Francisco Rivas

 

Prófugos virtuales


Él sabía que estaba perdido. Yo también lo sabía. Él miraba su espada, que lo acompañara en tantas victorias. Yo miraba mi arma que había participado y había sido derrotada en una sola batalla.
Él tomó la piedra abrasiva y otra vez la deslizó por la lámina de hierro. Respetó sólo el palmo que la separa de la cazoleta, poniendo especial cuidado en la infinitud de quebrazas que los golpes le habían provocado. Yo miré el tubo perforado, que quizás esta noche se recalentara por el paso de las balas y repitiendo la rutina, pasé sobre él el paño amarillo. Él estaba armado sólo con ese filo impalpable y yo con el cargador lleno y un puñado de balas en el bolsillo. Ni él ni yo ignorábamos lo que íbamos a hacer.
Yo sabía que los escucharía llegar por el techo. Sus botas con suela de caucho se escucharían desde los tejados cercanos y sus voces de mando, enronquecidas por el temor, a través los muros de las viviendas vecinas. Él, en cambio, tenía la certeza que el encuentro no tendría un origen furtivo. Que hasta quizás le avisaran que ya habían llegado. Entonces también escucharía el frotar de sus cáligas sobre las piedras de la interminable galería.
¿Cuánto duraría aquello? Mi incertidumbre era total. Él no la tenía. Había contado mil veces los pasos que mediaban entre la puerta de hierro de su habitación y la cámara donde había sido alojado, mil veces el largo de ese pasadizo por donde vendrían a encontrarlo sus buscadores. Yo me sentía atrincherado, aunque sólo una mesa trancaba la puerta por donde a veces entraba María, la hija de la dueña de la pensión. Las persianas, por cierto, abajo. La puerta de su espacioso cuarto no lo sellaba candado alguno y él podía recorrer todo el palacio sin restricciones. No le impedían salir a los jardines y si hubiese querido abandonar la comarca nadie se lo hubiera impedido y nadie lo hubiera seguido.
Mi reloj ya no funcionaba. Hacía unos días se le había agotado la pila y ya no me atrevía a salir a la calle a comprar otra; él no tenía reloj, pero su percepción del tiempo era perfecta, legendaria según sus generales y según los generales a los que había enfrentado.
Había calculado con exactitud los días que llevaba allí, pero ignoraba cuántos se demorarían en rastrear ese perímetro de la comuna. No sé si había sido traicionado. Es injusto acusar de traición cuando se habla bajo tortura. Él también había sido traicionado. ¡Tantas veces! Pero yo no tenía dudas de que alguien había cantado y este era mi último refugio. Era, también, el último refugio suyo, aunque para él la fuga había sido interminable. Era más viejo que yo, porque en aquellos años su edad era ya la de un anciano. Un anciano vigoroso, con la cuenca de su ojo derecho vacía, no dudaba sobre lo que tendría que hacer, pero dudaba, igual que yo. El recordaba a Símilce, yo, ¿a quién recordaba? El, en cambio, ya no podía calcular cuántos días llevaba en Bitinia. Yo estaba escondido hacía once días en Maipú.
Durante nuestro encierro ni él ni yo teníamos mayores noticias de lo que pasaba en el exterior, en nuestro entorno, cercano o remoto. A veces, desde la vereda del frente de la calle Ñielol donde estaba escondido, se escuchaba la radio, a todo volumen, del hijo adolescente del panadero. Pero era música y pocas noticias. Escasas y poco significativas para mí, en ese momento. River Plate le ganaba dos por uno a Boca, el Festival de Viña del Mar era un éxito. Dos muertos en un enfrentamiento. Los nombres me eran desconocidos. A veces Los Beatles, que, reconozco, me hacían llorar. Y nada más. La Acechanza seguía igual de viva, poderosa, anhelante, buscando, buscando. En ocasiones él recibía la visita del Maestresalas de Prusias. El rey que años antes se hubiese inclinado bajo el ojo por el que él veía, ahora no quería recibirlo. Temía las represalias. El Maestresalas le informaba: tres trirremes romanas han atracado en el puerto, pero no he visto soldados bajar de ellas. Y tampoco, nada más. Ni de su Ciudad, ni de mi Partido, ni de nuestros amigos. Sólo escuchábamos el silencio de nuestra Acechanza, que pronto nos alcanzaría.
