Encarnado, cubierto por una
nueva piel, en medio del abundante follaje de los
árboles que suben hacia el cielo, cerca del ruido
de las aguas que enloquecidas pasan su lengua mojada por
la tierra, su primer llanto sonó algo así
como un débil desgarro, que nadie escuchó,
sino su madre, que cortó con los dientes el
cordón umbilical, y agotada se tendió
después sobre la hierba con la criatura en los
brazos, mirando el horizonte. Lejos
había quedado el pueblo, y en él ese hombre
inconsecuente, quien no había amado la idea de
traer esa nueva vida al mundo, aquella que dormía
ahora sobre sus pechos hinchados, arrullado por el sonoro
y profundo respirar de las criaturas del
bosque. Al amanecer se
adentró aún más en la espesura,
caminando lentamente, pensando en que nada importaba
ahora el pasado o los recuerdos, sino sólo el
futuro incierto que le esperaba después de haber
tomado la férrea decisión de sobrevivir y
criar al fruto de su vientre. Pasó
la mañana con el niño en brazos,
amamantándolo y tratando de reponerse de su
natural debilitamiento. Se refrescó en el agua de
un estero y aprovechó de limpiarse y limpiarlo,
descansando.
Comió del pan previsto para
el viaje y mientras lo hacía, sentada sobre una
gran roca en medio de ninguna parte, le puso nombre a su
hijo: Te llamarás Elías, le dijo, y lo
besó ceremoniosamente en la frente.
Elías se aferraba al pecho
después de buscarlo tanteando como un desesperado,
ávido de succionar ese alimento capaz de saciarlo,
y luego se dormía para volver a despertar
frenético y hambriento. Era un niño sano,
como muchos otros lactantes nacidos por entonces en esas
tierras generosas, y nada dejaba presagiar lo singular de
su destino. Tres días
después del parto y de caminar, la mujer no
había logrado recuperar sus fuerzas y su salud
decaía, teniendo que detenerse a descansar cada
vez por más tiempo. Al atardecer, fatigada,
divisó entre los árboles lo que
parecía ser una cabaña, y de ella vio venir
un hombre delgado y vestido ligeramente, quien
mirándolos con unos ojos serenos y dulces se les
fue acercando, alcanzando a tomar la criatura en sus
brazos antes de verla caer desmayada a sus pies,
exhausta.
La cabaña era
pequeña, construida con la corteza y las hojas de
los árboles. Era limpia, tenía una sola
ventana y una puerta. Los únicos objetos que se
veían adentro eran un cántaro para el agua,
unos cestos con fruta y unas mantas viejas. Cuando
despertó buscó nerviosa su hijo y lo vio
tranquilo durmiendo en los brazos del hombre que lo
arrullaba con un dulce susurro. Se
levantó de prisa llevada por un impulso, para
quitárselo, y el hombre no opuso resistencia,
entregándole el niño con una ternura que la
sorprendió. La criatura buscó enseguida su
pecho y ella se sentó en un rincón a
amamantarlo, sin quitarle al hombre los ojos de
encima. Más tarde, un
poco más repuesta, se atrevió a dirigirle
la palabra. Resultó ser un hombre singular, que
había decidido abandonar todas sus pertenencias
para venirse a instalar allí en la soledad,
huyendo del mundanal ruido, buscando a Dios y a sí
mismo. Vivía solo y
según él hacía varios meses que no
veía a nadie.
El lugar era hermoso, el hombre
cordial y su cansancio enorme, por lo que decidió
no continuar y quedarse allí hasta lograr
reponerse. El hombre los
invitó a quedarse, y como su simpatía por
el niño era evidente, la madre no tardó en
dárselo en los brazos permitiéndole que lo
arrullara acariciándolo. Después,
seguramente la quietud y la belleza del lugar, más
las buenas vibraciones de su habitante, lograron
persuadirla de que ese era el lugar ideal para criar a su
hijo, allí en medio de la naturaleza y apartado
del mundo. Así,
Elías creció sano y amado por aquellos dos
seres que habían preferido retirarse del mundo,
cada uno por sus razones, y que le habían
entregado lo mejor de sí mismos. Sus primeros
pasos fueron dados en medio de ese verde oloroso que
puebla los lugares casi vírgenes, inocente y
salvaje aprendiendo el lenguaje de los suyos,
mezclándolo con la lengua de los animales y los
árboles, amparado, protegido lejos de los oscuros
ires y venires de sus semejantes. El agua era su espejo y
las criaturas del bosque sus compañeros de juego.
Hasta que con el tiempo creció, le nació
una curiosidad abismante y le asaltaron las preguntas.
Preguntas tan serias y profundas que sus padres
presintieron su partida y el comienzo de su historia. Y
lo dejaron partir, no sin antes hacerlo prometer que
volvería.
