Ernesto Langer Moreno
 
El web de un escritor

 

 

 

Cuentos inéditos

 

EL ASCENSOR

Siempre le había temido a los ascensores. Ese miedo era en él un miedo atávico. Temblaba casi al enfrentarlos, y los abordaba siempre, cuando era estrictamente necesario, con una oración en los labios. Por eso prefería evitarlos y usar, sin pensarlo dos veces, las escaleras. Había llegado a subir y bajar hasta 10 pisos, sin problemas. Y no lo había lamentado. Para ejercitarse había arrendado un departamento en el cuarto piso de un edificio de cuatro pisos, sin ascensor. Eso lo obligaba a mantenerse en forma.
Los ascensores simplemente no le agradaban. No soportaba el hecho de estar encerrado en una caja, aunque fuera por un segundo. Menos todavía la sensación de vacío espantoso que le revolvía el estómago cuando se ponían en movimiento.
Había intentado varias veces vencer esta verdadera fobia, pero era inútil. Arriba de un ascensor sentía el irremediable deseo de salir corriendo. Así que había desistido y adoptado definitivamente los peldaños de cualquier escalera alternativa.

Ese día, sin embargo, el desafío consistía en alcanzar el 23 avo piso del edificio donde tendría una reunión importante y no quería ni pensar cómo iba a enfrentarlo. Los pisos eran demasiados para utilizar las escaleras, y cambiar la reunión le traería enormes perjuicios para su vida profesional. Estar en un piso tan alto también lo inquietaba, porque a ese miedo a los cubículos como el llamaba a los ascensores, se le agregaba el miedo a las alturas.
Cinco minutos antes de la hora acordada aún no se atrevía a entrar por la puerta del edificio. Estaba sumamente nervioso. Fumaba un cigarrillo tras otro y los apagaba mucho antes de haberlos terminado. Hasta que se decidió a entrar y, encomendándose a su santo preferido, san Anastasio, llamó al ascensor.
Varias personas se le unieron en la espera, que duró varios minutos. Cuando el ascensor abrió sus puertas, y luego que todos se hicieron a un lado para que la gente bajara, el grupo que esperaba subió al ascensor, dejándolo a él en el pasillo.
Será en el próximo, se dijo, esperaría, no importaba llegar un poco tarde pero, tenía que armarse de valor y aún no lo conseguía.
Por un momento pensó subir los diez pisos y tomar más arriba el ascensor, ahorrándose así un buen trecho de inquietudes y miedos. Pero, terminó desistiendo, diciéndose que, si lo pensaba bien, al final era lo mismo.
De nuevo comenzó a juntarse un grupo de gente que esperaba. Casi todos abordaron el ascensor de los números pares, pero subió en el otro, junto a una mujer y a un niño.
El cuerpo le volvió a temblar cuando se cerraron las puertas y sólo podía intentar distraer su miedo mirando los rostros de sus compañeros de ascenso.
La mujer se miraba en el espejo observándose el rostro y pintando sus ojos con un pincel diminuto. El niño se sentó en el piso y no parecía tener ningún temor. Sólo él miraba con inquietud el tablero del ascensor, que marcaba los pisos con sus pequeñas luces circulares.
Primero, segundo, tercero, y el cubículo se detuvo para recibir una joven con un perro. La puerta volvió a cerrarse y su corazón a bombear con más fuerza.. La subida le parecía durar una eternidad y tuvo que reconocer que el miedo entonces no tenía sentido, porque pasara lo que pasara no estaba ya en sus manos el evitarlo. Tal vez eso era lo que más le angustiaba. La posible condición de víctima indefensa; la posibilidad de caer desde las alturas sin auxilio posible.
Se preparó pensando en que, de suceder algo, saltaría justo antes de que el ascensor tocara el suelo, evitando de este modo la brutalidad del golpe, amortiguándolo con su pirueta de último recurso. Esto lo calmó un poco, pero no fue suficiente para liberarlo completamente de la tensión que lo embargaba.