Una noche pude dormir. Cinco o seis horas. Si hubiesen llegado durante ese descanso, la aniquilación no habría dolido, la memoria hubiese estado ausente y mi vida habría perdido el sentido sin dolor. Soñé. Una noche él también pudo dormir. Cuando despertó tenía la espada empuñada en su mano derecha, rozándole el cuello. Y él también soñó. Pero ni él ni yo recordábamos lo que el sueño nos ofrecía. Porque nos tragaba una nada inconmensurable, definitiva, premonitora de la vacuidad que procede a la muerte. Pero a pesar de todo, al despertar, quedaba un residuo virtual pero irrecordable, que nos aseguraba que algún contenido había tenido nuestro prolongado letargo. Y aquello nos hacía saber que aún estábamos vivos y que ese descanso no había sido, siquiera, ni un anticipo del fin. Pero yo había dejado caer el fusil y su cañón, como su espada, no tocaba mi cuello.
¿Cuándo había empezado todo aquello? ¿Para mí y para él?
El físico que descubra el significado del Tiempo, habrá descubierto también a Dios, decía un maestro de asignatura que tuve en la secundaria del liceo.
La cuarta o quinta noche María me llevó algo de comer. Yo había terminado mis galletas y sólo tenía el agua de la llave del lavatorio. Ella y su madre, a quién nunca había visto, más que sospechaban. Después de tantos días de encierro yo no podía ser, simplemente, “el estudiante que venía del sur”. Era una cazuela de gallina, dos panes amasados y un plato con cuatro o cinco grandes papas cocidas. Las devoré. Ni ella me pidió ni yo le di explicación alguna. En cambio él comía en abundancia. Había subido de peso. Las correas de la jacerina le apretaban como nunca y algunas noches se había tendido desnudo en el camastro. Después de un jabalí había exigido sangrías y las más finas y eficaces sanguijuelas le habían sido enviadas por el rey Prusias.
Yo recordaba a quién recordaba como él a Símilce. La Caro se había ido. Quiso estar conmigo hasta el final, tuve que conminarla a que se fuera. Símilce, en cambio, había muerto hacía ya mucho tiempo. Los mismos que lo irían a buscar eran los que la habían sacrificado. Brutalmente. El la había bajado de la cruz. No quería que la Caro estuviera conmigo cuando ellos llegaran, ellos nada respetaban.
Él también había sido cruel, como ellos lo habían sido con su esposa y con los restos de su padre, el gran Rey, cuyos restos descubiertos en la tumba que miraba al mar en Iberia fueran destazados y arrojados a los peces carroñeros. El decapitaba a los prisioneros, en ocasiones los dejaba libres, dueños de sus tierras y destinos, otras era mucho más severo. Yo no. Nunca había matado a nadie, hasta once días atrás. Pero fueron muertes limpias, en un enfrentamiento, junto y frente a otros hombres armados. No me acuerdo cuántos de ellos murieron ni cuántos bajo mis balas. Se cuántos de los nuestros murieron, tres y cuántos fueron detenidos y que ahora también están muertos. La Caro estaba con nosotros, desarmada, pero ella pudo escapar. Ella está a salvo. Yo no.
El tenía ciertas certezas sobre el camino después de la muerte. Yo no tenía ninguna, excepto el miedo inmediato que la precedería. Después, la aniquilación total. O el todo, pero sin conciencia ni memoria, que era lo mismo que la nada. En eso él me aventajaba.
El día doce María volvió. Esta vez con sopaipillas con chancaca y una jarra con té caliente y oscuro.
-Cuando ellos vengan, yo no estaré –me dijo como único comentario, dejando la bandeja sobre la cama y cerrando la puerta detrás de ella.
-El rey se ausentará cuando desembarque la Centuria -le dijo el Maestresala, mirándolo con la admiración que ni Escipión le había negado.
Yo no había luchado lo suficiente. De las discusiones de café a la clandestinidad más inesperada. Del peso leve de los libros, a la inconmensurable responsabilidad de una Bukov de cincuenta tiros. De la lectura de Borges, a la de un manual militar grasiento e incomprensible. Su mano, empuñada al nacer, había sido abierta por su padre para hacerle sentir la textura de la empuñadura de bronce de su daga. El y yo estábamos en desventaja, yo más que él. Yo hubiese querido escapar de la comarca de Prusia, él con la Bukov, habría enfrentado exultante a sus enemigos. Pero él no habría sabido usarla, como un mazo quizás y yo no estaba en Bitinia. Y si hubiese estado, ¿hacia donde podría haber huido? O ¿cómo habría empuñado una espada cuyo propio peso, quizás, no me habría permitido levantar?
Hacía once, o ya tal vez doce días que no veía a la Caro. Y su ausencia hacía más intolerable la ausencia de quienes me buscaban. De un modo u otro la llegada de ellos a me acercaría la Caro. La imaginaba en alguna embajada, esperando el salvoconducto que la sacaría del infierno. El no había olvidado el rostro de Símilce, ni su olor, ni su dulzura ni su vigor para organizar las interminables caravanas que seguían a sus ejércitos de mercenarios. Pero, no así como yo, eran más de doce años que no la veía y la sabía muerta. El y yo estábamos en desventaja, él más que yo.
