Ernesto Langer Moreno

 

Elías

Novela Breve en 3 partes

registro de propiedad intelectual nº 115.289

Prohibida toda repoducción de esta obra, por cualquier medio, sin consentimiento de su autor.  

Ilustraciones y portada de Omar  


1º Parte

  

Encarnado, cubierto por una nueva piel, en medio del abundante follaje de los árboles que suben hacia el cielo, cerca del ruido de las aguas que enloquecidas pasan su lengua mojada por la tierra, su primer llanto sonó algo así como un débil desgarro, que nadie escuchó, sino su madre, que cortó con los dientes el cordón umbilical, y agotada se tendió después sobre la hierba con la criatura en los brazos, mirando el horizonte. Lejos había quedado el pueblo, y en él ese hombre inconsecuente, quien no había amado la idea de traer esa nueva vida al mundo, aquella que dormía ahora sobre sus pechos hinchados, arrullado por el sonoro y profundo respirar de las criaturas del bosque. Al amanecer se adentró aún más en la espesura, caminando lentamente, pensando en que nada importaba ahora el pasado o los recuerdos, sino sólo el futuro incierto que le esperaba después de haber tomado la férrea decisión de sobrevivir y criar al fruto de su vientre. Pasó la mañana con el niño en brazos, amamantándolo y tratando de reponerse de su natural debilitamiento. Se refrescó en el agua de un estero y aprovechó de limpiarse y limpiarlo, descansando.

Comió del pan previsto para el viaje y mientras lo hacía, sentada sobre una gran roca en medio de ninguna parte, le puso nombre a su hijo: Te llamarás Elías, le dijo, y lo besó ceremoniosamente en la frente. Elías se aferraba al pecho después de buscarlo tanteando como un desesperado, ávido de succionar ese alimento capaz de saciarlo, y luego se dormía para volver a despertar frenético y hambriento. Era un niño sano, como muchos otros lactantes nacidos por entonces en esas tierras generosas, y nada dejaba presagiar lo singular de su destino. Tres días después del parto y de caminar, la mujer no había logrado recuperar sus fuerzas y su salud decaía, teniendo que detenerse a descansar cada vez por más tiempo. Al atardecer, fatigada, divisó entre los árboles lo que parecía ser una cabaña, y de ella vio venir un hombre delgado y vestido ligeramente, quien mirándolos con unos ojos serenos y dulces se les fue acercando, alcanzando a tomar la criatura en sus brazos antes de verla caer desmayada a sus pies, exhausta.

La cabaña era pequeña, construida con la corteza y las hojas de los árboles. Era limpia, tenía una sola ventana y una puerta. Los únicos objetos que se veían adentro eran un cántaro para el agua, unos cestos con fruta y unas mantas viejas. Cuando despertó buscó nerviosa su hijo y lo vio tranquilo durmiendo en los brazos del hombre que lo arrullaba con un dulce susurro. Se levantó de prisa llevada por un impulso, para quitárselo, y el hombre no opuso resistencia, entregándole el niño con una ternura que la sorprendió. La criatura buscó enseguida su pecho y ella se sentó en un rincón a amamantarlo, sin quitarle al hombre los ojos de encima. Más tarde, un poco más repuesta, se atrevió a dirigirle la palabra. Resultó ser un hombre singular, que había decidido abandonar todas sus pertenencias para venirse a instalar allí en la soledad, huyendo del mundanal ruido, buscando a Dios y a sí mismo. Vivía solo y según él hacía varios meses que no veía a nadie.

El lugar era hermoso, el hombre cordial y su cansancio enorme, por lo que decidió no continuar y quedarse allí hasta lograr reponerse. El hombre los invitó a quedarse, y como su simpatía por el niño era evidente, la madre no tardó en dárselo en los brazos permitiéndole que lo arrullara acariciándolo. Después, seguramente la quietud y la belleza del lugar, más las buenas vibraciones de su habitante, lograron persuadirla de que ese era el lugar ideal para criar a su hijo, allí en medio de la naturaleza y apartado del mundo. Así, Elías creció sano y amado por aquellos dos seres que habían preferido retirarse del mundo, cada uno por sus razones, y que le habían entregado lo mejor de sí mismos. Sus primeros pasos fueron dados en medio de ese verde oloroso que puebla los lugares casi vírgenes, inocente y salvaje aprendiendo el lenguaje de los suyos, mezclándolo con la lengua de los animales y los árboles, amparado, protegido lejos de los oscuros ires y venires de sus semejantes. El agua era su espejo y las criaturas del bosque sus compañeros de juego. Hasta que con el tiempo creció, le nació una curiosidad abismante y le asaltaron las preguntas. Preguntas tan serias y profundas que sus padres presintieron su partida y el comienzo de su historia. Y lo dejaron partir, no sin antes hacerlo prometer que volvería.

