EL
ASCENSOR
Siempre
le había temido a los ascensores. Ese miedo era en él
un miedo atávico. Temblaba casi al enfrentarlos, y los
abordaba siempre, cuando era estrictamente necesario, con una
oración en los labios. Por eso prefería evitarlos
y usar, sin pensarlo dos veces, las escaleras. Había
llegado a subir y bajar hasta 10 pisos, sin problemas. Y no
lo había lamentado. Para ejercitarse había arrendado
un departamento en el cuarto piso de un edificio de cuatro pisos,
sin ascensor. Eso lo obligaba a mantenerse en forma.
Los ascensores simplemente no le agradaban. No soportaba el
hecho de estar encerrado en una caja, aunque fuera por un segundo.
Menos todavía la sensación de vacío espantoso
que le revolvía el estómago cuando se ponían
en movimiento.
Había intentado varias veces vencer esta verdadera fobia,
pero era inútil. Arriba de un ascensor sentía
el irremediable deseo de salir corriendo. Así que había
desistido y adoptado definitivamente los peldaños de
cualquier escalera alternativa.
Ese
día, sin embargo, el desafío consistía
en alcanzar el 23 avo piso del edificio donde tendría
una reunión importante y no quería ni pensar cómo
iba a enfrentarlo. Los pisos eran demasiados para utilizar las
escaleras, y cambiar la reunión le traería enormes
perjuicios para su vida profesional. Estar en un piso tan alto
también lo inquietaba, porque a ese miedo a los cubículos
como el llamaba a los ascensores, se le agregaba el miedo a
las alturas.
Cinco minutos antes de la hora acordada aún no se atrevía
a entrar por la puerta del edificio. Estaba sumamente nervioso.
Fumaba un cigarrillo tras otro y los apagaba mucho antes de
haberlos terminado. Hasta que se decidió a entrar y,
encomendándose a su santo preferido, san Anastasio, llamó
al ascensor.
Varias personas se le unieron en la espera, que duró
varios minutos. Cuando el ascensor abrió sus puertas,
y luego que todos se hicieron a un lado para que la gente bajara,
el grupo que esperaba subió al ascensor, dejándolo
a él en el pasillo.
Será en el próximo, se dijo, esperaría,
no importaba llegar un poco tarde pero, tenía que armarse
de valor y aún no lo conseguía.
Por un momento pensó subir los diez pisos y tomar más
arriba el ascensor, ahorrándose así un buen trecho
de inquietudes y miedos. Pero, terminó desistiendo, diciéndose
que, si lo pensaba bien, al final era lo mismo.
De nuevo comenzó a juntarse un grupo de gente que esperaba.
Casi todos abordaron el ascensor de los números pares,
pero subió en el otro, junto a una mujer y a un niño.
El cuerpo le volvió a temblar cuando se cerraron las
puertas y sólo podía intentar distraer su miedo
mirando los rostros de sus compañeros de ascenso.
La mujer se miraba en el espejo observándose el rostro
y pintando sus ojos con un pincel diminuto. El niño se
sentó en el piso y no parecía tener ningún
temor. Sólo él miraba con inquietud el tablero
del ascensor, que marcaba los pisos con sus pequeñas
luces circulares.
Primero, segundo, tercero, y el cubículo se detuvo para
recibir una joven con un perro. La puerta volvió a cerrarse
y su corazón a bombear con más fuerza.. La subida
le parecía durar una eternidad y tuvo que reconocer que
el miedo entonces no tenía sentido, porque pasara lo
que pasara no estaba ya en sus manos el evitarlo. Tal vez eso
era lo que más le angustiaba. La posible condición
de víctima indefensa; la posibilidad de caer desde las
alturas sin auxilio posible.
Se preparó pensando en que, de suceder algo, saltaría
justo antes de que el ascensor tocara el suelo, evitando de
este modo la brutalidad del golpe, amortiguándolo con
su pirueta de último recurso. Esto lo calmó un
poco, pero no fue suficiente para liberarlo completamente de
la tensión que lo embargaba.