II
El sendero hacia el mundo tiene
miles de brazos y muchas direcciones y Elías
tomó cualquiera. Caminó durante días
hasta que divisó a lo lejos el polvo levantado por
una carreta siguiendo la huella de un estrecho camino.
Agilizando su paso logró alcanzarla y por primera
vez vio el aspecto de otro de sus semejantes.
Marcos Dionisio Pantoja era un
comerciante de cuerpo regordete acostumbrado a una vida
itinerante. Vendedor de los más diversos
utensilios domésticos su carreta iba cargada de
sartenes, cucharones, ollas y cosas por el estilo, las
que emitían un gran ruido al estrellarse unas
contra otras. Elías caminó largo rato
detrás de la carreta observándolo sin
atreverse a llamar su atención y sin que
éste lo notara. Cuando Pantoja lo hizo, le
pareció curioso encontrar a alguien a pie por ese
camino y lo invitó a subirse a la carreta,
haciéndole señas con una mano. Elías
subió y se sentó a su lado permaneciendo en
silencio. Pantoja supuso que su dirección era la
misma por lo que no preguntó. El calor y el lento
movimiento de la carreta invitaban más bien a que
el viaje fuera algo somnoliento. Pero de repente el
comerciante habló.
- Voy hasta los Pozos, le dijo,
allá me esperan mi mujer y mi hija. He recorrido
la región vendiendo mis productos y tengo ganas de
regresar. No me ha ido mal, no me quejo, he tenido un
buen viaje y con lo que he ganado tenemos para pasar un
buen invierno. Espero que todo esté bien por casa
y que el pesado de Ornitorius haya dejado de rondar por
ella asediando a mi hija. Es increíble lo que uno
se preocupa por los hijos, continuó, la semana
pasada estuve en un pueblo de la costa donde una terrible
epidemia daba muerte a los niños más
pequeños. Se podía hacer un río con
el llanto de las madres, pero no había nada
más que hacer que lamentarse. Entonces di gracias
a Dios por no encontrarme en una situación como
esa y en lo único que pensé fue en regresar
y abrazar a mi familia llenándolas de besos. A
Elías le pareció que el hombre hablaba
demasiado, pero fue cortés y lo siguió
escuchando. -María, mi hija, continuó, es
linda como una flor, se parece a su madre cuando
tenía su edad y cocina aún mejor que mi
esposa. Ya en varias ocasiones he tenido que espantar a
vehementes pretendientes que queriendola seducir
sueñan con desposarla y poseerla, cuando
todavía es muy joven. El caso es que ninguno tan
persistente como Ornitorius, el hijo de Bohemius, el
ebanista, que aún conociendo mi pensamiento al
respecto, insiste en verla y cortejarla. Yo le
perdí toda simpatía el día en que
queriendo verla se sentó por largo tiempo sobre
una piedra frente a mi casa, esperando que mi hija
saliera para abordarla. Por supuesto que ella no lo hizo,
pero fue tanta mi molestia que salí para
encararlo. Es persistente el joven, hizo como si no me
escuchara y allí se quedó, hasta que
finalmente mi María tuvo que, por piedad,
dirigirle la palabra. El la quiere por esposa, se lo
dijo, y yo haría cualquier cosa por no tener que
soportar un yerno como ese. Dejé bien aleccionada
a mi mujer, pues no quiero que el tipo se aproveche de mi
ausencia.
El comerciante se veía
inquieto, pero no apuraba la marcha, consciente de que
eso sólo lograría agotar a las dos bestias
que tiraban de la carreta. De pronto sacó una
botella que ocultaba bajo unos tiestos, bebió un
buen sorbo y le ofreció a Elías un trago.
Este se empinó la botella sin imaginar que ese
líquido le quemaría la garganta y se puso
rojo y sintió convulsiones en el cuerpo.
-Está bien, está bien, quiso calmarlo
Pantoja, es sólo un poco de buen licor de rosas,
le dijo, y le golpeó la espalda con
suavidad.
Elías creyó sucumbir,
pero poco a poco le fue volviendo el alma al cuerpo y la
tranquilidad. No sería ésta su única
sorpresa, pensó volviendo en sí.
Detrás de unos peñascos el pueblo de Los
Pozos aparecía con luces en sus casas, espantando
la oscuridad. - Llegamos, le dijo Pantoja, contento.
Después de despedirse y
agradecer al comerciante Elías se dedicó a
recorrer un poco el pueblo. Jamás había
visto casas como esas ni mucho menos tantas. Eran casas
de barro o ladrillo, altas, con pesados techos de tejas y
muchas ventanas y luces. Unas tras otras puestas en filas
como si fueran una gran culebra que se contorciona dando
vueltas. El ver tanta gente le produjo una especie de
temor incomprensible que le hizo querer retroceder por
donde mismo había venido, pero no lo hizo, y en
cambio buscó un lugar solitario, estiró su
manta y se acostó a dormir bajo las estrellas,
como lo había hecho tantas veces antes.