 

II

 

El sendero hacia el mundo tiene miles de brazos y muchas direcciones y Elías tomó cualquiera. Caminó durante días hasta que divisó a lo lejos el polvo levantado por una carreta siguiendo la huella de un estrecho camino. Agilizando su paso logró alcanzarla y por primera vez vio el aspecto de otro de sus semejantes.

Marcos Dionisio Pantoja era un comerciante de cuerpo regordete acostumbrado a una vida itinerante. Vendedor de los más diversos utensilios domésticos su carreta iba cargada de sartenes, cucharones, ollas y cosas por el estilo, las que emitían un gran ruido al estrellarse unas contra otras. Elías caminó largo rato detrás de la carreta observándolo sin atreverse a llamar su atención y sin que éste lo notara. Cuando Pantoja lo hizo, le pareció curioso encontrar a alguien a pie por ese camino y lo invitó a subirse a la carreta, haciéndole señas con una mano. Elías subió y se sentó a su lado permaneciendo en silencio. Pantoja supuso que su dirección era la misma por lo que no preguntó. El calor y el lento movimiento de la carreta invitaban más bien a que el viaje fuera algo somnoliento. Pero de repente el comerciante habló.

- Voy hasta los Pozos, le dijo, allá me esperan mi mujer y mi hija. He recorrido la región vendiendo mis productos y tengo ganas de regresar. No me ha ido mal, no me quejo, he tenido un buen viaje y con lo que he ganado tenemos para pasar un buen invierno. Espero que todo esté bien por casa y que el pesado de Ornitorius haya dejado de rondar por ella asediando a mi hija. Es increíble lo que uno se preocupa por los hijos, continuó, la semana pasada estuve en un pueblo de la costa donde una terrible epidemia daba muerte a los niños más pequeños. Se podía hacer un río con el llanto de las madres, pero no había nada más que hacer que lamentarse. Entonces di gracias a Dios por no encontrarme en una situación como esa y en lo único que pensé fue en regresar y abrazar a mi familia llenándolas de besos. A Elías le pareció que el hombre hablaba demasiado, pero fue cortés y lo siguió escuchando. -María, mi hija, continuó, es linda como una flor, se parece a su madre cuando tenía su edad y cocina aún mejor que mi esposa. Ya en varias ocasiones he tenido que espantar a vehementes pretendientes que queriendola seducir sueñan con desposarla y poseerla, cuando todavía es muy joven. El caso es que ninguno tan persistente como Ornitorius, el hijo de Bohemius, el ebanista, que aún conociendo mi pensamiento al respecto, insiste en verla y cortejarla. Yo le perdí toda simpatía el día en que queriendo verla se sentó por largo tiempo sobre una piedra frente a mi casa, esperando que mi hija saliera para abordarla. Por supuesto que ella no lo hizo, pero fue tanta mi molestia que salí para encararlo. Es persistente el joven, hizo como si no me escuchara y allí se quedó, hasta que finalmente mi María tuvo que, por piedad, dirigirle la palabra. El la quiere por esposa, se lo dijo, y yo haría cualquier cosa por no tener que soportar un yerno como ese. Dejé bien aleccionada a mi mujer, pues no quiero que el tipo se aproveche de mi ausencia.

El comerciante se veía inquieto, pero no apuraba la marcha, consciente de que eso sólo lograría agotar a las dos bestias que tiraban de la carreta. De pronto sacó una botella que ocultaba bajo unos tiestos, bebió un buen sorbo y le ofreció a Elías un trago. Este se empinó la botella sin imaginar que ese líquido le quemaría la garganta y se puso rojo y sintió convulsiones en el cuerpo. -Está bien, está bien, quiso calmarlo Pantoja, es sólo un poco de buen licor de rosas, le dijo, y le golpeó la espalda con suavidad.

Elías creyó sucumbir, pero poco a poco le fue volviendo el alma al cuerpo y la tranquilidad. No sería ésta su única sorpresa, pensó volviendo en sí. Detrás de unos peñascos el pueblo de Los Pozos aparecía con luces en sus casas, espantando la oscuridad. - Llegamos, le dijo Pantoja, contento.

