Réquiem
para unas manos
Alejandra
Basualto
ÉL
ERA GRANDE Y AMARILLO Y TENÍA LAS MANOS TIBIAS. Y ella lo amaba.
Lo amaba por casi una década, dentro de la que hubo muchas inundaciones
de calles y carreteras, un terremoto en el área metropolitana,
y varios veranos tórridos, durante los cuales ella jamás
habría abandonado su casa a las siete de la tarde si no fuera
porque tenía cita con él. (Aquí el narrador se
reserva el derecho de omitir detalles sobre el origen y tipo de relación
que los unía, para no herir los sentimientos de la esposa de
él ni del marido de ella.)
Durante la inundación de 1986 y estando ellos ensimismados en
su burbuja de sentimientos y silencios arrastrados, sonó el teléfono
incesantemente, pero él no respondió, hasta que el ruido
se detuvo. Sin embargo, la campanilla volvió a sonar tan violentamente
en medio de los truenos, que no tuvo más remedio que contestar.
Era la esposa alarmada por las noticias de la televisión: mostraban
cuadros desoladores de calles anegadas, árboles caídos
y automóviles detenidos en medio del agua. La respuesta escueta,
casi brusca de él, le indicó a ella que estaba transgrediendo
las normas y que se hallaba en medio de una situacion estrictamente
familiar. Pero él no era hombre de sometimientos y, sin mayores
explicaciones, volvió a sumergirse en la burbuja irisada por
la blanda luz de la lámpara.
Sus manos eran tibias. Delicadas. A ella le gustaba sostenerlas en medio
de la desolación, cuando todo afuera era precario, cuando las
voces del mundo no bastaban para cobijarla. Entonces aferraba esas manos,
haciendo caso omiso del sudor que las iba contagiando a medida que crecía
el golpeteo de sus corazones. Ella estaba segura de que él había
entrado en el juego, a pesar de guardar silencio.
Y ella lo amaba con la tozudez que manifiestan las mujeres insatisfechas.
Por años esperó que la tomara en sus brazos y la besara;
por años soñó con su sexo rubio en su boca, en
sus piernas, en el afiebrado alacrán de su vientre. Pero él
guardaba las distancias. Sólo sus ojos la transitaban en una
llamarada ardiente que la dejaba temblando.
Ella era buena para escribir cartas. Solía escribir largas misivas
en papeles anchos y blancos, siempre mecanografiados y sin firma. Él
las leía con atención, y trataba de ocultar en su rostro
algún indicio que manifestara sus reacciones; pero ella lo espiaba,
interpretando cualquier movimiento de sus pestañas, cualquier
breve temblor de su mano, o cualquier salto en el ritmo de su respiración.
El tenor de las cartas era, con algunas variaciones, básicamente
el mismo (mas el narrador no puede revelarlo). A continuación,
sostenían largas conversaciones al respecto, y ella sentía
que él se le escurría por territorios como de nieve recién
caída.
Así las cosas, alguien le susurró a ella que él
tenía rasgos de homosexualidad tal vez no asumida y que no le
gustaban las mujeres. Esa idea también había cruzado por
su mente cada vez que oía su voz de junco dormido y observaba
sus ademanes asordinados, sin brusquedad ninguna; pero la rechazaba
luego, con la certeza de que hay hombres así, delicados en su
ternura, hombres de aire, transparentes en su permanencia vital.
Ella era de fuego, sin embargo. Violenta y directa como la flecha de
su Sagitario, y decidió un día que se iría para
siempre. Para siempre duró un mes en que se vio sumergida en
medio de organizaciones feministas, reuniones circulares y discusiones
académicas que le taladraron los sesos, pero dejaron su corazón
intacto en la añoranza. Y regresó. Él la acogió
con su sonrisa de siempre, como si aquel intervalo absurdo jamás
hubiera ocurrido.
Y así transcurrieron los meses, en los cuales ella sufrió
períodos de delgadez infinita, períodos en que si no hubiera
sido por el faro de las manos que la acogían, las palabras justas,
los silencios precisos, ella habría sucumbido. Ambos se zambullían
en el círculo perfecto de las emociones, sin resbalar, como sabiendo
que el contacto de las manos les daba la redondez necesaria para seguir
viviendo.
De pronto, una tarde las manos de ella se enfriaron. Los médicos
dijeron que un desorden hormonal, que la circulación, que la
falta de peso (aquí el narrador no tuvo acceso a la ficha privada
de los facultativos y no puede dar detalles exactos del origen de su
enfermedad ni de su posterior evolución ni tratamiento).
El caso es que ella comenzó a cambiar. Le dijo a él que
necesitaba tiempo para estar sola, que otras actividades la requerían
por algunos meses, y empezó a distanciar sus encuentros. Él,
aparentemente, no lo resintió, pero con el correr de las semanas
ya no pudo soportarlo. Una tarde de abril de 1989 la llamó intempestivamente
a una cita no acordada, cosa que se salía de sus cánones
establecidos. Ella casi no pudo acudir, mas la fuerza de la costumbre
de cumplir con sus obligaciones (nótese: ella lo tomó
como una obligación) la hizo postergar otro compromiso casi tan
ineludible como misterioso (el narrador no considera necesario suministrar
antecedentes sobre estas nuevas actividades), y acudió puntualmente
a las siete.
Al ser requerido por esta reunión fuera de pacto, él dio
algunas explicaciones tan atropelladas como absurdas. Dijo que se había
confundido, que no estaba seguro de la fecha acordada, que..., aunque
ella no le creyó ni por un segundo. Él jamás dejaba
estas cosas al azar. Tenía su tiempo perfectamente controlado
porque era un reloj viviente.
Las palabras se deslizaban con raros matices. Él la observaba
esperando algún brillo especial en sus ojos, una lágrima
tal vez. Pero nada, ella tenía los ojos secos y una sonrisa que
manejaba la situación. Luego vino el rito de las manos. Las manos
de él no pudieron entibiar la delgada piel de ella sobre los
huesos helados de sus dedos. Ella sintió que sus manos nunca
más serían contagiadas por calor alguno. Estaban condenadas
a los hielos eternos. Y casi tristemente, pero con voz osada, que la
sorprendió a ella misma, dejó escapar las palabras definitivas.
Había decidido que no volvería.