Hasta hace once días o doce, yo creía que estaba viviendo. Tenía la certeza que estaba viviendo. Ahora es distinto. Estos últimos doce días han sido sólo un intento, ya se que estoy muerto. Aunque sobreviva a los que me buscan, a los que tienen más miedo del que deberían. En esto, también, hay diferencias. El sabía que estaba muerto hacía muchos años. La vida se le había terminado por lo menos tres veces. Cuando profanaron los huesos de su padre, cuando sacrificaron a Símilce y cuando desoyó los consejos de Maharbal y no atacó a la mal defendida Urbe.
Yo la conocí en el Pedagógico y ya tenía pareja. A él se la entregó envuelta en sedas el sometido rey Fuanos. Para mí fue más difícil. El la debió haberla adorado el mismo instante en que la vio. Y yo. En eso no teníamos asimetrías. Pero el sólo tuvo que esperar que su padre la liberara de la seda que la envolvía. Yo tuve que seducirla. El no tuvo necesidad, esa primera noche, de desvestirla ni de perfumarla con las especies de rigor. Sus esclavas lo hicieron. El se despojó de su armadura de hierro, ya enverdecida por el sudor y la humedad. Yo tuve que sacarle la ropa poco a poco. La Caro traía olor a mandarinas y una ropa leve, sin botones. No hubo esclavas ni testigos. Símilce era virgen. La Caro no. Como él, yo me desvestí sin ayuda de la Caro que, desnuda, me miraba divertida desde la cama. Quizás como miraría Símilce a ese gigante que se liberaba de las correas de cuero que aseguraban su blindaje. Divertida no debe haber estado. Temerosa, ansiosa, como la Caro, sin duda.

El día trece o catorce me desperté a las dos de la madrugada. María me había prestado un reloj de cuerda y campanillas. Busqué la Bukov en la oscuridad y no la encontré. Fue una pesadilla. Las pisadas sobre el zinc de los techos y el extravío del fusil. El escuchaba los pasos de los perseguidores todas las noches, pero en sus pesadillas seguía empuñando su espada. Ignoraba cuánto más iba a resistir el encierro. Pensaba que mi cara no era conocida, que con trece días sin afeitarme podría pasar inadvertido. Que pocas horas antes del toque de queda podría salir y recurrir a alguien, alcanzar la frontera por algún medio, ya no era tiempo de nevadas y encontrarme con la Caro en la Argentina. Después el exilio desarmado, al cual ya tantos habían llegado. El no tenía plazos. Su rostro era inconfundible. En los mercados, en los mercantes, en los campos de batalla, en los prostíbulos, en los bosques y en los refugios de santones y oráculos. Cualquier lugar era tan cercano y tan lejano como la Bitinia.

Otros seguían luchando, lo sabía y seguirían hasta el final. Yo había luchado doce días y era suficiente. El último día, el que esperaba, podía ser más que suficiente. Me reí. La Caro también hubiese reído. ¿Dónde estaría la Caro? ¿Estaría Símilce con Mitras? ¿O con Apolo? Allí estaría esperándolo. Y ¿la Caro?, ¿en la embajada de Colombia, en la de México o ya estaría en Cuernavaca comprando loza blanca en la que me serviría las primeras quesadillas después de mi llegada?

Había otra diferencia. Yo conocía su final. El no conocía el mío y yo supe como iba a serlo mucho después.
El día catorce, ¿o sería el quince?, María me ofreció un caldillo de congrio. Yo no tenía hambre hasta que probé la primera cucharada de caldo. Me supo a Neruda. Mi hijo iba a preparar esos caldillos de una manera maravillosa, pero hasta entonces, ¿cómo iba a saberlo? Prusias le había enviado una pierna de jabalí. El tampoco tenía hambre hasta que arrancó, con los dientes que le quedaban, el primer trozo de carne. Su hijo nunca iba a sorprenderlo con una presa de caza mayor. Su hijo había muerto poco antes que Símilce. Congelado por las nieves alpinas.

María no apareció en dos días. Ni retiró el plato, ya vacío y limpio que yo le guardaba. El Maestresala tampoco. El fémur del jabalí ya olía mal, pero a él poco le importaba, su olfato estaba acostumbrado también al hedor de la carne humana, quemada, podrida, abandonada. Yo sólo recordaba el olor a mandarinas de la Caro, él, con dificultad, el olor a sándalo o a opopónaco de Símilce.