Después de despedirse y agradecer al comerciante Elías se dedicó a recorrer un poco el pueblo. Jamás había visto casas como esas ni mucho menos tantas. Eran casas de barro o ladrillo, altas, con pesados techos de tejas y muchas ventanas y luces. Unas tras otras puestas en filas como si fueran una gran culebra que se contorciona dando vueltas. El ver tanta gente le produjo una especie de temor incomprensible que le hizo querer retroceder por donde mismo había venido, pero no lo hizo, y en cambio buscó un lugar solitario, estiró su manta y se acostó a dormir bajo las estrellas, como lo había hecho tantas veces antes.

 

III

 

La mañana siguiente fue agitada desde un comienzo. A Elías lo despertaron los perros que buscaban comida entre los desperdicios, y antes de salir el sol, entre el canto del gallo y las campanas de la iglesia, él ya caminaba con sus pies desnudos levantando el polvo de las calles. Poco a poco hubo más y más gente. Entonces pensó en que al fin estaba ahí donde quería, en medio de todo el mundo, tan cerca de poder responder a muchas de sus preguntas. Porque para él era un misterio la vida de los hombres. Después de vivir tantos años alejado quería conocerlos, hablar con ellos, vivir con ellos, saber lo que pensaban y soñaban.

De estos que encontraba ahora algunos lo saludaban y otros lo ignoraban o le lanzaban a los ojos miradas despreciativas. Varios perros lo siguieron mientras caminaba absorto mirando las vitrinas. Se detuvo en una verdulería y cogió una fruta, una manzana. La mordió y le pareció deliciosa. Luego iba a continuar cuando el comerciante se le acercó amenazante exigiéndole su pago. Elías verdaderamente no comprendió lo que éste le pedía y debió de poner una cara tan sorprendente que el verdulero, considerando que se trataba solamente de una manzana, lo dejó ir pensando que era un loco. Continuó como si nada, mordiendo y disfrutando la manzana. Un par de niños que habían observado todo el incidente corrieron a burlarse dándole pequeños empujones, cosa que Elías recibió con mucha gracia, tomándolo como un juego.

Las carretas y unos pocos autos llamaron su atención. Se dijo que era verdaderamente entretenido e interesante haber decidido hacer un viaje como éste. Aunque echó un poco de menos el verde abundante y el agua cristalina que tan bien le haría a un lugar así tan polvoriento.

Cuando el sol estaba justo encima de su cabeza se sentó bajo la sombra de un viejo árbol, en medio de una plaza, a observar los pájaros que se bañaban en una pileta. Quiso bañarse y se refrescó como ellos en el agua. Tuvo hambre y entonces se dio cuenta de que allí no había frutos en los árboles, ni huevos en los nidos, ni hongos en la tierra, ni peces en el agua de donde alimentarse. Otra sorpresa, pensó, y se preguntó cómo haría para lograr comer algo. En eso le llamó la atención el campanario de la iglesia y se distrajo. Nunca antes había visto una torre alta como esa, ni una casa tan imponente. Allí debía de vivir alguien muy importante, supuso. Entró a la iglesia e inmediatamente se sintió incómodo al encontrarse solo en un lugar tan enorme y vacío, lúgubre y oscuro, rodeado de símbolos desconocidos y estatuas de yeso adornando sus paredes. La abandonó de prisa, como si algo o alguien lo persiguiera: un mal augurio. Afuera respiró profundo, sintiéndose más aliviado. Y se dijo que, aunque el que vivía allí si debía ser muy importante, no debía ser alguien muy sano ni digno de confianza.

Cruzó la calle y volvió a la plaza. En ella se tendió sobre uno de los bancos a reposar y a sentir el calor del sol en todo su cuerpo. Ya por la noche, mientras caminaba, vio como se fueron apagando una a una las luces de las casas, hasta dejar las calles completamente oscuras y en silencio.

Volvió al lugar que había elegido para dormir, y cuando lo hacía, vio a dos hombres discutiendo en una esquina. Después vio como estos se fueron a las manos y el uno le daba al otro y viceversa. Uno de ellos sacó un cuchillo y el otro envolvió su brazo con la chaqueta. Elías pudo sentir el odio que emanaba de esos dos cuerpos excitados y recordó haber visto eso entre dos lobos peleando por la comida. Pero, jamás pensó encontrar lo mismo entre los hombres. Dejó el lugar, boquiabierto, mientras los dos contrincantes seguían batiéndose con furia. Aquello que comenzaba a conocer de los hombres lo desconcertaba. Era mucho para un solo día. Y buscó el reposo.

