LA PUNTA DEL ICEBERG DE LA ENVIDIA

(En respuesta al artículo de Alejandro LavquénPremio Municipal de Literatura Stgo/2006 (La punta del iceberg de la corrupción): CLARÍN, Santiago de Chile, lunes 24 de julio de 2006.)

Me gustaría que el señor Lavquén escribiera un artículo con argumentos de peso, literarios y significativos, donde efectivamente demostrara su juicio de que “la obra de Marchant no es superior, en ningún aspecto, a El ocaso de las buganvillas de Jaime Valdivieso, La ola muerta de Germán Marín, Los sueños del pintor de José Miguel Varas o Puño y Letra de Diamela Eltit”. Fácil es descalificar a una persona (“falacia genética” la llama la ciencia literaria; falacia a secas, llamaría yo a lo que hace “nuestro crítico”) pero difícil es descifrar lo verdaderamente importante: el valor o desvalor de una obra, lo efectivamente cuestionable en el caso de un escritor.

Si hubiese demostración crítica seria de que el libro de Marchant es inferior en calidad a los otros libros nombrados, cuestionaríamos en verdad el Premio Municipal (mención novela) otorgado al autor, pero visto que no la hay, ¿qué podemos pensar de Alejandro Lavquén…?

Primero, que no leyó el libro. Y tal vez ni siquiera habrá leído los otros libros en disputa de dicho Premio. Ha de saber nuestro analista especializado en literatura chilena, que la novela de Marchant está en la Feria Chilena del Libro y tiene un precio referencial de 12.000 pesos. Si quiere saber de qué se trata la novela, deberá —es el destino del “70% de los escritores chilenos [que] no leen, salvo sus propios libros”— recurrir a alguna crítica que se haya hecho de Las vírgenes no llegarán al paraíso. La novela de Marchant es buena y posee “grandes meritos”, señaló escuetamente a un matutino José Luis Rosasco. Los comentarios críticos no hablan mucho de la novela; Rafael Gumucio, uno de los jurados que ya antes de dilucidar el Premio Municipal de Novela mostraba claras preferencias por Germán Marín, ni siquiera se refiere a los méritos intrínsecos de La ola muerta —obra de su protegido— en los diferentes medios. Un artículo mío, “Fundamentación de un paraíso” (ARCHIVOS DEL SUR, Argentina, febrero de 2006), sí habla de la novela premiada. Bien sabemos que parte de la “crítica especializada” en Chile lee los resúmenes de las solapas o de las contratapas de los libros, “para bien informarse”. Lástima que en la novela de Marchant no haya información explícita compendiada; pues bien: ¡habrá que leer el libro!

La función del escritor en un medio como el chileno —con su mediocridad cultural a cuestas— apunta al poder, y su imagen compensatoria es la hinchazón del ego y la concepción de la escritura como moneda de cambio. Todos dicen conocer a Jodorowsky, cuya “imagen” vende, pero pocos conocen a Jodorowsky a través de su literatura, muy parecida —en todo caso— a la fama de su autor. ¿Qué lector de Bolaño puede hablar con propiedad de Bolaño…? Los mismos escritores promueven su necesidad y su altura. Neruda y Huidobro son viejos ejemplos que, por suerte, han sido desplazados por sus propios escritos, más admirables que sus biografías. “El poder —nos enseñó Teillier— llega solo, sin que tú lo pidas, porque es una gracia”. A propósito de Marín, estas fueron sus palabras en Revista de libros de EL MERCURIO, refiriéndose a un Premio Municipal de Novela que ya lo había apropiado para sí: “Pensé que tenía muchas posibilidades... Prácticamente lo esperaba”.

La pequeñez o la grandeza de un escritor se logra con el tiempo del respeto (el término latino “respicere” significa mirar hacia atrás al pasar un personaje para poder apreciarlo “tal cual es”, en toda su real dimensión).

Segundo, está el asunto de los premios. Ya me he referido al tema sobradamente en un artículo anterior (”Premios y castigos”, CENTRO DE ESTUDIOS AVANCE, octubre de 2005), donde señalo: “La literatura también es un fracaso, un imposible, porque habla del material humano y de su búsqueda. Pues si fuera un acierto, se vendería como pan caliente y sus hacedores recibirían premios, más ayuda estatal, nombradías”. Y “aceptar un premio literario sería como consentir un fracaso. Como si al equivocarnos en nuestras políticas culturales y sociales hubiese que recurrir a un “sucedáneo”, cuyo sentido, más que reconocer un triunfo, es adiestrar”. Paralelamente a lo anterior, está el asunto de la “sobrevivencia” de los escritores, artistas y gestores culturales. ¿Cuál es la misión social de un país como el nuestro en cuanto a sus creadores? ¿De adónde puede un artista generar recursos para poder crear? Trabajando; bien. Pero, ¿la escritura, acaso, no es también un trabajo? Pues en Chile no lo es, no es un trabajo, no tiene valor sino meramente precio. Solamente alguien que no tenga problemas económicos puede dedicarse libremente a la literatura; los demás se sacan el pellejo para obtener un premio (Dios es el Premio Nacional). Y, para colmo, la mayor de las veces sí que hay arreglines al respecto (véase, al caso, la denuncia pública, en Escritores.cl: “El Consejo del Libro y la Lectura premia dos veces el mismo proyecto y permite que se utilice el trabajo de terceros sin autorización, vulnerando así la propiedad intelectual”). Ahí verdaderamente debería entrar la suspicacia. El problema se produce, pues, cuando una obra desconocida y un autor menor frente a sus oponentes, le “ganan” a alguien que maneje los espacios canónicos de la literatura. Porque lo normal es —según los criterios de una cultura como la nuestra— que “hubiese ganado” Marín o, al menos José Miguel Varas o Isabel Allende. Así, todos felices. Lo difícil es que alguien que no pertenece al circuito cerrado de la cultura nacional, se entrometa y tenga voz. Si el señor Lavquén no está de acuerdo con estas minucias que dan cuenta de discriminaciones latentes, que intente (más allá de sus concepciones ideológicas) escribir en EL MERCURIO, a ver si “lo pescan” allí donde dirigen la cultura a pleno antojo.