A mediodía del decimoquinto, pudo haber sido uno más o unos menos, se escuchó una fuerte algarabía en uno de los cites que colindaban con la pared sur de la casa donde me escondía. Por primera vez aflojé una cancela y entreabrí la persiana. Había agarrado la Bukov y pasado la primera bala. Me sorprendí de mi determinación. Entonces no pensé en la Caro ni en nadie. Esas estruendosas manifestaciones colectivas ni siquiera le hacían levantarse del camastro. El sabía que eran las juergas de la guardia del Maestresala que, una que otra vez, se hacían llevar prostitutas desde el puerto. Aprovechaban para embriagarse. En definitiva no había prisionero que custodiar. Sus instrucciones eran precisas. Si él quería abandonar el palacio y Bitinia, pues, bienvenido era a hacerlo. Yo no. Pero ese mediodía se trataba de otra función. Un hombre, de una casa aledaña, había llegado a esa hora, no cabía duda que era domingo, con una borrachera babilónica. Su esposa había recibido como se merece a un alumbrado de esa envergadura y había involucrado en la disputa a su suegra, hijos y un par de vecinos. Los perros descansaban los domingos y las fiestas de guardar. Creía. En todo caso revisé la Bukov y las balas en mi bolsillo. Estaba lista para disparar. Lo de las balas en el bolsillo era una pura anécdota en el cuento. Total iba a ser bien difícil que pudiera volver a cargar el fusil. Como la daga en su cintura. El sable le bastaría para acabar con toda una legión. Pero quizás, a los cincuenta y ocho años, ya no.
No había ningún libro en la casa de María. Sólo me quedaba mirar el techo y poner la mente en blanco. No tenía dificultad para eso. Al principio conjeturaba lo que hubiera hecho Humberto o Manuel. ¿Encerrados en esa ratonera por quince días? Esperar la barba para disfrazarse, como yo lo estaba haciendo, ¿a quién recurrir? Cuando María me trajo un envoltorio de papel con papas fritas empecé a pensar en la virtualidad. Eran papas cortadas en rebanadas finas, ovales, que si se miraban de frente ocupaban espacio en el espacio, si se miraban de lado eran sólo finas líneas virtuales que no presentaban volumen alguno. Mi existencia, como esas papas, podía ser considerada de igual manera. El no sabía leer, con seguridad tampoco sabía lo que era leer. Quizás algunos símbolos que le enseñara Símilce, o guarismos para conocer de la recolección de impuestos de guerra o de cantidad de flechas, lanzas o escudos. El también miraba, pues, el techo abovedado de su habitación. Y reflexionaba sobre su virtualidad, histórica en su caso, con tantos cronistas pagados por el enemigo para hacerle justamente eso, transformarlo en un individuo históricamente virtual.
Yo orinaba en un lavatorio que colgaba de una de las paredes de la pieza. También tenía que pedirle el cuarto de baño a María. Ahí me lavaba los dientes con cierta obsesionada pasión. El simplemente salía al patio. Desde allí la guarnición que estaba a su cuidado levantaba las inmundicias del gran general.
El día dieciséis o diecisiete, no se, María me trajo el diario. Ni una sola palabra del enfrentamiento que había obligado a ocultarme o de la muerte de mis compañeros. Claro, tantos días eran muchos días. El no recibía noticia alguna. Ya lo sabemos. Es probable que ni le interesaran.
Mi virtualidad se iba acentuando. Era una extraña percepción de mi mismo. No había espejo alguno en mi cuarto ni en el baño que me prestaba María. Pero sentía que iba perdiendo consistencia. Había dejado una de las papas fritas en el borde inferior del marco de una de las dos ventanas y me preguntaba cómo me verían una vez que todo esto terminara. De lado, como una línea siluetal o de frente, con un volumen aparente, como esa papa frita. ¿Tendrían sus coetáneos y compatriotas alguna idea real de su existencia? ¿Tendrían conocimiento del acoso con que tuvo al Imperio al borde del colapso? ¿O su nombre y el de su estirpe habrían desaparecido en la virtualidad de los escritos de los amanuenses victoriosos? Ni a mi ni a él podrían importarnos tamaño dilema. Si mi cadáver entraba en una caja de corbatas o en un cajón convencional era una cuestión sin importancia. Nadie me reclamaría, mi familia me ignoraría y la Caro no iba a estar. Símilce había muerto, Fuarbal, su hijo, también, ¿quién, entonces, iba reivindicar sus proezas?
María no tenía ningún punto en común con la Caro. María era una muchacha robusta, la Caro era fina. María era morena, la Caro tenía el pelo castaño. María había estado en un liceo técnico, la Caro estaba a punto de ser socióloga. La Caro era parte de mi virtualidad, María era parte de mi extrema realidad. Para él ya nada de eso valía. Símilce no estaba siquiera en la virtualidad de su mundo y sus custodios ya no le ofrecían ni nativas bitinias, ni doradas esclavas del norte, ni tampoco las mujeres de piel oscura del puñado de jinetes númidas que lo habían acompañado al exilio y que ya habían huido.