 

IV

 

Al otro día dos oficiales lo zamarrearon mientras aún dormía cubierto con su manta. Y apenas pudo sentarse comenzaron a interrogarlo. Anoche había ocurrido un crimen y buscaban sospechosos. Querían saber su nombre y qué es lo que hacía en Los Pozos. Fue poco lo que pudo explicar en ese instante, y aunque ni su aspecto ni comportamiento eran los de un criminal se lo llevaron detenido por vagancia. Elías no se resistió y los acompañó de buena gana.

En el cuartel insistieron en saber si había visto algo. Entonces él les contó sobre la pelea callejera entre aquellos dos hombres. Y resultó que describió con tanta precisión a la víctima, y también al asesino como supusieron inmediatamente otros, que sin quererlo se convirtió en el principal testigo de los hechos. Le preguntaron si conocía a alguien en el pueblo y Elías sólo recordó a Pantoja y dio su nombre. Un par de horas más tarde veía de nuevo al comerciante.

Enterado de lo ocurrido Pantoja se identificó y sorpresivamente se ofreció como garante de Elías en caso de ser necesario. La policía lo dejó libre con la condición de que permaneciera en el pueblo, y Pantoja lo llevó a su casa. La casa del comerciante era grande, de ladrillos y hermosa, con cardenales rojos adornando las ventanas y con dos faroles grandes alumbrando la puerta de entrada. En ella la mujer de Pantoja lo recibió con cordialidad y le sirvió una sopa caliente. Entonces conoció a María, que se sentó también a la mesa a compartir. Ella era tan bella o más de lo que dijera su padre. Tenía los ojos verdes y grandes, el pelo ondulado y largo y se le dejaban caer algunos rizos sobre la frente morena y tersa. Sus manos eran finas y su cuello perfecto. Tendría unos 17 años y una risa exquisita.

Elías se dio cuenta inmediatamente que su corazón comenzaba a latir de un modo inusual y se sorprendió de sentir emociones como esa. Quedó maravillado con los graciosos movimientos de María, pero ocultó sus sentimientos haciendo un esfuerzo. Esa noche estuvieron hasta tarde compartiendo y escuchando las historias de Elías y se extrañaron de que un joven de su edad no supiera leer ni quien era el presidente de la república. Aunque sospecharon de él otras virtudes menos comunes y más excelsas. Luego le prepararon una cama que a Elías le pareció enorme, y prefirió recostarse sobre el piso.

El misterio del crimen fue resuelto rápidamente y Elías fue llamado a identificar al sospechoso. Cosa que hizo.

Allí estaba uno de los hombres de esa noche. El que había sacado el cuchillo y se abalanzara sin piedad sobre el otro. El hombre estaba esposado de espaldas a la pared y con su cabeza baja, pero Elías lo reconoció de inmediato. Ya no emitía éste el mismo olor a odio de esa noche y Elías notó que el hombre lo observaba todo de manera cabizbaja. Inclusive a él lo miró de un modo que le produjo una pena sorda en el alma. Pero ese era él, un hombre que ahora olía y sentía como un hombre, y que esa noche se había convertido en un animal y arrojado con furia sobre su presa. No pudo sino sentir lástima por éste, pues según la ley de los hombres su condena sería la muerte. Y él no sabía alegrarse de la desgracia ajena. Después de esto quiso estar solo para pensar un poco y se fue del cuartel hacia la casa de sus amigos caminando por calles hasta entonces desconocidas.

De pronto se dio cuenta que lo seguían. Era un joven bien fornido, de cabello rojo y con un gran sombrero, quien apuraba el paso para alcanzarlo. Elías se detuvo. Cuando estuvieron frente a frente éste lo amenazó, molesto según dijo por su excesiva cercanía con María. Le dijo que ella era suya, y que no aceptaría que ningún pelafustán recién llegado se le interpusiera. Y que si no partía de allí cuanto antes tendría que vérselas con él y con los suyos. Elías no pronunció palabra y lo miró a los ojos directamente sin perder la compostura y sin provocarlo. De nuevo podía oler el odio en un hombre y sabía por experiencia que no se debía responder a las amenazas de un animal a no ser que fuera inevitable. El colorín le dio un empujón y luego desapareció por donde había venido.

No dijo nada de lo ocurrido. Y habiéndose ganado la confianza de la familia permaneció con ella ayudando en los más diversos quehaceres y profundizando ingenuamente su amistad con María. Pantoja le regaló unas pirchas que le sentaban y tuvo también que lidiar con unos zapatos que en un principio le fueron casi insoportables.