De pronto el ascensor se detuvo en medio de dos pisos y se negó a continuar. Entonces tuvo que hacer un esfuerzo extremo, para poder controlarse, y no dejar que sus nervios lo dominaran. La joven apoyaba el dedo una y otra vez en los botones del ascensor, sin resultado. El perro comenzó a ladrar y la mujer meneaba la cabeza de un lado para otro diciéndose que no era posible que esto sucediera.
Además las luces relampaguearon por unos momentos, oscureciendo aún más el panorama.
Primero, se miraron unos a otros y alguien preguntó si sabían en cuál piso se encontraban. En el piso 18, dijo el niño.
Las manos le comenzaron a sudar. Esto era precisamente lo que había temido durante toda su vida y ahora el destino se encargaba de jugarle esta mala pasada. Se desató la corbata y abrió el cuello de la camisa. La mujer, la joven y el niño parecían resignados y esperaban que de un momento a otro el viaje continuara. No hay nada que temer, dijo la joven, mientras el perro seguía ladrando en sus brazos.
El niño continúo sentado en el piso y la mujer volvió a mirarse en el espejo. El, sin embargo, no podía dejar de pensar en la posibilidad de que el ascensor se viniera abajo. Ya había pasado, y con lamentables resultados. En 1999, por ejemplo, en Concepción, en el edificio Arauco, donde cinco personas perdieron la vida al caer el ascensor desde un noveno piso. Y ellos estaban en el 18, según el niño. Porque las luces indicadoras del tablero habían desaparecido..
Por momentos tenía la absoluta convicción de estar viviendo sus últimos minutos. Siguió planeando que si el ascensor caía, saltaría en el último instante, pero ni siquiera sabía si eso iba a funcionar. Tuvo ganas de gritar y estuvo a punto de hacerlo, pero miró al niño y se retuvo, logró controlar un amago de quebranto y contenerse.

El tiempo, que no se había detenido, comenzó a inquietar más los espíritus. Ya llevaban unos 6 minutos encerrados y no pasaba nada. Entonces la mujer comenzó a gritar que los sacaran de allí, que alguien los socorriera, que llamaran al conserje y a los bomberos. La joven se le unió intensificando los gritos con que pedían auxilio. Y el perro ladraba.
El niño se le acercó, buscando tal vez alguien en quien apoyarse. Con una tremenda fuerza de voluntad, que no se esperaba, le puso la mano en el hombro al niño, para calmarlo, bien que también él necesitaba ser calmado. Pero, extrañamente, como ya había empezado a notarlo, parecía estar sacando fuerzas de su debilidad.
Al cabo de un rato las mujeres se habían cansado de gritar y ambas se habían sentado en el piso, irritadas de no haber recibido ninguna ayuda todavía, desde el exterior.
La mujer había perdido toda su compostura y ya poco le importaban ni su rostro ni su vestido. La joven soltó al perro, pero inmediatamente volvió a agarrarlo para que no se pusiera a saltar. El también se sentó en cuclillas junto al niño y todos se quedaron así, inmóviles, temerosos de que algún movimiento brusco precipitara el desenlace que a esas altura todos temían