III
La mañana siguiente fue
agitada desde un comienzo. A Elías lo despertaron
los perros que buscaban comida entre los desperdicios, y
antes de salir el sol, entre el canto del gallo y las
campanas de la iglesia, él ya caminaba con sus
pies desnudos levantando el polvo de las calles. Poco a
poco hubo más y más gente. Entonces
pensó en que al fin estaba ahí donde
quería, en medio de todo el mundo, tan cerca de
poder responder a muchas de sus preguntas. Porque para
él era un misterio la vida de los hombres.
Después de vivir tantos años alejado
quería conocerlos, hablar con ellos, vivir con
ellos, saber lo que pensaban y soñaban.
De estos que encontraba ahora
algunos lo saludaban y otros lo ignoraban o le lanzaban a
los ojos miradas despreciativas. Varios perros lo
siguieron mientras caminaba absorto mirando las vitrinas.
Se detuvo en una verdulería y cogió una
fruta, una manzana. La mordió y le pareció
deliciosa. Luego iba a continuar cuando el comerciante se
le acercó amenazante exigiéndole su pago.
Elías verdaderamente no comprendió lo que
éste le pedía y debió de poner una
cara tan sorprendente que el verdulero, considerando que
se trataba solamente de una manzana, lo dejó ir
pensando que era un loco. Continuó como si nada,
mordiendo y disfrutando la manzana. Un par de
niños que habían observado todo el
incidente corrieron a burlarse dándole
pequeños empujones, cosa que Elías
recibió con mucha gracia, tomándolo como un
juego.
Las carretas y unos pocos autos
llamaron su atención. Se dijo que era
verdaderamente entretenido e interesante haber decidido
hacer un viaje como éste. Aunque echó un
poco de menos el verde abundante y el agua cristalina que
tan bien le haría a un lugar así tan
polvoriento.
Cuando el sol estaba justo encima
de su cabeza se sentó bajo la sombra de un viejo
árbol, en medio de una plaza, a observar los
pájaros que se bañaban en una pileta. Quiso
bañarse y se refrescó como ellos en el
agua. Tuvo hambre y entonces se dio cuenta de que
allí no había frutos en los árboles,
ni huevos en los nidos, ni hongos en la tierra, ni peces
en el agua de donde alimentarse. Otra sorpresa,
pensó, y se preguntó cómo
haría para lograr comer algo. En eso le
llamó la atención el campanario de la
iglesia y se distrajo. Nunca antes había visto una
torre alta como esa, ni una casa tan imponente.
Allí debía de vivir alguien muy importante,
supuso. Entró a la iglesia e inmediatamente se
sintió incómodo al encontrarse solo en un
lugar tan enorme y vacío, lúgubre y oscuro,
rodeado de símbolos desconocidos y estatuas de
yeso adornando sus paredes. La abandonó de prisa,
como si algo o alguien lo persiguiera: un mal augurio.
Afuera respiró profundo, sintiéndose
más aliviado. Y se dijo que, aunque el que
vivía allí si debía ser muy
importante, no debía ser alguien muy sano ni digno
de confianza.
Cruzó la calle y
volvió a la plaza. En ella se tendió sobre
uno de los bancos a reposar y a sentir el calor del sol
en todo su cuerpo. Ya por la noche, mientras caminaba,
vio como se fueron apagando una a una las luces de las
casas, hasta dejar las calles completamente oscuras y en
silencio.
Volvió al lugar que
había elegido para dormir, y cuando lo
hacía, vio a dos hombres discutiendo en una
esquina. Después vio como estos se fueron a las
manos y el uno le daba al otro y viceversa. Uno de ellos
sacó un cuchillo y el otro envolvió su
brazo con la chaqueta. Elías pudo sentir el odio
que emanaba de esos dos cuerpos excitados y
recordó haber visto eso entre dos lobos peleando
por la comida. Pero, jamás pensó encontrar
lo mismo entre los hombres. Dejó el lugar,
boquiabierto, mientras los dos contrincantes
seguían batiéndose con furia. Aquello que
comenzaba a conocer de los hombres lo desconcertaba. Era
mucho para un solo día. Y buscó el
reposo.
IV
Al otro día dos oficiales lo
zamarrearon mientras aún dormía cubierto
con su manta. Y apenas pudo sentarse comenzaron a
interrogarlo. Anoche había ocurrido un crimen y
buscaban sospechosos. Querían saber su nombre y
qué es lo que hacía en Los Pozos. Fue poco
lo que pudo explicar en ese instante, y aunque ni su
aspecto ni comportamiento eran los de un criminal se lo
llevaron detenido por vagancia. Elías no se
resistió y los acompañó de buena
gana.