Le gustó la vida de esa familia y la familia por su parte se empecinó en querer enseñarle algunas cosas sobre el mundo. María le enseñó a leer y a escribir, incentivada por su padre. A la semana de haber comenzado el aprendizaje Elías ya podía reconocer algunas sílabas y María se sentía dichosa con los resultados. Diríase que se sentía feliz de poder sacar a Elías de esas sombras y al mismo tiempo, de ver como esa sencillez y naturalidad de su pupilo se transmitía hasta su alma. Los progresos fueron rápidos, sobre todo en aritmética donde Elías se mostró un verdadero prodigio. Pantoja incluso soñó con poseer una habilidad como esa para utilizarla en sus negocios, y siguió alentándolos a continuar con los estudios. Pensó que Elías tendría una especie de don que lo hacia diferente a todos porque aprendía sin cesar la materia que le mostraran. Tan diferente a él que había sido siempre un mal alumno y resultado tan mediocre en matemáticas. Pero a decir verdad el secreto era que Elías se hallaba cautivado por María y estaba por lo tanto llano a cualquier cosa que ella pudiera enseñarle. Amaba realmente esas tardes de ejercicios y los cálidos y tiernos reproches de su profesora cuando la materia no avanzaba. Pero, sobre todo amaba esos grandes ojos verdes. Aunque nunca dijo nada. Nada. Aún si notaba que para ella él tampoco era indiferente.

Demasiado tímido tal vez, guardó sus sentimientos temiendo arruinarlo todo, conociendo el pensamiento de Pantoja sobre el asunto.

Por ese tiempo Ornitorius comenzó de nuevo a rondar por la casa y Pantoja se puso furioso, hasta el punto de salir decidido a romperle la nariz. Lo agarró de la camisa y cuando lo hizo Ornitorius empezó a gritar a toda boca. Le dijo que era el colmo, que como permitía que un don nadie, venido de no se sabe donde, pasara el tiempo bajo sus propias narices cortejando a su hija. Que era un viejo ciego. " Pero a mí no me harán eso, continuó, a mí no me harán eso" .

El comerciante se irritó aún más al escuchar esas palabras, pues jamás se le había pasado siquiera por la mente una relación amorosa entre su protegido y su hija. Empujó a Ornitorius con fuerza quien temeroso emprendió la fuga gritando lo mismo mientras se alejaba corriendo y tropezando sin cesar. " A mí no me harán eso, no lo crean ustedes, no me harán eso".

Pantoja volvió a su casa agitado y confundido, y con el germen de la desconfianza en la mente. María trató de calmarlo, pero éste la alejó. Elías que como todos había escuchado, y de paso reconocido al colorín, pensó que la cosa se ponía un poco negra y se prometió a sí mismo disimular aún más la atracción que sentía por María. Pues no podía dejar que en el espíritu del padre permaneciera la más mínima sospecha.

Las siguientes semanas fueron más calmas. El celoso padre pareció olvidar sus sospechas y dejó de observarlos con miradas suspicaces. Elías los encantaba con sus largos relatos por las tardes. Les contaba como eran esos parajes indecibles, los ruidos y silencios mágicos de la espesura desdibujada por la noche. Les hablaba de sus juegos con los animales y de sus permanentes subidas a los árboles para otear el horizonte. Y su tono de voz se ponía triste y melancólico cuando les contaba de sus padres.

En realidad era tan conmovedor escucharlo contando todas esas cosas, que la familia de Pantoja le agradecía esos momentos, sintiéndose bendecidos de escuchar aquello tan fantástico y que muy pocos conocían. Cada uno tenía en su mente una imagen clara de la paz y armonía que rodeaban a esa pequeña cabaña del bosque. Cerraban los ojos y podían oler el rocío de las aguas cayendo estrepitosamente sobre la tierra y las piedras. Veían los árboles enormes permitiendo que el viento silbara entre sus copas.

Todo eso les volvía la vida más alegre y distinta. Por su parte, para Elías ésta era la repuesta a una de sus preguntas más interesantes y estaba seguro de que eso era el amor. María le resultaba ahora imprescindible y no hubiese podido pasar un día sin verla ni escuchar su voz. No importaba que todo eso debiera guardarse en el más profundo de los silencios, pues él podía ver en las miradas de ella un sentimiento recíproco. Algún día sería su momento. Pero por ahora se conformaba de vivir lo que vivía, algo maravilloso de lo que su madre le había hablado siempre, y que era uno de los propósitos de su viaje.

 

 

V

 

La vida le sonreía y estaba dichoso. Cada día traía para él un amanecer de júbilo. Pero el viernes por la noche el destino decía otra cosa, pues María era encontrada muerta asesinada a pocos kilómetros de su casa. Pantoja sintió que le temblaban las rodillas al recibir la noticia y su madre cayó desmayada como fulminada por un rayo. Un cuchillo, clavado en su espalda, había sido el causante de que la vida se le escapara poco a poco.

