Una lectura de “Las caras y las arcas”, de Sergio Infante

 

Por Jorge Etcheverry

 

Las caras y las arcas, del poeta Sergio Infante, trilogía compuesta por “Epifanía y trastienda”, “Alameda almenada” y “Oculto en el doble fondo”, viene de ser publicada en un solo volumen por la editorial Catalonia. Sergio Infante Reñasco pertenece a la generación que los poetas Teresa Calderón, Lila Calderón y Thomás Harris, llaman la “generación de los sesenta o de la dolorosa diáspora”, en el título del primer tomo de una antología de la poesía chilena que ellos dedican a esa generación.

Los poemas de “Las caras y las arcas” recorren las instancias del poder, la riqueza, y sus símbolos y sublimaciones en diversas situaciones y contextos geográficos y culturales. Históricamente, traen a colación, comentan y rememoran las diversas etapas de las culturas humanas, sus mitos, símbolos y concreciones culturales, que institucionalizados, consensuados y registrados en los grandes momentos y monumentos, constituyen la estela oficial de la civilización. Pero también se registran situaciones concretas del intercambio entre la gente, sus sagas mínimas de auto preservación y satisfacción de deseos; los entretelones, el teje y manejes del poder económico, político y cultural, en esos diversos contextos culturales y geográficos.

Detrás de todo, ya sea mencionándolo directamente, o aludiéndolo, aparece la figura del Gran Rasca, involucrado en las ecuaciones del poder económico y social en todo momento y a nivel micro y macro, y cuyas funciones y ámbitos de regencia se representan en las diversas transmutaciones anagramáticas de que se lo hace objeto a lo largo del libro. Este personaje ya había aparecido en otros libros del autor, pero aquí es la figura central que opera detrás de los bastidores del Gran teatro del Mundo. Se trata de un demiurgo, de un histrión ubicuo, omnipotente, viajero del tiempo, su originador en tanto Dios, que efectivamente el Gran Rasca lo es en este poemario. Como un Dios griego, es muy humano, es orgulloso, mentiroso, se vanagloria y ningunea a los que se niegan—aparentemente—a darle su voz, su rostro, su acatamiento, aunque a la postre incluso el poeta mismo puede ser tentado, así se deja entrever, porque ese Dios no se niega a conversar, está por el diálogo, porque también es persona y se supone que nosotros somos sus creaciones, además de que siempre hay que dejar una posibilidad abierta.

Este libro, que me llegó en forma manuscrita, unos meses antes de su publicación en Chile, me motivó una serie de reflexiones al iniciar su lectura. Lo que llama la atención de entrada y antes de compenetrarse en su temática ya expuesta, es la riqueza del idioma español que se usa, que combina lo arcaico y culto con lo coloquial chileno y en algunos casos el neologismo, en una expresión con diversos registros lingüísticos. Se plantea la interrogante de si el desarrollo de este tipo de lenguaje poético puede ser una herramienta para compensar la carencia o degradación del idioma original en un medio extraño no hispanófono, en que falta la renovación lingüística del habla coloquial, que se produce en el ámbito original de un idioma. Como observación, sería interesante ver esto en otros autores del exilio o la diáspora en general. Pero el uso de los coloquialismos y expresiones populares ya mencionado morigera lo anterior y denota una experiencia exploratoria del idioma, en estos versos económicos y escuetos que constituyen los poemas.

Además, nos encontramos con elementos de variado origen cultural, el mencionado intertexto e inserción ocasional de términos de idiomas no españoles, desde la cultura pop a la clásica, lo que lleva a plantearse el asunto del destinatario de este libro, el lector apelado o presunto, la intención del emisor poético. Esta es una época de enormes concesiones al lector. Evidentemente una lectura plena de este libro presupone a un lector que entiende los intertextos y alusiones culturales y los variados elementos lingüísticos, pero un lector menos “culto” también captará lo que podría llamarse el sentido general. Lo interesante es que esta podríamos decir “complejidad”, se produce en momentos en que se va hacia un facilismo en la emisión y recepción, que parece ser paralelo al imperio de las pantallas y sus exigencias de brevedad y concisión. Esto se ve reforzado por el predominio del mensaje sobre su vehículo formal y la urgencia de claridad e inmediatez en su comunicación, lo que está ligado al avance del fenómeno de la adscripción—genérica, religiosa, política, etnocultural, etc., es decir de la transformación en curso del poeta en poeta portavoz de un grupo o causa determinados.El proyecto de escritura poética de esta trilogía pareciera opuesto o alternativo a la simplificación del perfil y la univocidad de la expresión poética hacia la que aparentemente nos dirigimos. En mi experiencia personal, he creído percibir esto también en algunos libros de poesía de autores de nuestra generación la de la “dolorosa diáspora”, el último de Naín Nómez y el último de Oliver Welden, mientras que hace un par de años, Julio Piñones reeditó su poesía más oscura. Pero hay que decir que no se trata de que estos textos estén fundados en una escala de valores diferente. Se hacen desde posiciones por lo menos progresistas de denuncia de diversos aspectos de la sociedad, el mundo, etc., y ese distanciamiento puede ser un instrumento que potencialmente atrae la atención sobre el objeto lingüístico y por ente sus mensajes.

