el resto del campeonato con algo más de humildad. Al resto los ignoró, aunque Viñuelas se las ingenió para aparecer en la casa del profesor, argumentando que venía a dejar unas revistas Ritmo a la Martita, la hija menor de nuestro entrenador, cosa que dicho de paso tampoco hacía mucha gracia al profesor, tal vez porque cuidaba a la niña o porque en sus peores pesadillas se veía intentando enseñar a jugar baloncesto a unos nietecitos tan larguiruchos y torpes como Viñuelas. Y así llegamos a la noche de aquellos recuerdos que no se borran y nos hace incluir a Viñuelas en las memorias de aquel equipo del año sesenta y dos. Dos horas antes del partido nos reunimos en una cafetería de la calle Roca, para dejar pasar el tiempo conversamos de cosas sin importancia y luego de un gesto de Aguila, nos encaminamos hasta el gimnasio. Había nevado las dos noches anteriores y en las veredas espejeaba una escarcha resbaladiza que nos hizo andar despacio, a tientas y cabizbajos, como un grupo de niños que comenzaba a dar sus primeros pasos. Y la verdad es que la cosa no estaba para bromas ni optimismo. El equipo había llegado disminuido a la final del campeonato. De los diez jugadores que lo integraban al inicio de temporada, cuatro estaban ausentes esa noche. López y Salgado con sus respectivos esguinces, Bañados estaba de viaje por un asunto de trabajo, y Valencia había cambiado la práctica del baloncesto por la administración de un bar donde había criado panza y ocio. O sea que, además del equipo titular, toda la banca de reservas que teníamos era Viñuelas, lo que para los efectos de tratar de ganar el partido era casi decir nadie. El gimnasio, con su imponente frontis de coliseo romano, estaba repleto de espectadores, y ya de entrada apreciamos el entusiasmo de la gente que se dividían entre una mayoría que apoyaba a los croatas del Sokol, y otros pocos, ubicados en las galerías, que creían en nosotros con fe de iniciados. Nos tocó el camarín número dos y eso ya nos pareció que era como tropezar con el pie izquierdo o pasar bajo una escalera. Por los vidrios rotos de las ventanas se filtraba el frío y era casi seguro que al final del partido tendríamos que ducharnos con agua helada. Pero esa noche estábamos para cualquier gesto heroico y a medida que nos fuimos masajeando las piernas con vaselina o mentolatum, tomamos esa confianza que nos hizo entrar a la cancha y en menos de cinco minutos distanciarnos diez puntos de los rivales, para felicidad de Viñuelas que desde la banca nos aplaudía, mientras a sus pies se acumulaba una montaña de cáscaras de maní. Antes de terminar el primer tiempo, el profesor pidió un minuto de descanso y nos ordenó pausar el juego porque hasta donde le daba la experiencia, los rivales nos estaban aguantado para pasarnos a llevar en la segunda parte. Martínez le dijo al profesor que no se preocupara ya que esa noche tenía la muñeca firme y cada uno de sus tiros había entrado seco en el arco contrario y además, Borgoño se estaba haciendo el pino desde las esquinas y hasta unos ganchos había conseguido meter, ante el asombro de los sokolinos que no entendían por que parte entraba ese petiso patichueco. En el entretiempo volvimos al camarín acompañados por el silencio de las tribunas y la pequeña algarabía de la galucha en la que nuestros hinchas comenzaban a ponerse de acuerdo en el boliche al que irían a celebrar una vez que el tablero electrónico marcara el final de la contienda. Sin embargo esa noche estábamos condenados a sufrir. Lo supimos apenas iniciado el segundo tiempo, cuando vimos caer a Martínez acalambrado hasta decir no va más. Vimos la desesperación reflejada en el rostro del profesor y a Viñuelas, que sentado en la banca, no atinaba a decidir entre sacarse el buzo o salir corriendo fuera del gimnasio. Al final optó por entrar a la cancha y Aguila gritó dos instrucciones básicas: Viñuelas debía pararse en medio de nuestra área y levantar sus manotas para molestar los lanzamientos rivales, y nosotros por ningún motivo pasarle la pelota. Parecía simple, pero al rato de reanudarse el partido, los contrarios reconocieron el callejón descuidado que dejaba la pobre defensa de Viñuelas y por ahí, una y otra vez se fueron metiendo hasta que a treinta segundos del final lograron superarnos por un punto. En ese momento, cuando la buena campaña del año se esfumaba, sucedió lo que nunca más quisimos olvidar. Martínez avanzó por la banda derecha, eludió a uno de los contrarios y lanzó la pelota con tal violencia que ésta rebotó en el tablero y fue a dar a las manos de Viñuelas que, parado en el círculo central, la tomó entre sus manos con más angustia que un suicida al borde del abismo. Nos miró uno a uno como suplicando que alguno de nosotros le hiciera la gauchada de sacarlo del embrollo. El gimnasio enmudeció y todos los que estábamos en él oímos la mentada de madre que le tiró el profesor. Entonces ocurrió lo que nadie esperaba. Viñuelas dio tres pasos de zancudo, miró con rabia al profesor e impulsó el balón con tanta violencia que, haciendo una comba interminable, entró en el cesto en el mismo segundo que el timbre del control señalaba el final del partido. Lo demás, y porque después de esa temporada nunca más volvimos a ser campeones, es la historia que recordamos siempre en nuestras conversaciones. Su paseo en andas por la cancha, las entrevistas en el camarín, los titulares de los diarios al otro día, y su tristeza cuando al inicio del siguiente campeonato, y a pesar de que le debía un título, el profesor lo volvió a dejar sentado en la banca.
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