Poco o nada hacía él en la libertad de su cautiverio. Tenía la sospecha que el mundo se había terminado hacia el oriente y en occidente estaba la misma muerte que esperaba en Bitinia. Yo no hacía nada distinto. No sabía para qué lado estaba el mundo. O si lo había más allá de mi cuarto. No sabía si existía alguien más que María y si acaso las voces, los gritos y los lamentos que escuchaba pertenecían a personas reales o sólo eran producto de mi materia cerebral, como, al fin de cuentas, lo era yo mismo. Sin duda estaba perdiendo la memoria, como se le estaba disipando a él. Cannas no era un lugar, Emilio y Servilio no eran ya dos generales derrotados, todo aquello se reducía a nombres sin significado.
Como digo, mi virtualidad se excluía de mi percepción sólo cuando entraba María. Que lo empezó a hacer con más frecuencia. Cruzábamos una o dos palabras y ella salía, no sin antes dejarme algo de comer. Una tarde la invité a que compartiera conmigo el plato de charquicán que traía en una bandeja y que efectivamente venía preparado con charqui de caballo. Esa era la carne que él más apreciaba. Animal fiel como el perro, pero bestia herbívora, perfumada con los pastos de las llanuras de Hispania o las del Imperio que empezaba a avasallar. Animal de combate, sin duda y por eso pletórico de nutrientes y energía. Pero ni aun así. Las mujeres ataviadas y perfumadas le presentaban una paleta de caballar joven y se le ofrecían, pero él las conminaba con grosería a dejar allí el alimento y retirarse. Como la pierna del jabalí, se acumulaban los huesos de caballo en un rincón de su cuarto, sin embargo los soldados no se atrevían a molestarlo y los olores de esa podredumbre alcanzaban hasta las habitaciones del propio Prusias. A mi me estaba sucediendo algo distinto, ¡por fin!
Ocurrió esa tarde, en que invité a María al charquicán que ella había traído. Quizás como una tarde en la que él rechazó a una bella púber de la Numidia. El y yo nos estábamos separando. Nuestras historias se hacían asimétricas. Aunque ambos estábamos perdidos. María se desvistió lentamente. Su cuerpo desnudo se me fue apareciendo poco a poco, su ropa basta, de lana aunque ya era primavera empezó a saltar de su cuerpo como las plumas de una tórtola. En dos momentos la tuve desnuda frente a mí. Exuberante, hermosa, primitiva, lo que no era la Caro, delicada, también hermosa, discursiva. No pensé en la Caro, como él intentaba no recordar a Símilce después que la hubo enterrado. Yo había enterrado a la Caro, asilada en la embajada de México.
La María se me entregó como no se me había entregado la Caro. Besos suaves, finos, la Caro, brutales, inundados de saliva dulce la María. Un cigarrillo, Sartre, La Náusea la Caro, sin pausa la María, muda, torrentes de humedades y placer. Tejados silenciosos, vecinos apagados, la represión ausente, la virtualidad en retirada. El no tuvo la oportunidad de la María. Símilce tuvo la fuerza que yo no quise en la Caro. Y que eran otros tiempos no tiene nada que ver. Yo y él somos diferentes. Punto.
Finalmente María me confesó que estaba sola. Que su madre había partido al sur, que había tenido miedo de las represalias, de los míos si me expulsaba de su propiedad y de mis enemigos cuando me sorprendieran. Pero que ella no había querido abandonarme y estaba dispuesta a estar conmigo hasta el final. Épico. Símilce había estado con él, pero no había alcanzado su consumación. Había creído en su gloria y había muerto convencida de su victoria. Su sufrimiento y la vileza de su propia crucifixión no hicieron otra cosa que reafirmar a Símilce en sus certezas, en la última huella de su memoria antes de la oscuridad irreversible: que, aunque solo, sin ella y sin su hijo, él culminaría con gloria sus hazañas.