Pasaron diez, quince minutos cuando la luz se apagó dejándolos a oscuras. Ahí vino un amago de pánico que lograron controlar únicamente porque el niño sacó una linterna de su mochila y comenzó a alumbrar.
No tenemos que deseperar, dijo él, sin reconocerse a sí mismo en ese rol de persona capaz de manejar la situación. Quedémonos en calma para que esta cosa no se venga abajo, y nos vengan a rescatar, continúo. A ver, digamos nuestros nombres, el mio es Alfredo, y ¿ el tuyo, campeón? Me dicen titi, dijo el niño. La mujer que se había sacado los zapatos no respondió y la joven dijo llamarse Enriqueta y su perro, Salomón.
Si quieren tomémonos de las manos y digamos una oración. Así lo hicieron y esto logró confortarlos por un tiempo.
En eso se escucharon ruidos extraños, ruidos que quebraron la poca y única paz que habían podido conservar. Cuando la luz volvió se dio cuenta que la mujer estaba llorando en su rincón y quiso consolarla. No tema, le dijo, saldremos bien de ésta, ya verá usted. También pensó en que estaba irreconocible, impresionado. Era él quien tenía menos miedo, y se hallaba en posesión de un coraje inaudito. Después se hizo nuevamente el silencio. El silencio sepulcral de aquellos que esperan y no saben si lo que vendrá será la vida o la muerte.
El niño dijo que tenía ganas de orinar y entonces se les ocurrió que lo hiciera hacia la juntura de las puertas. El también hubiese querido hacerlo, pero no se atrevió. A lo mejor al igual que las otras. El perro estaba insoportablemente inquieto y su dueña casi no lo podía sujetar. A lo mejor también tiene sus necesidades, dijo él, por qué no lo suelta.
El perro inmediatamente se puso a oler donde el niño había orinado y todos los ojos se concentraron en él. Pensaron que en su insconciencia, el animal no tenía idea de la situación en la que se encontraba.
El ascensor quiso funcionar y poniéndose en movimiento logró subir uno o dos pisos. Pero, de nuevo se detuvo y las puertas permanecieron cerradas.
Otra vez los gritos de auxilio, sin respuesta. Ahora el fuerte era él. Las mujeres perdieron el control y comenzaron a ponerse histéricas. Tuvo que abrazarlas a las dos para controlar la situación. Mejor nos callamos y calmamos, les dijo, para ver si alguien responde a nuestros gritos. Por un momento las dos mujeres lloraron en su hombro.

Se alegró al constatar que su pánico había desaparecido. No pensó más en llegadas de terremotos increíble, o en la posibilidad de una caída atroz. Se encontraba completamente de una pieza y liderando las circunstancias. Una extraña fuerza crecía en su interior, a pesar de lo delicado de la situación.
La joven se había puesto a apretar de nuevo todos los botones cuando a lo lejos escucharon una voz preguntando cuántos eran y si estaban bien.
Algo remeció un poco el ascensor que hizo un ruido extraño. Entonces se quedaron mudos, pálidos, inmóviles, sin atinar a decir nada. Casi se les vino encimas todas las angustias.
Estamos bien, somo cinco, gritó por fin la joven, contando a Salomón, por supuesto, le dijo en voz baja.
Ya habían pasado más de dos horas encerrados. Estaba seguro que, si salía bien de esa, revisaría todos sus miedos. Ahora se daba cuenta de lo absurdo que pueden ser ciertas aprehensiones que paralizan la vida, sin sentido. Pensó en cuantos años había sido víctima de su imaginación negativa. Los ascensores lo habían atormentado innumerables veces imaginando desgracias increíbles, y ahora que el evento tenía lugar, reaccionaba de un modo insospechado, hasta auspicioso. El peligro era real, pero se había controlado, había vencido el miedo y los nervios, que siempre pensó lo dominarían.
El mero peligro de muerte no mata por sí solo. Que diferentes se veían las cosas ahora. Era increíble que todo pudiera cambiar tanto.

Súbitamente el ascensor comenzó a ascender y las luces de los botones circulares empezaron a encenderse marcando los pisos con una luz colorada. Luego paró en el piso 21 y abrió las puertas para dejar entrar una gran cantidad de aire fresco. Se quedaron atónitos por unos segundos, y el niño fue el primero en abandonar el ascensor. Nadie los esperaba. Milagrosamente estaban todos con vida. Luego salió el perro ladrando y detrás de él la joven tratando de agarrarlo. Después la mujer que había vuelto a preocuparse por su cara y su vestido.
Sólo al final quitó él el cubículo, sin ninguna prisa. Total, para la reunión ya era demasiado tarde. Y por último, ya no importaba. Ahora era él un hombre nuevo.


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