De
pronto el ascensor se detuvo en medio de dos pisos y se negó
a continuar. Entonces tuvo que hacer un esfuerzo extremo, para
poder controlarse, y no dejar que sus nervios lo dominaran.
La joven apoyaba el dedo una y otra vez en los botones del ascensor,
sin resultado. El perro comenzó a ladrar y la mujer meneaba
la cabeza de un lado para otro diciéndose que no era
posible que esto sucediera.
Además las luces relampaguearon por unos momentos, oscureciendo
aún más el panorama.
Primero, se miraron unos a otros y alguien preguntó si
sabían en cuál piso se encontraban. En el piso
18, dijo el niño.
Las manos le comenzaron a sudar. Esto era precisamente lo que
había temido durante toda su vida y ahora el destino
se encargaba de jugarle esta mala pasada. Se desató la
corbata y abrió el cuello de la camisa. La mujer, la
joven y el niño parecían resignados y esperaban
que de un momento a otro el viaje continuara. No hay nada que
temer, dijo la joven, mientras el perro seguía ladrando
en sus brazos.
El niño continúo sentado en el piso y la mujer
volvió a mirarse en el espejo. El, sin embargo, no podía
dejar de pensar en la posibilidad de que el ascensor se viniera
abajo. Ya había pasado, y con lamentables resultados.
En 1999, por ejemplo, en Concepción, en el edificio Arauco,
donde cinco personas perdieron la vida al caer el ascensor desde
un noveno piso. Y ellos estaban en el 18, según el niño.
Porque las luces indicadoras del tablero habían desaparecido..
Por momentos tenía la absoluta convicción de estar
viviendo sus últimos minutos. Siguió planeando
que si el ascensor caía, saltaría en el último
instante, pero ni siquiera sabía si eso iba a funcionar.
Tuvo ganas de gritar y estuvo a punto de hacerlo, pero miró
al niño y se retuvo, logró controlar un amago
de quebranto y contenerse.
El
tiempo, que no se había detenido, comenzó a inquietar
más los espíritus. Ya llevaban unos 6 minutos
encerrados y no pasaba nada. Entonces la mujer comenzó
a gritar que los sacaran de allí, que alguien los socorriera,
que llamaran al conserje y a los bomberos. La joven se le unió
intensificando los gritos con que pedían auxilio. Y el
perro ladraba.
El niño se le acercó, buscando tal vez alguien
en quien apoyarse. Con una tremenda fuerza de voluntad, que
no se esperaba, le puso la mano en el hombro al niño,
para calmarlo, bien que también él necesitaba
ser calmado. Pero, extrañamente, como ya había
empezado a notarlo, parecía estar sacando fuerzas de
su debilidad.
Al cabo de un rato las mujeres se habían cansado de gritar
y ambas se habían sentado en el piso, irritadas de no
haber recibido ninguna ayuda todavía, desde el exterior.
La mujer había perdido toda su compostura y ya poco le
importaban ni su rostro ni su vestido. La joven soltó
al perro, pero inmediatamente volvió a agarrarlo para
que no se pusiera a saltar. El también se sentó
en cuclillas junto al niño y todos se quedaron así,
inmóviles, temerosos de que algún movimiento brusco
precipitara el desenlace que a esas altura todos temían
Pasaron
diez, quince minutos cuando la luz se apagó dejándolos
a oscuras. Ahí vino un amago de pánico que lograron
controlar únicamente porque el niño sacó
una linterna de su mochila y comenzó a alumbrar.
No tenemos que deseperar, dijo él, sin reconocerse a
sí mismo en ese rol de persona capaz de manejar la situación.
Quedémonos en calma para que esta cosa no se venga abajo,
y nos vengan a rescatar, continúo. A ver, digamos nuestros
nombres, el mio es Alfredo, y ¿ el tuyo, campeón?
Me dicen titi, dijo el niño. La mujer que se había
sacado los zapatos no respondió y la joven dijo llamarse
Enriqueta y su perro, Salomón.
Si quieren tomémonos de las manos y digamos una oración.
Así lo hicieron y esto logró confortarlos por
un tiempo.