Una noche me preocupé por María. Pensé en Símilce y me di cuenta que la ferocidad de sus verdugos no era menor que la de los míos. Estaba a mi lado. Hacía calor en Santiago y el techo de zinc de la casa retenía el sol de la tarde. La cama estaba húmeda. María estaba húmeda y un silencio majadero no me dejaba dormir. Estos también habían violado y ¿qué los detendría ante la tentación de fabricar una cruz con los travesaños de la cama? Decidí irme de allí lo más pronto posible, quizás al día siguiente. El, de súbito, en las noches también calientes de Bitinia, especulaba respecto a una nueva fuerza. Miles de mercenarios, doscientos trirremes, los más hábiles jinetes y soldados, los más expertos marinos y navegantes y el Imperio estaría otra vez a sus pies y él estaría, otra vez, A las Puertas. Pero tal vez la carroña que emanaba de las carcasas animales, que aún roía, lo sumían en ese crepúsculo delirioso del que pronto despertaba. Y se enfrentaba a la realidad precaria de su espada y su daga, insuficientes para enfrentar a Escipión y a sus huestes. Entonces se quedaba muy quieto, escuchando el rumor leve de las sumidas cloacas que burbujeaban sus inmundicias bajo el palacio, hasta que se dormía en un sueño deshabitado, inextinguible. Yo, entonces, volvía a ser como él. Soñaba en una expedición de rescate que me sacaría de allí limpiamente y me depositaría en la embajada de México. Me despediría de María y le juraría que retornaría a ella, al campo, en Chiloé, cuando hiciéramos la Nación libre otra vez. La pintura interior del cielo de metal, componentes de plomo u otro metal tóxico que se volatilizaban con la temperatura, me llevaban, con seguridad, a esas ensoñaciones. Pues, también luego despertaba y como él me quedaba inmóvil, rozando la piel de María, seguro que ni mañana ni después iba a moverme de su lado. Claro que a veces, con el talón y sin proponérmelo, rozaba el metal frío de la Bukov. Con esa arma tampoco tendría posibilidad alguna contra Contreras y sus sicarios.
Un día pareció que iba a ocurrir. Un rumor ominoso y creciente que venía del cuartel de la guardia lo hizo ponerse alerta. De pie, la espada en la mano derecha, con la izquierda se descubrió la órbita vacía del paño inmundo que la cubría. Su ferocidad, así, se volvía inconmensurable. ¿Cuántos vendrían? Soldados jóvenes pero expertos, con grandes escudos de cuero y metal, con las espadas breves que los habían hecho invencibles. Temerosos, sin embargo decididos. Era media mañana, la misma hora en la que María se ausentaba. Yo también junto a la cama revuelta, la Bukov en mis manos, seguro de que esta vez el enfrentamiento era inevitable. Las latas de los techos vecinos crepitaban. Voces de mando. Puertas que se abrían con violencia, gritos de terror, llantos infantiles, un balazo y luego nada. María escurriéndose en mi cuarto.
-¡Dos casa más allá! –me dijo casi aliviada, temerosa –no encontraron a nadie.
-Una avanzada –le informó el jefe de la guarnición–encabezada por Publio Gayo.
A él le han enviado, se dijo. ¿A quién habrán enviado en mi búsqueda?, quise preguntarle a María.
-Tendremos que salir de aquí –me dijo María.
-Te podremos escoltar hasta Armenia, Antíoco te protegerá –le dijo un emisario de Prusias.
Ni él ni yo respondimos.
Entonces mi estancia en la casa de María se hizo menos tensa. Parecía que la represión se había alejado y que en cualquier momento y sin peligro, podría abandonar esa ratonera. Y reincorporarme con mis compañeros. El sabía que eso era impensable. Además se sentía más viejo a medida que transcurría su exilio y su reclusión. No podría abandonar jamás su ratonera de Bitinia y, ni aun así lo hiciera, podría recomponer sus ejércitos. María empezó a llevarme los diarios. Uno un día, otro al día siguiente. Estaba, al fin, informado. Información sórdida, desesperanzadora, inevitable. La junta militar se asentaba, los gobiernos extranjeros la reconocían y los enfrentamientos con pérdidas totales por nuestro lado continuaban. También las desapariciones. El, nada. Quizás su ciudad natal había sido ya tragada por la furia avasalladora de los enemigos, sus habitantes asesinados, desterrados o arrojados al mar. El no necesitaba de información alguna. Intuía la historia. Yo me di cuenta que ello no era tan difícil, al fin y al cabo.
Sin embargo yo me preparaba. Estaba siempre alerta, atento a los ruidos, rumores, llantos y gritos. La Bukov con su grasa y su aceite al día, los mecanismos activos al tacto, el riesgo de atascamiento nulo. Mi sueño había mejorado desde que María, cuando regresaba, me hacía un lado, ordenaba las sábanas y me abrazaba con delicadeza.
-No quería despertarlo –me decía, todavía sin atreverse a tutearme.
Yo nunca le pregunté que hacía durante el día, dónde trabajaba o sí acaso lo hacía. Pero no tenía dudas a que se dedicaba. Bastaba besarle las manos para saber que había dejado de estudiar.