En el cuartel insistieron en saber
si había visto algo. Entonces él les
contó sobre la pelea callejera entre aquellos dos
hombres. Y resultó que describió con tanta
precisión a la víctima, y también al
asesino como supusieron inmediatamente otros, que sin
quererlo se convirtió en el principal testigo de
los hechos. Le preguntaron si conocía a alguien en
el pueblo y Elías sólo recordó a
Pantoja y dio su nombre. Un par de horas más tarde
veía de nuevo al comerciante.
Enterado de lo ocurrido Pantoja se
identificó y sorpresivamente se ofreció
como garante de Elías en caso de ser necesario. La
policía lo dejó libre con la
condición de que permaneciera en el pueblo, y
Pantoja lo llevó a su casa. La casa del
comerciante era grande, de ladrillos y hermosa, con
cardenales rojos adornando las ventanas y con dos faroles
grandes alumbrando la puerta de entrada. En ella la mujer
de Pantoja lo recibió con cordialidad y le
sirvió una sopa caliente. Entonces conoció
a María, que se sentó también a la
mesa a compartir. Ella era tan bella o más de lo
que dijera su padre. Tenía los ojos verdes y
grandes, el pelo ondulado y largo y se le dejaban caer
algunos rizos sobre la frente morena y tersa. Sus manos
eran finas y su cuello perfecto. Tendría unos 17
años y una risa exquisita.
Elías se dio cuenta
inmediatamente que su corazón comenzaba a latir de
un modo inusual y se sorprendió de sentir
emociones como esa. Quedó maravillado con los
graciosos movimientos de María, pero ocultó
sus sentimientos haciendo un esfuerzo. Esa noche
estuvieron hasta tarde compartiendo y escuchando las
historias de Elías y se extrañaron de que
un joven de su edad no supiera leer ni quien era el
presidente de la república. Aunque sospecharon de
él otras virtudes menos comunes y más
excelsas. Luego le prepararon una cama que a Elías
le pareció enorme, y prefirió recostarse
sobre el piso.
El misterio del crimen fue resuelto
rápidamente y Elías fue llamado a
identificar al sospechoso. Cosa que hizo.
Allí estaba uno de los
hombres de esa noche. El que había sacado el
cuchillo y se abalanzara sin piedad sobre el otro. El
hombre estaba esposado de espaldas a la pared y con su
cabeza baja, pero Elías lo reconoció de
inmediato. Ya no emitía éste el mismo olor
a odio de esa noche y Elías notó que el
hombre lo observaba todo de manera cabizbaja. Inclusive a
él lo miró de un modo que le produjo una
pena sorda en el alma. Pero ese era él, un hombre
que ahora olía y sentía como un hombre, y
que esa noche se había convertido en un animal y
arrojado con furia sobre su presa. No pudo sino sentir
lástima por éste, pues según la ley
de los hombres su condena sería la muerte. Y
él no sabía alegrarse de la desgracia
ajena. Después de esto quiso estar solo para
pensar un poco y se fue del cuartel hacia la casa de sus
amigos caminando por calles hasta entonces
desconocidas.
De pronto se dio cuenta que lo
seguían. Era un joven bien fornido, de cabello
rojo y con un gran sombrero, quien apuraba el paso para
alcanzarlo. Elías se detuvo. Cuando estuvieron
frente a frente éste lo amenazó, molesto
según dijo por su excesiva cercanía con
María. Le dijo que ella era suya, y que no
aceptaría que ningún pelafustán
recién llegado se le interpusiera. Y que si no
partía de allí cuanto antes tendría
que vérselas con él y con los suyos.
Elías no pronunció palabra y lo miró
a los ojos directamente sin perder la compostura y sin
provocarlo. De nuevo podía oler el odio en un
hombre y sabía por experiencia que no se
debía responder a las amenazas de un animal a no
ser que fuera inevitable. El colorín le dio un
empujón y luego desapareció por donde
había venido.
No dijo nada de lo ocurrido. Y
habiéndose ganado la confianza de la familia
permaneció con ella ayudando en los más
diversos quehaceres y profundizando ingenuamente su
amistad con María. Pantoja le regaló unas
pirchas que le sentaban y tuvo también que lidiar
con unos zapatos que en un principio le fueron casi
insoportables.
Le gustó la vida de esa
familia y la familia por su parte se empecinó en
querer enseñarle algunas cosas sobre el mundo.
