Tito Matamala

 

TITO MATAMALA, periodista y magíster en Literaturas Hispánicas. Ha publicado numerosos libros de cuentos, novelas y ensayos humorísticos. En su obra prima el abordaje heroico y desenfadado de la bebida, a través de personajes de antología, y la creación de un universo de lugares y personajes extraídos de la propia vida del autor, que se repiten en el transcurso de su obra. Actualmente incursiona en la literatura infantil con "La gran breve guía de los animales salvajes", publicado en 2010 por Ediciones B.

 

Cuentos breves de Tito Matamala

EL TOBILLO DE BEATRIZ

Beatriz acostumbraba escaparse, y entonces Dante creía morir de pena, pero lo malo es que no se moría de pena y seguía allí esperándola con camarones y vino tinto. Por eso un día, con una hábil y rápida maniobra, decidió amarrar el tobillo de Beatriz a la pata del pesado velador de roble viejo en su cuarto. Así la sintió segura, por lo que se olvidó por un breve lapso de la pena de su ausencia. La última vez que Dante la vio, Beatriz caminaba a paso lento por la calle Miraflores arrastrando el pesado velador de roble viejo.

 

WWW.TODOFLAQUITAS.CL

Cansado de la pena, abrumado por la soledad, decidí encargar una flaquita al sitio web www.todoflaquitas.cl. Pagué con transferencia bancaria y me llegó dos días después: tenía puerto USB, wifi y multilector de tarjetas. Funcionaba bien, cocinaba mejor, sonreía siempre, y nunca decía que no. Busqué un nombre para ella: pensé en Penélope, en Helena, en Julieta, pero elegí Beatriz.

Cuando me falló su sistema, la voz de un chicano en el call center no pudo ayudarme mucho. Y la di por perdida.

 

LA LEY DE MOORE

Un beso largo y pegoteado. Dos manos asidas como culebras. Cuatro pies entrelazados y confundidos. Ocho horas sintonizados en el mismo camastro. Dieciséis años de diferencia entre él y ella. Treinta y dos minutos para que el despertador encienda sus campanadas. Sesenta y cuatro libros desparramados en las gavetas de madera. Ciento veintiocho instantes de duda en las tardes de lluvia golpeando las ventanas... Sesenta y cuatro silencios incómodos en las madrugadas. Treinta y dos días que ella no viene ni llama ni escribe. Dieciséis páginas de una novela inconclusa. Ocho marcas de uñas que desaparecieron de los hombros. Cuatro veces su nombre a todo pulmón entre la muchedumbre. Dos ojos que miran con indiferencia. Un portazo.

 

8.8 RICHTER

Condorito sale riendo de los escombros de un edificio que recién han demolido, se ríe mucho porque justo cuando tiraba la cadena del wáter el edificio le cayó encima. Han pasado treinta años desde que leí esa revista de Condorito. Y ahora entiendo el chiste, porque exactamente a la hora en que yo tiraba la cadena esa madrugada del 27 de febrero, ay, se me vino encima mi casita de Chiguayante.

 