El, a veces, dudaba. Dudaba de seguir afilando la espada con la que se defendería. Le parecía que el metal iba perdiendo consistencia, peso, esa arma con la que había decapitado tantos enemigos. También había empezado a dudar si era la espada o su brazo al que le faltaba vigor. Pero no descuidaba el afán. Una noche entró el Maestresala de Prusias, armado como el guerrero que era, sin anunciarse. Como María, cuando hizo entrar su hermano. El tenía la espada empuñada, la piedra esmeril en su mano izquierda. Yo la Bukov sobre mis rodillas, el índice izquierdo, casualmente, en el gatillo.
El, quizás, ya deliraba. Tiró el abrasivo con el que daba filo a su espada y se arrojó contra quien confundió con Marcelo. El Maestresala, gritando por ayuda, recibió el golpe en el pecho. La gruesa coraza de bronce, aunque hendida, lo libró de la muerte. Los guardias bitinios lo rodearon, defendiéndolo, en un círculo. No ignoraban que si él atacaba, estaban todos perdidos. El acezaba, pero se contuvo.
-¿De dónde vienes, Marcelo, no le he enviado ya tus huesos calcinados a tu hijo?
El Maestresala se incorporó. Sangraba a través de la fractura de su coraza, pero no herido de gravedad. Había comprendido.
-¡Me confundes! –le dijo –Marcelo murió en Venusia. Combatiendo a tus jinetes africanos, le rendiste honores, incineraste su cuerpo y como ofrenda a su valor enviaste sus huesos a su primogénito.
El, pues, recordó.
-¿Qué haces así vestido? –le preguntó –Bitinia no está en guerra.
-Prusias ha ordenado una incursión contra Eumenes.
Yo apreté el gatillo sin pensarlo. Sólo me aseguré, instintivamente, que María estuviera fuera de la línea de fuego. La Bukov no disparó.
María y su hermano no se movieron. Ella habló con voz firme.
-Es mi hermano, viene a ayudarnos.
Yo bajé los ojos y examiné el fusil automático. No entendía. Poco a poco se levantó el crepúsculo en el que había caído.
El hermano se acercó y me extendió la mano.
No iba a ser capaz de reaccionar. El pánico provocado por la indeclinable inminencia del combate había atragantado la Bukov.
-Dame tu espada –pidió el Maestresala.
-Me dejas sin protección y desarmado –reclamó.
-No tienes opción.
El miró el piso. Empuñaba con fuerza. El Maestresala y sus custodios sabían que frente a él no tenían posibilidad alguna, aunque eran nueve y el uno. ¿Cuántos eran nueve hombres contra él? Clavó la espada en una hendidura entre las piedras del suelo. El Maestresala se acercó.
-Prusias te lo agradece.
Prusias no quería un enfrentamiento en territorio bitinio entre su huésped y los poderosos invasores, entre él y el Imperio. Aunque él seguía siendo uno y Publio vendría con cientos.
Cundo el Maestresala y sus hombres se retiraron él comprendió que ya no tendría quién le llevara alimentos, quién limpiara su habitación, quién le mirara con temor cuando llamaba. El comprendió, también, que el futuro Cónsul Publio Gayo estaba cerca. Recogió la piedra, extrajo la daga que llevaba bajo el correaje y empezó a afilarla igual que a aquella espada que se perdió para siempre.
-No es fácil disparar una Bukov – dijo el hermano.
La mano no la extendía para saludarme, lo hacía para dejarme desarmado. María me miraba con sus ojos negros. Cuando me incliné para dejar el fusil sobre las tablas del piso me di cuenta que yo también era un nombre. El hermano retrocedió. Es cierto, mi movimiento podía interpretarse, a lo menos, de dos modos, ataque o entrega. Y aunque el hermano llevaba una Walter bajo la chaqueta, por la forma del bulto escondido la reconocía, ¿qué podría hacer él contra mí, contra el que había participado en el enfrentamiento en el que murió Ismael?
-Mi célula sabe que estás aquí –dijo finalmente el hermano recogiendo la Bukov –y te sacaremos, pero desarmado.
Nosotros no nos organizábamos en células.
Después que se fueron descosí el forro del colchón y saqué el revólver que allí había guardado el día que llegué. El y la daga, yo y el Smith &Wesson. Inermes, pero no tanto.
Esa tarde volvió María con el periódico del día anterior. Había una foto mía. Mi familia la había entregado, mi familia me protegía, era una foto en la que estaba irreconocible. No habían conseguido otra. La de mi documento de identidad era menos ilustrativa aún.
Recorté la foto con el cuchillo que María me dejara como servicio para comer y la coloqué junto a la papa frita. Mi virtualidad se había completado. La foto y la papa frita eran sólo contornos sin volumen en el borde de la ventana cerrada.