María le enseñó a leer y a escribir,
incentivada por su padre. A la semana de haber comenzado
el aprendizaje Elías ya podía reconocer
algunas sílabas y María se sentía
dichosa con los resultados. Diríase que se
sentía feliz de poder sacar a Elías de esas
sombras y al mismo tiempo, de ver como esa sencillez y
naturalidad de su pupilo se transmitía hasta su
alma. Los progresos fueron rápidos, sobre todo en
aritmética donde Elías se mostró un
verdadero prodigio. Pantoja incluso soñó
con poseer una habilidad como esa para utilizarla en sus
negocios, y siguió alentándolos a continuar
con los estudios. Pensó que Elías
tendría una especie de don que lo hacia diferente
a todos porque aprendía sin cesar la materia que
le mostraran. Tan diferente a él que había
sido siempre un mal alumno y resultado tan mediocre en
matemáticas. Pero a decir verdad el secreto era
que Elías se hallaba cautivado por María y
estaba por lo tanto llano a cualquier cosa que ella
pudiera enseñarle. Amaba realmente esas tardes de
ejercicios y los cálidos y tiernos reproches de su
profesora cuando la materia no avanzaba. Pero, sobre todo
amaba esos grandes ojos verdes. Aunque nunca dijo nada.
Nada. Aún si notaba que para ella él
tampoco era indiferente.
Demasiado tímido tal vez,
guardó sus sentimientos temiendo arruinarlo todo,
conociendo el pensamiento de Pantoja sobre el
asunto.
Por ese tiempo Ornitorius
comenzó de nuevo a rondar por la casa y Pantoja se
puso furioso, hasta el punto de salir decidido a romperle
la nariz. Lo agarró de la camisa y cuando lo hizo
Ornitorius empezó a gritar a toda boca. Le dijo
que era el colmo, que como permitía que un don
nadie, venido de no se sabe donde, pasara el tiempo bajo
sus propias narices cortejando a su hija. Que era un
viejo ciego. " Pero a mí no me harán eso,
continuó, a mí no me harán eso"
.
El comerciante se irritó
aún más al escuchar esas palabras, pues
jamás se le había pasado siquiera por la
mente una relación amorosa entre su protegido y su
hija. Empujó a Ornitorius con fuerza quien
temeroso emprendió la fuga gritando lo mismo
mientras se alejaba corriendo y tropezando sin cesar. " A
mí no me harán eso, no lo crean ustedes, no
me harán eso".
Pantoja volvió a su casa
agitado y confundido, y con el germen de la desconfianza
en la mente. María trató de calmarlo, pero
éste la alejó. Elías que como todos
había escuchado, y de paso reconocido al
colorín, pensó que la cosa se ponía
un poco negra y se prometió a sí mismo
disimular aún más la atracción que
sentía por María. Pues no podía
dejar que en el espíritu del padre permaneciera la
más mínima sospecha.
Las siguientes semanas fueron
más calmas. El celoso padre pareció olvidar
sus sospechas y dejó de observarlos con miradas
suspicaces. Elías los encantaba con sus largos
relatos por las tardes. Les contaba como eran esos
parajes indecibles, los ruidos y silencios mágicos
de la espesura desdibujada por la noche. Les hablaba de
sus juegos con los animales y de sus permanentes subidas
a los árboles para otear el horizonte. Y su tono
de voz se ponía triste y melancólico cuando
les contaba de sus padres.
En realidad era tan conmovedor
escucharlo contando todas esas cosas, que la familia de
Pantoja le agradecía esos momentos,
sintiéndose bendecidos de escuchar aquello tan
fantástico y que muy pocos conocían. Cada
uno tenía en su mente una imagen clara de la paz y
armonía que rodeaban a esa pequeña
cabaña del bosque. Cerraban los ojos y
podían oler el rocío de las aguas cayendo
estrepitosamente sobre la tierra y las piedras.
Veían los árboles enormes permitiendo que
el viento silbara entre sus copas.
Todo eso les volvía la vida
más alegre y distinta. Por su parte, para
Elías ésta era la repuesta a una de sus
preguntas más interesantes y estaba seguro de que
eso era el amor. María le resultaba ahora
imprescindible y no hubiese podido pasar un día
sin verla ni escuchar su voz. No importaba que todo eso
debiera guardarse en el más profundo de los
silencios, pues él podía ver en las miradas
de ella un sentimiento recíproco. Algún
día sería su momento. Pero por ahora se
conformaba de vivir lo que vivía, algo maravilloso
de lo que su madre le había hablado siempre, y que
era uno de los propósitos de su viaje.
V
La vida le sonreía y estaba
dichoso. Cada día traía para él un
amanecer de júbilo. Pero el viernes por la noche
el destino decía otra cosa, pues María era
encontrada muerta asesinada a pocos kilómetros de
su casa. Pantoja sintió que le temblaban las
rodillas al recibir la noticia y su madre cayó
desmayada como fulminada por un rayo. Un cuchillo,
clavado en su espalda, había sido el causante de
que la vida se le escapara poco a poco.
Pero, quién haría
eso.