En esta trilogía el mundo degradado adquiere dimensiones más profundas y diversificadas que en los textos poéticos adscritos a determinadas causas o de comprensión por así decir más universal. Aquí, las claras divisiones de un ámbito bueno versus uno negativo, que alimentan a poesías más “comprometidas” se confunden, se hacen inciertas, en beneficio de una negatividad o degradación que lo traspasa todo, o casi. Ya hay historias o culturas buenas o malas. No hay un estado paradisíaco de “antes de la peluca y la casaca”.

Creemos ver en esta trilogía, como elemento implícito y de alguna manera subyacente y por supuesto no voluntaria, el sustrato de una visión del universo y la sociedad gnósticos.Según el autor francés Serge Hutin, que describe esta herejía en la historia inicial del cristianismo, “Hay una actitud religiosa muy variada en sus manifestaciones que recibe el nombre de gnosis, que eleva a máximo la distancia entre hombre y divinidad y, por tanto, la degradación humana”; “El mundo es una guarida inhóspita de animales salvajes”; “ El mal consiste en el hecho mismo de existir en el mundo sensible. El universo es totalmente malo”; “En las formas más radicales del gnosticismo, lo divino es situado enteramente fuera del mundo, sólo subsiste en la parte luminosa del alma humana”(33). Es claro que en “Las caras y las arcas” no se despliega una visión escatológica y que el poemario es crítico frente al estado de cosas actual quizás desde una concepción materialista. Pero a un nivel que no sabría denominar—quizás sub ideológico—los elementos del universo del discurso de este poemario se articulan de una manera podríamos decir gnóstica.

En este libro, Dios, figura ambigua, omnipresente y negativa, aparece como subyacente al flujo y las concreciones variadas de la historia, sus estelas y monumentos, además de inmiscuirse, manipular, y entretejerse en las anécdotas pasadas y sobre todo presentes del poder. Está presente, junto al tema de la máscara y la encarnación, el tema de la mediación/mediatización. Hay diversos personeros que aparecen como encarnaciones del mal, demiurgos de esta divinidad gnóstica, y esta misma divinidad, el Gran Rasca, es degradada. Esa tendencia al gnosticismo subyace en muchas representaciones del mundo como un mundo degradado, en muy diversas manifestaciones culturales y literarias, como por ejemplo la cosmogonía lovecraftiana de Cthulhu. En las configuraciones gnósticas, el bien está ausente del universo o es una máscara del mal, el cosmos es una creación del demonio o de un dios subordinado y rasca, que a su vez va delegando su tarea a subalternos cada vez más ínfimos, que a veces adoptan la careta de profetas, ángeles o santos. En el caso de “Las caras y las arcas”, se podría hablar de una trascendencia negativa. Pero aquí, este aspecto gnóstico se ve morigerado por su carácter por así decir chileno, que introduce elementos de ironía, parodia y cierta familiaridad. Además, se entra en un coloquio dialogal con la divinidad, que le increpa al poeta—quizás en su condición de “pequeño Dios” sus propias carencias. De alguna manera esta divinidad se muestra como accesible y de algún modo, entonces, no ausente.

Al comienzo mismo del libro, “Libro I”, que se inicia con la parte“Epifanía y trastienda”, el primer poema es “El llamado”, que empieza así: “¿Dónde se habrá metido el poeta?”. Vemos que al comienzo mismo, el Gran Rasca hace un llamado al poeta, su potencial pitoniso y corimbante, más adelante el poema dice “cuando él, sin cara precisa,/en mi voz precisa encaramarse.”. Vemos el eventual o real papel del poeta, de máscara o emanación de este Dios, siendo así otra encarnación de la infinita serie de encarnaciones del Gran rasca, el que por otro lado es en el fondo emanación humana, cerrando el círculo de degradación y mal que conforma el cosmos, ya que el lector genérico universal de alguna manera ha secretado a Dios: “Al hijo de tu quimera/ Todopoderoso llamas”. Al final en su diálogo con el poeta, que puede ser otra de sus encarnaciones, el Gran Rasca se hace oír con “una guitarra traspuesta”, que “me cantaba las cuarenta”. La misma banalidad de este universo, su misma morigeración por el humor, el diálogo, la cháchara, se suman para profundizar el mal imperante con ese aditivo de gratuidad. No hay antiparaísos ni paraísos en esta anti teopoética, los que tendrán que esperar a la siguiente generación de poetas para desplegar su dramatismo y así atenuar la degradación al plasmar la sublimidad del sufrimiento.

 

 
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