En eso se escucharon ruidos extraños, ruidos que quebraron
la poca y única paz que habían podido conservar.
Cuando la luz volvió se dio cuenta que la mujer estaba
llorando en su rincón y quiso consolarla. No tema, le
dijo, saldremos bien de ésta, ya verá usted. También
pensó en que estaba irreconocible, impresionado. Era
él quien tenía menos miedo, y se hallaba en posesión
de un coraje inaudito. Después se hizo nuevamente el
silencio. El silencio sepulcral de aquellos que esperan y no
saben si lo que vendrá será la vida o la muerte.
El niño dijo que tenía ganas de orinar y entonces
se les ocurrió que lo hiciera hacia la juntura de las
puertas. El también hubiese querido hacerlo, pero no
se atrevió. A lo mejor al igual que las otras. El perro
estaba insoportablemente inquieto y su dueña casi no
lo podía sujetar. A lo mejor también tiene sus
necesidades, dijo él, por qué no lo suelta.
El perro inmediatamente se puso a oler donde el niño
había orinado y todos los ojos se concentraron en él.
Pensaron que en su insconciencia, el animal no tenía
idea de la situación en la que se encontraba.
El ascensor quiso funcionar y poniéndose en movimiento
logró subir uno o dos pisos. Pero, de nuevo se detuvo
y las puertas permanecieron cerradas.
Otra vez los gritos de auxilio, sin respuesta. Ahora el fuerte
era él. Las mujeres perdieron el control y comenzaron
a ponerse histéricas. Tuvo que abrazarlas a las dos para
controlar la situación. Mejor nos callamos y calmamos,
les dijo, para ver si alguien responde a nuestros gritos. Por
un momento las dos mujeres lloraron en su hombro.
Se
alegró al constatar que su pánico había
desaparecido. No pensó más en llegadas de terremotos
increíble, o en la posibilidad de una caída atroz.
Se encontraba completamente de una pieza y liderando las circunstancias.
Una extraña fuerza crecía en su interior, a pesar
de lo delicado de la situación.
La joven se había puesto a apretar de nuevo todos los
botones cuando a lo lejos escucharon una voz preguntando cuántos
eran y si estaban bien.
Algo remeció un poco el ascensor que hizo un ruido extraño.
Entonces se quedaron mudos, pálidos, inmóviles,
sin atinar a decir nada. Casi se les vino encimas todas las
angustias.
Estamos bien, somo cinco, gritó por fin la joven, contando
a Salomón, por supuesto, le dijo en voz baja.
Ya habían pasado más de dos horas encerrados.
Estaba seguro que, si salía bien de esa, revisaría
todos sus miedos. Ahora se daba cuenta de lo absurdo que pueden
ser ciertas aprehensiones que paralizan la vida, sin sentido.
Pensó en cuantos años había sido víctima
de su imaginación negativa. Los ascensores lo habían
atormentado innumerables veces imaginando desgracias increíbles,
y ahora que el evento tenía lugar, reaccionaba de un
modo insospechado, hasta auspicioso. El peligro era real, pero
se había controlado, había vencido el miedo y
los nervios, que siempre pensó lo dominarían.
El mero peligro de muerte no mata por sí solo. Que diferentes
se veían las cosas ahora. Era increíble que todo
pudiera cambiar tanto.
Súbitamente
el ascensor comenzó a ascender y las luces de los botones
circulares empezaron a encenderse marcando los pisos con una
luz colorada. Luego paró en el piso 21 y abrió
las puertas para dejar entrar una gran cantidad de aire fresco.
Se quedaron atónitos por unos segundos, y el niño
fue el primero en abandonar el ascensor. Nadie los esperaba.
Milagrosamente estaban todos con vida. Luego salió el
perro ladrando y detrás de él la joven tratando
de agarrarlo. Después la mujer que había vuelto
a preocuparse por su cara y su vestido.
Sólo al final quitó él el cubículo, sin
ninguna prisa. Total, para la reunión ya era demasiado
tarde. Y por último, ya no importaba. Ahora era él
un hombre nuevo.