Con la última persona que la
vieron fue con Elías y éste no
aparecía por ninguna parte. Ornitorius entonces se
encargó de culparlo y levantar la ira de casi todo
el pueblo en su contra. Era evidente, según
él, que éste la había asesinado al
no poder poseerla, porque el cuerpo de María
tenía rastros de forcejeo e intentos de
violación. Pantoja enardecido maldijo a Dios por
haber permitido llevar hasta su casa a un mal nacido como
ese y ciego de angustia y odio encabezó sin darse
cuenta la persecución del que creía el
asesino de su hija. En vano resultaron las advertencias
de la policía quienes trataron de detenerlo,
impidiéndole cometer alguna tontería,
haciéndole ver que la culpabilidad de Elías
debía comprobarse luego de una exhaustiva
investigación.
Elías sin embargo fue
advertido por aquellos que no creían en su
culpabilidad, y éste al saberlo creyó
también morir de angustia y declarando su completa
inocencia quiso buscar a María para estar con ella
sin pensar en lo que pudiera ocurrirle. Pero los gritos
exaltados de la turba que venía en su
búsqueda lo hicieron desistir y emprender la huida
siguiendo sus instintos. No podía creer lo que
estaba sucediendo. Cómo pensaban ellos que
él podía haber hecho una cosa como esa. El
la amaba, ella era lo mejor que le había ocurrido
en su joven existencia. Qué haría ahora sin
ella. A dónde iría para volver a encontrar
esos ojos y esa risa. El desgano, la impotencia, el dolor
la angustia y el desconsuelo lo hicieron su presa, pero
siguió corriendo para salvar su pellejo.
María, María, María, gritaba como un
animal herido, y la rabia anidó también en
su corazón desgarrado y sus ojos llenos de
lágrimas.
Huyó hacia los cerros y se
escondió en una cueva. Desde allí vio al
grupo de hombres con antorchas en su búsqueda.
Pantoja y Ornitorius eran sus líderes. Y de nuevo
sintió el odio en los hombres y buscó
evitarlos. La cueva era profunda y Elías se
internó en la oscuridad. Allí pasó
la noche en cuclillas pensando en María y en como
podría volver a verla, obligándose a creer
que ésta no era más que una horrible
pesadilla de la cual despertaría en cualquier
momento.
Su corazón estaba hecho
pedazos y no podía resignarse a no verla nunca
más. Sin embargo, el destino es inexorable y ni
siquiera pudo acercarse para asistir desde lejos al
funeral. Decidió alejarse y ahora vio a un grupo
de hombres uniformados siguiendo su pista. Mientras su
María quedaba en la distancia.
VI
Hubiese querido volver a su casa en
el bosque, y lo hubiera hecho sino fuera porque escuchaba
a los perros que hurgaban el lugar en su búsqueda.
Permaneció varios días en esa cueva sin
asomarse siquiera a la luz del sol. No sintió sed,
no tuvo hambre, y todo ese tiempo se lo pasó como
si fuera un fantasma. Entonces, solo en la oscuridad y
completamente decaído anímicamente,
comenzó a sacar cuentas de lo ocurrido, y las
imágenes de su vida empezaron a
aparecérsele reflejadas en las paredes de la
caverna. Primero apareció su madre
cantándole canciones hermosas con una voz muy
dulce y haciéndole cariño con sus dedos en
la cabeza, y luego fueron las sabias lecciones de ese
hombre tranquilo que él veía como su padre,
hablándole siempre con calma,
enseñándole a ser pacífico y
paciente en toda circunstancia, mientras hacia dibujos
con una vara en la tierra. Enseguida el agua, siempre el
agua, limpia, cristalina, desaforada y libre cruzando el
bosque como una viajera eterna y salvaje. Y
después aparecieron las preguntas que lo
habían motivado a hacer su viaje: ¿
cómo vivían los hombres?, ¿
Cómo era el amor ese del que le hablaba su madre
?, Cómo eran sus casas ?
Y entonces recordó su
partida, y cuando había visto la carreta y el
polvo que levantaba con su pesado tranco, y a Pantoja, y
al pueblo de Los Pozos iluminando la noche tratando de
espantar la oscuridad. Todo eso le pasó por la
mente como una película. La nave de la iglesia
inmensa y desolada, espantosa y aterradora, los
pájaros bañándose en la pileta
ágiles y alegres. Su alegría al sentir que
su viaje era lo correcto y que estaba comenzando a
conocer como vivían los hombres y como eran sus
casas y sus sueños.
Las imágenes lo embargaban
haciéndole tragar saliva con dificultad.