Si uno repasa con atención a los ganadores del Premio Municipal, se dará cuenta que, por ejemplo en poesía, fue laureado un poeta desconocido, Miguel Gaete, imponiéndose a grandes y reconocidos vates (Hahn entre otros), y nadie se quejó, porque las reglas de ganar y perder son antiquísimas. Queda claro que Marín, patrocinado por la Revista de los Libros en desmedro de otros candidatos, debería haber anunciado previamente que se presentaría para que ningún otro autor lo hiciera ni lo superara. ¿Dónde está la queja de Varas, Eltit, Allende, Délano? No hubo. Ni habrá. Son las reglas —dignidad mediante— que ellos conocen bien. Es conocida la desconfianza, además, que genera Marín, con un grupo de periodistas culturales a su favor, una multinacional que representa y su tono nunca del todo afable, ni respetuoso ni, menos, lírico hacia los demás escritores. En ese sentido, bien vale sentir alegría cuando un escritor que viene de abajo, que cultiva responsablemente el noble oficio de las letras, se impone a un autor que a todas luces se ha convertido en el mandamás de la literatura criolla.

Por otro lado, le llama la atención al señor Lavquén que Reinaldo Marchant “nunca [le] da la cara”. He leído muchos libros de Marchant. Recuerdo que el año 2002 publicó otra novela, La patria golondrina, en 2004 cuentos literarios de fútbol, La alegría del pueblo y, este año, un segundo libro de cuentos de fútbol, Toco y me voy..., es decir, se trata de un escritor en plena producción literaria, que no pierde tiempo en rencillas o patrañas contra colegas. Me parece que, salvo Lavquén, los demás escritores han recibido bien este galardón del novelista.

Tercero: ¿Por qué, entonces, Lavquén odia tanto a Marchant? Remito a un excelente artículo “En defensa de la creación literaria y sus escritores” (CENTRO DE ESTUDIOS AVANCES, julio del presente), donde su autor, Amante Eledín Parraguez, discurre cómo se degrada a la literatura con comentarios fuera del ámbito literario y sin mayor conocimiento.

Desde el año pasado Alejandro Lavquénviene atacando de forma incesante y obsesiva a Reinaldo Marchant, enviando correos a todo el mundo. Nuestros correos personales se inundaron de una campaña quizás nunca antes vista contra quien era el Presidente de la Sech. El lastre de todo esto tomó una dimensión chabacana, decadente al extremo, cuando comenzaron a salir notas con el mismo tono y destino, firmadas por personas inexistentes: Julio Marambio, Rita Calixto y, ahora último, una tal Mirta Pezoa, a quien el escritor Claudio Geisse tacha de “un escritor de baja monta”. Lo de Lavquén parece que es algo personal, no literario ni cultural. Llama la atención, por lo demás, que se le publiquen todas sus diatribas. Todo lo que escribe lo hace correr a diestra y siniestra vía Internet —incluido el texto al cual aludo, publicado en EL CLARÍN del 24 de julio del presente—, quedando en claro que le interesa menoscabar al autor, difamarlo con publicidad, no plantear un punto de vista profesional y literario. Más aún, Lavquén es el único interesado en el tema, ningún otro escritor está dedicado a difundir con tanta seña a un particular. “Por eso es muy extraño que algunos —aunque son muy pocos— lo defiendan, incluso diciendo que es un maravilloso escritor, que a lo mejor para ellos lo es, porqué no. Total, en cuestión de gustos no hay nada escrito” (se conmueve Lavquén).

Las pasiones que motivan las reacciones intestinas de Alejandro Lavquén y sus heterónimos —la verdad de las cosas— no nos interesan. Nosotros seguiremos haciendo literatura, respirando aire sano. El resto es veneno, comparsa y envidia. Palabras sin música.

 

MARCO AURELIO RODRÍGUEZ
Poeta y Crítico Literario
Magíster en Literatura, U. Católica

30/07/2006

 

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