Pero, quién haría eso.

Con la última persona que la vieron fue con Elías y éste no aparecía por ninguna parte. Ornitorius entonces se encargó de culparlo y levantar la ira de casi todo el pueblo en su contra. Era evidente, según él, que éste la había asesinado al no poder poseerla, porque el cuerpo de María tenía rastros de forcejeo e intentos de violación. Pantoja enardecido maldijo a Dios por haber permitido llevar hasta su casa a un mal nacido como ese y ciego de angustia y odio encabezó sin darse cuenta la persecución del que creía el asesino de su hija. En vano resultaron las advertencias de la policía quienes trataron de detenerlo, impidiéndole cometer alguna tontería, haciéndole ver que la culpabilidad de Elías debía comprobarse luego de una exhaustiva investigación.

Elías sin embargo fue advertido por aquellos que no creían en su culpabilidad, y éste al saberlo creyó también morir de angustia y declarando su completa inocencia quiso buscar a María para estar con ella sin pensar en lo que pudiera ocurrirle. Pero los gritos exaltados de la turba que venía en su búsqueda lo hicieron desistir y emprender la huida siguiendo sus instintos. No podía creer lo que estaba sucediendo. Cómo pensaban ellos que él podía haber hecho una cosa como esa. El la amaba, ella era lo mejor que le había ocurrido en su joven existencia. Qué haría ahora sin ella. A dónde iría para volver a encontrar esos ojos y esa risa. El desgano, la impotencia, el dolor la angustia y el desconsuelo lo hicieron su presa, pero siguió corriendo para salvar su pellejo. María, María, María, gritaba como un animal herido, y la rabia anidó también en su corazón desgarrado y sus ojos llenos de lágrimas.

Huyó hacia los cerros y se escondió en una cueva. Desde allí vio al grupo de hombres con antorchas en su búsqueda. Pantoja y Ornitorius eran sus líderes. Y de nuevo sintió el odio en los hombres y buscó evitarlos. La cueva era profunda y Elías se internó en la oscuridad. Allí pasó la noche en cuclillas pensando en María y en como podría volver a verla, obligándose a creer que ésta no era más que una horrible pesadilla de la cual despertaría en cualquier momento.

Su corazón estaba hecho pedazos y no podía resignarse a no verla nunca más. Sin embargo, el destino es inexorable y ni siquiera pudo acercarse para asistir desde lejos al funeral. Decidió alejarse y ahora vio a un grupo de hombres uniformados siguiendo su pista. Mientras su María quedaba en la distancia.

 

VI

 

Hubiese querido volver a su casa en el bosque, y lo hubiera hecho sino fuera porque escuchaba a los perros que hurgaban el lugar en su búsqueda. Permaneció varios días en esa cueva sin asomarse siquiera a la luz del sol. No sintió sed, no tuvo hambre, y todo ese tiempo se lo pasó como si fuera un fantasma. Entonces, solo en la oscuridad y completamente decaído anímicamente, comenzó a sacar cuentas de lo ocurrido, y las imágenes de su vida empezaron a aparecérsele reflejadas en las paredes de la caverna. Primero apareció su madre cantándole canciones hermosas con una voz muy dulce y haciéndole cariño con sus dedos en la cabeza, y luego fueron las sabias lecciones de ese hombre tranquilo que él veía como su padre, hablándole siempre con calma, enseñándole a ser pacífico y paciente en toda circunstancia, mientras hacia dibujos con una vara en la tierra. Enseguida el agua, siempre el agua, limpia, cristalina, desaforada y libre cruzando el bosque como una viajera eterna y salvaje. Y después aparecieron las preguntas que lo habían motivado a hacer su viaje: ¿ cómo vivían los hombres?, ¿ Cómo era el amor ese del que le hablaba su madre ?, Cómo eran sus casas ?

Y entonces recordó su partida, y cuando había visto la carreta y el polvo que levantaba con su pesado tranco, y a Pantoja, y al pueblo de Los Pozos iluminando la noche tratando de espantar la oscuridad. Todo eso le pasó por la mente como una película. La nave de la iglesia inmensa y desolada, espantosa y aterradora, los pájaros bañándose en la pileta ágiles y alegres. Su alegría al sentir que su viaje era lo correcto y que estaba comenzando a conocer como vivían los hombres y como eran sus casas y sus sueños.