Después vino la escena de los dos hombres peleando
como si fueran bestias salvajes, y ese cuchillo que
brilló a la luz de la luna cuando él
decidió retirarse y abandonar lo que a sus ojos
era un macabro espectáculo. Al otro día los
agentes y de nuevo Pantoja que lo recibe en su casa. Y
María, su María, la piedra angular de su
destino. El ser de cuerpo y espíritu más
delicado, la estrella de sus noches, alma de su alma. Y
entonces le volvía a aflorar el llanto y empezaba
a transpirar arrastrándose sin poder controlarse,
enardecido y mudo de rabia sin poder explicarse las
cosas.
¡ Que días aquellos de
franca desesperación !
Pensó en entregarse y
defender su inocencia, pero enseguida desistió
sintiendo una gran desconfianza hacia los hombres.
Finalmente esperó la noche y se alejó del
lugar cubierto por las sombras, sin que sus perseguidores
pudieran verlo. Y durante días caminó y
caminó hasta que llegó al pueblo de
Terramonte, un lugar rodeado por cerros, próspero
y elegante, con calles pavimentadas y enormes faroles
alumbrando las calles, a esa hora solitarias.
Apenas pisó esa tierra dos
extraños intentaron agredirlo, pero Elías
reaccionó con firmeza y les hizo morder el polvo y
arrancar. En ese momento descubrió que algo
cambiaba en él. Había perdido el
interés por sus preguntas, o tal vez ya
tenía las suficientes respuestas, pero el
Elías que entró en Terramonte no era de
ninguna manera el mismo que había llegado a Los
Pozos hace algún tiempo. Su objetivo no era
más el saciar la curiosidad de un ingenuo
habitante de un perdido rincón del mundo, sino la
supervivencia y cosa extraña en él, la
venganza.
Se dejó crecer el bigote y
la barba y no le costó encontrar un empleo e
instalarse. Ganaba cinco pesos, con tres vivía y
los otros dos los guardaba para ejecutar su plan. La
gente del pueblo aprendió a estimarlo y él
jamás volvió a hablar de donde
venía, ni repitió sus maravillosos relatos
sobre la vida libre y natural de las criaturas del
bosque. Todos lo conocieron allí como un hombre
ilustrado que leía, escribía y manejaba los
números con una habilidad poco común. Y lo
hacían oriundo de alguna gran ciudad. Sin embargo
la pena profunda arraigada en su alma y llevada en
silencio lo hizo un cliente habitual de los bares del
pueblo.
Todas las noches visitaba esos
lugares donde el vicio hace nata y extraños
personajes comparten sus vidas quebradas
embriagándose. En uno de ellos conoció a
Eloisa, una puta joven y bella que le serviría a
sus propósitos. A ella le entregó por
primera vez todo el ardor de su cuerpo, y en más
de una ocasión ésta lo sorprendió
llorando sin motivo aparente y con los ojos perdidos en
la distancia. Con el tiempo Eloisa que lo consideraba
más que un simple cliente, comenzó a ser su
único confidente. Y cuando ésta
conoció la historia sintió tristeza y rabia
como nunca y se ofreció a ayudarlo urdiendo un
plan en conjunto.
-Se hará justicia, le dijo,
y desde entonces Elías no supo porque
intuyó que la oportunidad de la verdad estaba
cerca.
VII
Eloisa fue la encargada de traerle
noticias de Los Pozos. El tiempo había cambiado
los ánimos y suavizado las penas aunque en el
pueblo la vida continuaba sin que el crimen de la bella
joven se hubiese olvidado, sino que al contrario, se
había convertido en la historia más mentada
de sus habitantes. Algunos decían que un salvaje
la había asesinado después de violarla,
pero otros reconocían que era extraño que
el forastero la matará pues éste era
más bien amigable y con un buen espíritu.
La policía en todo caso no había logrado
jamás resolver el asesinato.
Pantoja el comerciante, y su mujer,
continuaban viviendo en la misma casa y parecían
haber envejecido cien años. Ornitorius
había heredado hace poco el negocio de su padre, y
la tumba de María estaba permanentemente visitada
y siempre llena de flores frescas. En todo caso,
según los informes de Eloisa, no era para nada
recomendable que se apareciera por el pueblo, y
tendría que ser ella la que continuara
investigando.
Eloisa abrió algo así
como una sucursal de su negocio en Los Pozos y
empezó, gracias a su oficio, a enterarse de las
confidencias de los varones. Entre sus clientes estaba
Ornitorius quien no se había casado y a quien en
repetidas oportunidades le escuchó hablar con
tristeza y con rabia acerca de María.
- Yo la amaba, le dijo un
día, no sé por qué tuvo que
enredarse con ese mequetrefe. Podría haber sido
mía.
Eloisa aprovechando el momento
trató de estirarle la lengua, pero al hacerlo
Ornitorius se cerró como una tumba y cancelando la
tarifa se marchó sin decir otra
palabra.
