HOMOFOBIA
La
madrugada estaba fría y se notaba nublada. Cosa curiosa
porque cuando está nublado la temperatura suele ser más
bien agradable. Pero, hacía frío y levantó
la solapa de su chaqueta
para abrigarse mejor el cuello. El vapor salía de su
boca como una gran fumarola. Se mantuvo en movimiento para entrar
en calor. Hasta que llegó el micro que esperaba desde
hacía, por lo menos, treinta y cinco minutos.
El micro apareció de entre las sombras matutinas, alumbrando
hacia la oscuridad con sus dos potentes focos amarillos.
Lo detuvo. Subió a éste por la puerta delantera
como es habitual y pagó su boleto.
El micro venía vacío. Ni un alma ocupaba, a esa
hora, aquellos rodantes y enormes fierros públicos.
El chofer cerró la puerta, metió el cambio y aceleró
para continuar su recorrido.
Las luces interiores del micro iban encendidas y por eso no
podía distinguirse lo de afuera a través de las
ventanas.
Entonces se sentó justo en medio del micro y, como hacía
frío, se arregló el cuello de su chaqueta. Así
se fue sentado como único pasajero, con las manos en
los bolsillos, pensando en una y mil cosas domésticas.
De pronto, después de algunas cuadras, tomó el
micro el segundo pasajero, o pasajera.
Era una mujer delgada con un abrigo rojo con encapuchado quien,
después de mirar hacia todos lados, se sentó en
la otra columna de asientos, una fila más adelante.
Por eso él podía verla, acurrucada casi en el
asiento, con signos de tener mucho frío. También
podía observar los ojos del chofer en el espejo, quien,
de vez en cuando, echaba una mirada a sus dos únicos
pasajeros.
Luego subieron dos jóvenes. Uno de ellos era bastante
afeminado para su gusto así que lo miró con desconfianza,
pero intentó ser indiferente y actuar como si no lo hubiese
visto. Después de todo, se dijo, un micro puede ir lleno
de gente que no se mire nunca a los ojos, como desconocidos
que comparten solamente un trayecto de sus vidas. Nada importante.
El micro se detuvo en una luz roja y escuchó a los jóvenes
hablando en voz baja, casi susurrando. La mujer se mostró
inquieta con estas voces que, aunque mínimas, llenaban
casi todo el vehículo.
Cuando el micro volvió a moverse el murmullo quedó
sepultado bajo el ruido del motor y de los metales desplazándose.
El se acomodó en su asiento y miró su reloj como
un acto mecánico. No iba apurado, tenía tiempo
de sobra para llegar a su destino, para el cual tenía
que cruzar casi toda la ciudad.
Comenzó a amanecer y el micro apagó las luces.
Una señora de más edad se les unió en la
travesía. Ella echó también una mirada
y se sentó junto a la mujer de la fila de adelante. Se
acomodó en el asiento, estirando su abrigo, y sonrió
condescendiente a la mujer, que no le correspondió y
siguió como si nada.
Curioso espectáculo, se dijo él, que había
presenciado toda la escena como un espectador privilegiado.
Los jóvenes habían ido subiendo el tono de voz
y disputaron su atención con una sirena de ambulancia
que sonaba alejándose. Una voz afeminada le cobraba sentimientos
a la otra. La otra se disculpaba, queriendo cambiar de tema
o quedar en silencio.
Le cargaban los maricones. Nunca había podido entenderlos
ni soportarlos. Los encontraba desgenerados, contranatura. Y
odiaba aún más verlos actuando en público
sin ningún pudor,.
Escuchó como la voz afeminada, casi sollozando, le decía
a la otra que todo había terminado, que ese era el final,
porque había perdido la confianza, que había sido
traicionado.
Quiso cambiar de sintonía y dejar de prestar atención,
pero no pudo.
La señora, que había dado vueltas su cabeza, le
sonrió amigablemente. Sintió que también
le respondía con una cara amigable.
Luego siguió escuchando. Hubo algunos intervalos de silencio
y, de pronto, vio pasar al afeminado hacia la parte delantera
del micro y sentarse cerca del chofer. El chofer le echó
un vistazo y después buscó en el espejo al compañero
que se había quedado solo, en la parte posterior. También
lo miró a él y sus miradas se cruzaron por un
instante.
Subieron tres escolares y la señora de sonrisa amable
se bajó en el mismo paradero. Estos pidieron permiso
y dejaron atrás al afeminado, que venía inmóvil
desde hace un rato. Dos de ellos se sentaron y un tercero continuó
de pie afirmado del respaldo de un asiento.
Entonces el sujeto que estaba en la parte posterior avanzó
hasta sentarse junto a su pareja. Pero, éste se levantó
y haciendo un gesto despectivo volvió a cambiar de asiento.
No quiere nada, penso él, estando seguro de asistir a
una desavenencia de pervertidos.
Hizo un movimiento de desagrado e intentó desentenderse
pensando que no era su asunto.
La mujer de la fila anterior, que había reparado en el
evento, no les quitaba desde entonces la vista de encima. Incluso
se había tornado hacía él para mostrar
su sorpresa y buscar una especie de complicidad.
No es asunto mío, volvió a repetirse. Y miró
hacia los estudiantes que iban ocupados en otra cosa.