SECRETARIAS

Había adquirido el hábito de almorzar temprano, muy temprano, tanto que sus amigos se mofaban de él. Pareces una guagua, le decían. Pero, indemne a las bromas, Lautaro Brevis seguía concurriendo al refectorio de la calle Paicaví a las 12:10 horas, todos los días. Así, argumentaba, podía disponer de la tarde para sus tareas y el cultivo de sus muchos ocios. Era tal su precisión horaria, que cualquier retraso, por mínimo que fuera, lo exasperaba y lo ponía de mal humor. Se creía en posición de exigir una atención inmediata, apenas llegara al comedero, y que no lo dejasen esperando en la marca inicial de la barra de autoservicio, como le había ocurrido varias veces. En ciertas oportunidades, incluso, se marchó de ahí sin almorzar. Su más alta sensación de triunfo se producía a las 12:23 horas, cuando ya estaba acomodado en su mesa – “su” mesa – junto a la ventana, para ver cómo los demás comensales se iban concentrando y molestándose en la fila producto del apuro y el hambre. “Su” mesa se ubicaba junto a los grandes ventanales que daban a la calle. Fue así como un día vio llegar una docena de señoritas bien vestidas, jóvenes, aparentemente secretarias, tal vez participantes de un congreso en la universidad – o algo así, pensó –, las que enseguida agarraron sus bandejas y se agolparon al final de la cola para comer. Luego llegaron más, otra docena, y otra docena. De repente, Lautaro Brevis observó que era al menos un centenar de mujeres, que ya habían copado el interior y que se apretujaban en el exterior, entre los enormes maceteros de la vereda. Sobresaltado, dejó a un lado el lomo de cerdo con puré. Quiso calcular por dónde podría salir, pero el tumulto de señoritas le arrinconaba la mesa y le tapaba cualquier salida. Sintió pánico. Eran las 12:25. Lautaro creyó que las secretarias lo miraban como a un espécimen extraño, ajeno.

Una semana después sus amigos interpusieron un recurso de amparo en los tribunales de justicia. Todavía no saben de su paradero.

 

HOMBRE MUERTO EN EL BANCO

Fue simple, ese día Petronio Perales olvidó en casa su carné de identidad, y por esa razón murió de un infarto al miocardio. Su cuerpo quedó afirmado en el mármol de las cajas del banco, a medio caer, y en su mano un cheque nominativo convertido en repollo. Tenía 78 años.

Su comportamiento petulante – a veces hasta soez – en los programas de radio y televisión locales, provocaba que el nombre de Petronio Perales enseguida generase expresiones de sorna, malestar y vituperios, aun cuando la conversación se alejase de la especialidad del finado: el deporte.

― Lo que pasa con el deporte es que el chileno no entiende la mayéutica ni la hermenéutica. Les falta leer a Schopenhauer, señor, les falta esforzar el músculo de la glándula pineal, y contactarse con el centro gravitatorio de la masa cuántica terrestre. Ven, queridos pelafustanes, ya no se enseña mayéutica ni hermenéutica en las escuelas de periodismo, por eso tanto burro titulado ― solía comentar en pantalla.

La vejez a Petronio Perales le había sentado mal. Su rostro se había vuelto un amasijo de greda – se asemejaba a un muñeco de “Plaza Sésamo” – en el que empotraba unos lentes de gruesos marcos cuyos vidrios parecían bollos de arena fundida. Así se le veía caminar por la ciudad, con su porte alto y corpulento, saludando a los desconocidos que lo miraban con recelo, de seguro porque lo reconocían de la televisión o en sus numerosas apariciones en la prensa escrita.

Esa mañana en el banco, sin embargo, nadie lo reconoció. Cuando el cajero le solicitó su carné para cambiarle el cheque, Petronio le preguntó con soberbia si acaso no lo conocía, si no sabía que él era Petronio Perales, hombre de larga trayectoria en radio y televisión. Ante la negativa del cajero, el ofuscado anciano giró hacia el resto del público y pidió que alguien diera fe de su identidad. El silencio le habrá provocado el alza de presión. Volvió a preguntar, esta vez gesticulando y casi a gritos, cómo nadie conoce a Petronio Perales. Se dio vuelta hacia el cajero y le insistió en que, indudablemente, él era quien decía ser.

Cuando se acercó el guardia, alarmado por la agitación, Petronio Perales ya se derrumbaba con la expresión de impotencia que cargan algunos muertos. Y allí se quedó sentado.

Y allí lo vi agonizar desde mi posición privilegiada de la fila exclusiva para clientes: era sin duda Petronio Perales, ese viejo de mierda que hablaba huevadas todos los días en televisión.

 

Sitio web del autor: http://www.titolandia.cl/

 

 

 

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