Las imágenes lo embargaban haciéndole tragar saliva con dificultad. Después vino la escena de los dos hombres peleando como si fueran bestias salvajes, y ese cuchillo que brilló a la luz de la luna cuando él decidió retirarse y abandonar lo que a sus ojos era un macabro espectáculo. Al otro día los agentes y de nuevo Pantoja que lo recibe en su casa. Y María, su María, la piedra angular de su destino. El ser de cuerpo y espíritu más delicado, la estrella de sus noches, alma de su alma. Y entonces le volvía a aflorar el llanto y empezaba a transpirar arrastrándose sin poder controlarse, enardecido y mudo de rabia sin poder explicarse las cosas.

¡ Que días aquellos de franca desesperación !

Pensó en entregarse y defender su inocencia, pero enseguida desistió sintiendo una gran desconfianza hacia los hombres. Finalmente esperó la noche y se alejó del lugar cubierto por las sombras, sin que sus perseguidores pudieran verlo. Y durante días caminó y caminó hasta que llegó al pueblo de Terramonte, un lugar rodeado por cerros, próspero y elegante, con calles pavimentadas y enormes faroles alumbrando las calles, a esa hora solitarias.

Apenas pisó esa tierra dos extraños intentaron agredirlo, pero Elías reaccionó con firmeza y les hizo morder el polvo y arrancar. En ese momento descubrió que algo cambiaba en él. Había perdido el interés por sus preguntas, o tal vez ya tenía las suficientes respuestas, pero el Elías que entró en Terramonte no era de ninguna manera el mismo que había llegado a Los Pozos hace algún tiempo. Su objetivo no era más el saciar la curiosidad de un ingenuo habitante de un perdido rincón del mundo, sino la supervivencia y cosa extraña en él, la venganza.

Se dejó crecer el bigote y la barba y no le costó encontrar un empleo e instalarse. Ganaba cinco pesos, con tres vivía y los otros dos los guardaba para ejecutar su plan. La gente del pueblo aprendió a estimarlo y él jamás volvió a hablar de donde venía, ni repitió sus maravillosos relatos sobre la vida libre y natural de las criaturas del bosque. Todos lo conocieron allí como un hombre ilustrado que leía, escribía y manejaba los números con una habilidad poco común. Y lo hacían oriundo de alguna gran ciudad. Sin embargo la pena profunda arraigada en su alma y llevada en silencio lo hizo un cliente habitual de los bares del pueblo.

Todas las noches visitaba esos lugares donde el vicio hace nata y extraños personajes comparten sus vidas quebradas embriagándose. En uno de ellos conoció a Eloisa, una puta joven y bella que le serviría a sus propósitos. A ella le entregó por primera vez todo el ardor de su cuerpo, y en más de una ocasión ésta lo sorprendió llorando sin motivo aparente y con los ojos perdidos en la distancia. Con el tiempo Eloisa que lo consideraba más que un simple cliente, comenzó a ser su único confidente. Y cuando ésta conoció la historia sintió tristeza y rabia como nunca y se ofreció a ayudarlo urdiendo un plan en conjunto.

-Se hará justicia, le dijo, y desde entonces Elías no supo porque intuyó que la oportunidad de la verdad estaba cerca.

 

VII

 

Eloisa fue la encargada de traerle noticias de Los Pozos. El tiempo había cambiado los ánimos y suavizado las penas aunque en el pueblo la vida continuaba sin que el crimen de la bella joven se hubiese olvidado, sino que al contrario, se había convertido en la historia más mentada de sus habitantes. Algunos decían que un salvaje la había asesinado después de violarla, pero otros reconocían que era extraño que el forastero la matará pues éste era más bien amigable y con un buen espíritu. La policía en todo caso no había logrado jamás resolver el asesinato.

Pantoja el comerciante, y su mujer, continuaban viviendo en la misma casa y parecían haber envejecido cien años. Ornitorius había heredado hace poco el negocio de su padre, y la tumba de María estaba permanentemente visitada y siempre llena de flores frescas. En todo caso, según los informes de Eloisa, no era para nada recomendable que se apareciera por el pueblo, y tendría que ser ella la que continuara investigando.

Eloisa abrió algo así como una sucursal de su negocio en Los Pozos y empezó, gracias a su oficio, a enterarse de las confidencias de los varones. Entre sus clientes estaba Ornitorius quien no se había casado y a quien en repetidas oportunidades le escuchó hablar con tristeza y con rabia acerca de María.

- Yo la amaba, le dijo un día, no sé por qué tuvo que enredarse con ese mequetrefe. Podría haber sido mía.

Eloisa aprovechando el momento trató de estirarle la lengua, pero al hacerlo Ornitorius se cerró como una tumba y cancelando la tarifa se marchó sin decir otra palabra.