Elías sospechaba de
éste, pero no teniendo la certeza no podía
asegurarlo. Aunque recordaba muy bien el relato de
Pantoja sobre el asedio de su hija el día de su
viaje, y no olvidaba tampoco sus amenazas, ni la escena y
los gritos frente a la casa de María. Varias veces
estuvo a punto de volver a Los Pozos y haciéndose
pasar por otro, averiguar los hechos por sí mismo,
pero fue persuadido por Eloisa de no hacerlo, porque de
haberlo hecho seguramente le habría costado,
aún entonces, la libertad y la vida.
En todo caso había cambiado
de tal modo que nadie que lo viera hubiese dicho que ese
era el mismo joven humilde, radiante y alegre que
cautivara las personas con su sencillez y pureza. El
alcohol y la pena que no se le quitaba lo volvían
melancólico y agresivo al punto de deformarle el
rostro, y se había vuelto un hombre de pueblo,
libertino y con cierta fortuna. Trabajaba, dormía
y bebía como un loco, pero por sobre todo no
abandonaba ese deseo atroz de conocer la verdad sobre su
María.
El tiempo pasó sin novedades
y parecía que tampoco él lograría
averiguar la verdad sobre los hechos y quien era el
culpable. Hasta que un hombre borracho en extremo,
fumándose un gran cigarro sobre la cama de Eloisa
después de haberle pagado por sus servicios, le
contó que el cuchillo con que le habían
dado muerte era de propiedad de Ornitorius, y que aquello
no se sabía pues lo había comprado en ese
entonces hace muy poco, durante un viaje que hicieran
juntos. Además le confesó éste a
Eloisa que Ornitorius le aseguró que había
sido un accidente y también amenazado de muerte si
decía una palabra. Por otra parte, tomando en
cuenta que el forastero tampoco era de su agrado,
prefirió callar y que culparán a
éste y no a su amigo.
- Te lo cuento a ti, le dijo
finalmente, porque tú no eres más que una
puta, y se quedó dormido.
Cuando Elías supo aquello
que confirmó sus sospechas, sintió que los
nervios le explotaban y la ira lo poseía.
Nuevamente quiso regresar a Los Pozos para probar su
inocencia y que se hiciera justicia, pero otra vez Eloisa
lo evitó haciéndole ver que no
tenían pruebas y que muy poco o nada valía
el testimonio de una puta contando una supuesta
confesión de un borracho. Argumento que
Elías se vio obligado a aceptar de mala gana.
Entonces tramaron el plan.
Eloisa le encargaría a
Ornitorius seis sillas y una mesa de la mejor madera y le
pagaría por adelantado el cincuenta por ciento de
un muy buen precio, con la única condición
que una vez terminadas las entregara personalmente a un
tal señor Kortasius, en el pueblo de Terramonte.
También se le cancelaría el flete y
además una generosa prima en caso de cumplir con
el plazo estipulado en el convenio.
Eloisa lo hizo y Ornitorius
alentado por la paga aceptó sin hacer muchas
preguntas. El día acordado Ornitorius subió
las sillas y la mesa a su carreta, orgulloso de su
magnífico trabajo, y salió de los pozos
siguiendo el camino hacia donde le esperaba su
cliente.
Elías por su parte se
había levantado temprano y puesto a caminar en
dirección a Los Pozos, acercándose al
pueblo como nunca antes lo había hecho.
Llegó hasta la cueva que le sirviera de refugio la
terrible noche del crimen. Tocó con sus dedos las
piedras de la entrada y pudo sentir como las
imágenes aquellas que se reflejaran en sus paredes
parecían haber quedado grabadas en ellas. Entonces
volvió a escuchar después de mucho tiempo
el sonido de las aguas cristalinas y locas surcando la
tierra enmarañada y poblada por enormes vegetales;
vio de nuevo las copas de los árboles
empinándose hacia el cielo y escuchó las
voces de sus padres llamándolo con suavidad y
dulzura.
Respiró profundo y
esperó. Hasta cuando vio venir la carreta y se
ocultó detrás de unas rocas.
Ornitorius venía silbando
sin mucha prisa para no fatigar los animales. Y cuando
estuvo
lo suficientemente cerca, con la imagen de su
María en los ojos del alma, saltó sobre
él mordiéndole la yugular, sin que
éste pudiera zafárselo, hasta que con la
fuerza de sus dientes logró sacarle un pedazo de
carne y romperle la vena, y su boca se manchó con
la sangre del sorprendido Ornitorius que sentía
como la vida se le iba, pensando en que una bestia
salvaje lo atacaba, y desesperado daba sus últimos
tiritones en cuestión de segundos.
Entonces, por fin Elías se
relajó. Y pensó que ahora si estaba listo
para cumplir con la promesa que le hiciera a sus padres
de volver al bosque algún día. Y para
olvidarse de los hombres.
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