¿Cuándo vendría la célula a rescatarme? ¿O los perros llegarían antes?
Algunos centinelas había dejado Prusias. Uno de ellos le avisó. Publio ya había desembarcado a algunos estadios del palacio y se preparaba a marchar. Enviaba un emisario.
Eso sucedía entonces. Ahora no. Ningún mensajero llegaría a prepararme para la captura o el asesinato.
Él lo recibió. Era un jefe miliciano que se tapó las narices al penetrar al cuarto. Después desvió la mirada para ocultar sus ojos del ojo vacío del general.
-Dile a Publio Gayo que lo espero –le dijo él y le dio la espalda.
El miliciano tuvo un asomo inconsciente de audacia y acercó la mano a su parazonio. Pero fue sólo un instante. Esa espada apenas le serviría para rasguñarle los huesos. Y si no moría en manos de él, lo haría en las de Publio por haberle evitado la gloria de capturar al soberbio perseguido.
María no regresó en dos días. Ya me había acostumbrado a su presencia, a su comida, al espacio que ocupaba en la cama. Cuando lo hizo traía noticias y la noté un poco esquiva. Estaba asustada. ¿Me habrá delatado?, ¿su hermano, sería quién decía ser? Me tranquilicé por la lógica de la secuencia temporal. ¿Para qué esperar tanto? Ella fue, temprano esa noche, lo que el mercenario para él. Mis publios gayos habían desembarcado.
Como siempre, el silencio precedía y envolvía los acontecimientos, felices u ominosos. ¿Cómo no iba a saberlo él? El silencio que le permitió engañar al dictador Fabio y eludir una derrota segura en aquél desfiladero, antes de ocupar Geronia. El silencio perpetuo que abatió a Taurasia después que degolló a los cinco mil habitantes que se le habían resistido. El silencio con el que Publio Gayo rodeaba el palacio de Prusias, tomaba los rehenes bitinios que, como leve escarmiento por el refugio a él otorgado, debía llevar a Roma; el silencio con el que se aprestaba a irrumpir en los laberintos del palacio hasta encontrarlo. El mismo silencio del barrio en el que me escondía. No era hora de sosiego. La comida, aunque escasa, se servía en la vecindad, los niños lloraban, los más grandes jugaban a la pelota en la calle, uno que otro automóvil transitaba por ahí. Pero nada de eso ocurría ahora.
Ni el graznar de los cuervos en los prados del palacio, o el ajetreo de las ratas en las acequias, ni siquiera el viento desplazándose a través de los pasadizos anunciaban otra cosa que la presencia de Publio cercándolo.
María me observaba en silencio. Yo estaba desnudo sobre la cama. Me vestí. Me puse los pantalones, la camisa, el chaleco de lana y la chaqueta. Me anudé con fuerza los cordones de los zapatos, revisé el tambor del revólver y lo coloqué en el cinturón, en mi espalda. María estaba pálida.
-No alcanzaron a llegar los amigos de tu hermano –le dije.
Ella asintió.
Él se sacó el taparrabos y quedó desnudo. La daga, afilada, en su mano derecha. Ahora si podía escuchar sus pasos. Al fondo del corredor.
Yo también. Crujía el piso de madera de la vieja pensión. María se sentó en la cama. No quería que se quedara y le dije que se fuera, por la ventana, que se fuera como la Caro.
-Yo no soy como la Caro –me respondió.
Hubo silencio otra vez y yo empuñé el Smith & Wesson.
Él la daga.
Yo no pude esperar más. Me acerqué a la puerta, giré el cerrojo y la abrí. Insinué el arma martillada hacia la penumbra del pasadizo.
Él se quedó en el medio de la pieza. Publio Gayo, adelantándose a la centuria se detuvo en el umbral y contempló, con su espada desenvainada, a ese monumental hombre, negro, desnudo. De súbito la sangre dejó de fluir a los brazos del romano, aunque su corazón se encabritaba. Dejó caer la espada. Entonces él levantó la daga, la que le presentara su padre al nacer, la que sin ceremonia alguna le regalara una tarde de sosiego en sus robledales de Zartana y con un solo movimiento se reventó el cuello donde late. La sangre saltó, potente, impregnando de dignidad el desbravado cuerpo del futuro Cónsul Publio.
No había nadie en el pasillo. Ya me había advertido María que ese caserón guardaba fantasmas. Ella se acercó. Volví el revólver al cinto y la tomé de la mano. Afuera los muchachos jugaban a la pelota, los niños lloraban y las mujeres llamaban a la mesa. Esa noche nos fuimos a Chiloé para siempre. Allá había quedado la papa frita y mi irredenta identidad fotográfica. Mi virtualidad quedaba, así, en el pasado.

FIN

 

 

 

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