Elías sospechaba de éste, pero no teniendo la certeza no podía asegurarlo. Aunque recordaba muy bien el relato de Pantoja sobre el asedio de su hija el día de su viaje, y no olvidaba tampoco sus amenazas, ni la escena y los gritos frente a la casa de María. Varias veces estuvo a punto de volver a Los Pozos y haciéndose pasar por otro, averiguar los hechos por sí mismo, pero fue persuadido por Eloisa de no hacerlo, porque de haberlo hecho seguramente le habría costado, aún entonces, la libertad y la vida.

En todo caso había cambiado de tal modo que nadie que lo viera hubiese dicho que ese era el mismo joven humilde, radiante y alegre que cautivara las personas con su sencillez y pureza. El alcohol y la pena que no se le quitaba lo volvían melancólico y agresivo al punto de deformarle el rostro, y se había vuelto un hombre de pueblo, libertino y con cierta fortuna. Trabajaba, dormía y bebía como un loco, pero por sobre todo no abandonaba ese deseo atroz de conocer la verdad sobre su María.

El tiempo pasó sin novedades y parecía que tampoco él lograría averiguar la verdad sobre los hechos y quien era el culpable. Hasta que un hombre borracho en extremo, fumándose un gran cigarro sobre la cama de Eloisa después de haberle pagado por sus servicios, le contó que el cuchillo con que le habían dado muerte era de propiedad de Ornitorius, y que aquello no se sabía pues lo había comprado en ese entonces hace muy poco, durante un viaje que hicieran juntos. Además le confesó éste a Eloisa que Ornitorius le aseguró que había sido un accidente y también amenazado de muerte si decía una palabra. Por otra parte, tomando en cuenta que el forastero tampoco era de su agrado, prefirió callar y que culparán a éste y no a su amigo.

- Te lo cuento a ti, le dijo finalmente, porque tú no eres más que una puta, y se quedó dormido.

Cuando Elías supo aquello que confirmó sus sospechas, sintió que los nervios le explotaban y la ira lo poseía. Nuevamente quiso regresar a Los Pozos para probar su inocencia y que se hiciera justicia, pero otra vez Eloisa lo evitó haciéndole ver que no tenían pruebas y que muy poco o nada valía el testimonio de una puta contando una supuesta confesión de un borracho. Argumento que Elías se vio obligado a aceptar de mala gana. Entonces tramaron el plan.

Eloisa le encargaría a Ornitorius seis sillas y una mesa de la mejor madera y le pagaría por adelantado el cincuenta por ciento de un muy buen precio, con la única condición que una vez terminadas las entregara personalmente a un tal señor Kortasius, en el pueblo de Terramonte. También se le cancelaría el flete y además una generosa prima en caso de cumplir con el plazo estipulado en el convenio.

Eloisa lo hizo y Ornitorius alentado por la paga aceptó sin hacer muchas preguntas. El día acordado Ornitorius subió las sillas y la mesa a su carreta, orgulloso de su magnífico trabajo, y salió de los pozos siguiendo el camino hacia donde le esperaba su cliente.

Elías por su parte se había levantado temprano y puesto a caminar en dirección a Los Pozos, acercándose al pueblo como nunca antes lo había hecho. Llegó hasta la cueva que le sirviera de refugio la terrible noche del crimen. Tocó con sus dedos las piedras de la entrada y pudo sentir como las imágenes aquellas que se reflejaran en sus paredes parecían haber quedado grabadas en ellas. Entonces volvió a escuchar después de mucho tiempo el sonido de las aguas cristalinas y locas surcando la tierra enmarañada y poblada por enormes vegetales; vio de nuevo las copas de los árboles empinándose hacia el cielo y escuchó las voces de sus padres llamándolo con suavidad y dulzura.

Respiró profundo y esperó. Hasta cuando vio venir la carreta y se ocultó detrás de unas rocas.

Ornitorius venía silbando sin mucha prisa para no fatigar los animales. Y cuando estuvo lo suficientemente cerca, con la imagen de su María en los ojos del alma, saltó sobre él mordiéndole la yugular, sin que éste pudiera zafárselo, hasta que con la fuerza de sus dientes logró sacarle un pedazo de carne y romperle la vena, y su boca se manchó con la sangre del sorprendido Ornitorius que sentía como la vida se le iba, pensando en que una bestia salvaje lo atacaba, y desesperado daba sus últimos tiritones en cuestión de segundos.

Entonces, por fin Elías se relajó. Y pensó que ahora si estaba listo para cumplir con la promesa que le hiciera a sus padres de volver al bosque algún día. Y para olvidarse de los hombres.

 

 

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