El sujeto se sentó de nuevo al lado de su pareja diciéndole
algunas palabras, y éste volvió a cambiarse.
A estas alturas él ya se sentía incómodo.
Pensaba en que estas correrías de anormales ya se convertían
en escándalo y los tres menores de edad, muy pronto se
darían cuenta del mal ejemplo. Cosas así no deberían
permitirse.
El micro dio algunos brincos lo que lo obligó a sujetarse
afirmándose del fierro del asiento delantero-
Los escolares se bajaron y subió una pareja con una guagua
en los brazos.
Pagaron su boleto y se acomodaron entre el afeminado y la mujer
que ya había dejado de tiritar y miraba ahora por la
ventana hacia fuera.
La guagua lloraba y el afeminado se volvió para sonreírles
con cara de ternura.
La pareja se limitó, por lo que él podía
ver desde donde estaba, a hacer callar la criatura. Supuso que
ellos tampoco simpatizaban con desviados como aquel y consintió
en silencio moviendo de arriba abajo su cabeza.
El afeminado parece que se dio por aludido y parándose,
víctima de lo que debió parecerle ser un desprecio,
fue a sentarse junto a su pareja. Este, desinhibido y feliz,
descaradamente lo abrazó, lo atrajo hacia sí y
lo beso en la boca a vista de todo el mundo.
Lo único que falta es que se peguen un polvo, pensó
él. Y eso le habría sido insoportable.
Miró por la ventana hacia fuera y vio que aún
le quedaba camino por recorrer para llegar a su destino. O se
habría bajado del micro de inmediato.
La pareja con la guagua se bajó unas cuadras más
allá por la puerta trasera, y al cruzar frente a él
el hombre murmuró algo así: "maricones de
mierda",
A la cuadra siguiente subieron dos cabezas rapadas con su típica
vestimenta:
Chaqueta de cuero, botas militares, guantes, una cadena colgada
en la cintura, un aro en cada oreja y uno en la boca.
Apenas subieron y miraron se dieron cuenta de la pareja de desviados
que aún jugueteaban desinhibidos. Se les sentaron delante
y no aguantaron mucho antes de comenzar a insultarlos.
El afeminado y el otro se pararon sin decir nada y fueron a
sentarse en los últimos asientos. Los cabezas rapadas
los siguieron, burlándose.
Un poco más tarde la cosa se puso espesa y el tono de
las voces de los cabezas rapadas aumentó mientras pronunciaban
los insultos.
De pronto, la voz afeminada irrumpió gritando más
fuerte: ¿ es que nadie va a hacer nada? ¿ nadie
va a hacer nada? Repitió.
La mujer tomó su cartera que llevaba en el asiento del
lado y rápidamente hizo parar el micro para bajarse.
El también decidió dejar la máquina y una
vez abajo, cuando ésta volvió a ponerse en marcha,
vio al afeminado pidiendo auxilio con una cara descompuesta
por el miedo, pegada al parabrisas posterior. Maricones, dijo
él. Nunca pensé que me daría tanto gusto
encontrarme con estos pelados tan violentos.
Como
aún le quedaba camino, caminó. Aún hacía
frío y el vapor salía de su boca en grandes bocanadas.
Apuró el paso, para entrar en calor.
En el trayecto fue testigo de la apertura de los kioscos de
diario y de la subida de cortina de algunas panaderías.
Se cruzó con uno que otro peatón a quienes ni
siquiera miró, salvo una rubia de cabellera atrayente
y tacones altos.
Esperó la luz roja para cruzar la calle y entonces los
vio. Estaban sentados en la vereda, quejándose. Eran
el afeminado y el otro tratando de reponerse después
de una verdadera pateadura.
No tuvo compasión, y de nuevo más bien se alegró,
pensando en que lo tenían merecido.
El afeminado, que lo reconoció, se le quedó mirando.
El otro se lamentaba cabizbajo, de las heridas infligidas. Tenía
sangre en el labio y la chaqueta desgarrada. Lloraba.
El afeminado le gritó que lo denunciaría por no
prestar asistencia a personas en peligro. Y que los cabezas
rapadas eran unos degenerados de mierda. Luego se cubrió
la cabeza con los dos brazos y se puso en cuclillas mirando
hacia el suelo.
Alguien, un buen samaritano, se les acercó para tenderles
la mano. En un rato eran tres y cuatro preocupados de su suerte.
El se arrimó a una pared para presenciar lo que ocurría.
De pronto una curiosidad morbosa lo atrapaba.
Los pervertidos eran entonces consolados por varias personas.
Entre ellos algunos escolares que habían sido atraídos
por el tumulto.
Alguien se los llevó en un auto, seguramente a un centro
de primeros auxilios.
Pero, tres cuadras después de nuevo los encontró
tirados en el suelo, sin fuerzas siquiera para arrodillarse
o sentarse.
El espectáculo era lamentable. Sobre todo porque cruzando
la calle se aproximaban los mismos cabezas rapadas que venían
en el micro.
No quiso imaginar lo que pasaría. Pero, eso les pasa
por exhibir sus cochinadas en público, pensó.
La humanidad no los echará de menos para asegurar la
supervivencia de la especie. No son necesarios. No califican.
Y siguió caminando.
Después de tanto alboroto, ahora sí que se le
había hecho un poco tarde.