Soy cuando eres en mí

 


Por Juan Antonio Massone

 

 

La invitación recibida de la prestigiosa Universidad Católica de la Santísima Concepción, a participar en un encuentro de “Literatura y Ambiente”, desafía el mero quehacer—más o menos concentrado o distraído del escritor—y propone una necesaria reflexión a propósito de los alcances y de las necesidades de la palabra creativa.

Nada más ajeno a mi pretensión agitar fórmulas o plantillas de manifiesto. Mi aporte es mucho más modesto: compartir algunos atisbos de consciencia en lo que atañe a la literatura y a su correspondiente misión en estos tiempos.

1.La literatura tiene como base a un ser que traduce las señales del pulso que le conformaa partir de un quehacer esencialmente expresivo y que desea comunicable. Los formatos, énfasis estilísticos y afinidades con el entorno y con la época son materias que consignan los estudiosos, los escrutinios de temporada y los cambiantes gustos.

Bien mirada, nuestra condición humana conoce de algunas constancias. Desde luego, aquélla es concebible desde esa paradojal característica que avisa de una realidad identificable al tiempo que cambiante, algo así como un peregrino en quien los pasos le acercan y le alejan de sus propias etapas o tramos del camino. Condición mudadiza porque siempre alude a una permanencia en movimiento. Se trata de ese inquietud que lleva a buscar incesantemente porque la persona se experimenta en sí misma, incompleta, carente e insatisfecha. “Inquietum est cor nostrum donec requiescat in Te”, dijo de una vez San Agustín.

Cierto, pero el anhelo de ser alguien con nombre propio desde lo más íntimo es un continuo acaecer. De cuantas facultades está dotado el ser humano, corresponde a la naturaleza metafórica ejercida por la palabra, llevar a cabo aquel acto reflejo, de duplicación y de extensión creativa. Personal y social, el vocablo nos dice en el soliloquio, sabe compartir la peripecia con los semejantes, nomina las entidades y criaturas, así como los pliegues de la experiencia y de la memoria; aloja lo inmenso y lo pequeño del universo en el hogar de silencio que es todo alfabeto dispuesto a vincular el fragmento a lo enterizo; y hasta llega a decir, por momentos, que las palabras son inexactas, impotentes o francamente ausencia. Sin embargo, este limitado lenguaje se dice con palabras.

2.No estamos solos, aunque sintamos esa puntada de separatidad, en el mundo. Una manifestación que nos llevaa considerar las letras desde una perspectiva de la ecocrítica corresponde al modo en que experimentamos el mundo, esto es, como una presencia o como un vacío. Si lo primero, entonces descubriremos las especies y los órdenes de la Creación en sus envergaduras y riquezas, los veremos en su esplendor o en el peligro que los asecha. Restableceremos vínculos, cuando los consideremos presencia: entes de substancia entretejida en un orbe mayor de significados y de invocaciones. Si fuere lo segundo, esto es, el vacío, replicaríamos un daguerrotipo borroso, vago, fantasmal de nosotros en el mundo.

He ahí como nos enfrentamos a quienes somos por dentro. El escritor Luis Oyarzún nos dejó un aserto de indubitable importancia en su llamado de advertencia: “La tierra es tu retrato”. Y es que el dentro y el fuera son faces de una realidad más extensa y, también, más intensa.

Es evidente que el cambio de época experimentado desde hace décadas lo ha sido por el crecimiento de las zonas de realidad admitidas en nuestra consciencia y, sin duda, en nuestros hábitos. Porque los océanos, la mente, la genética, el espacio sideral han requerido de aperturas y nociones con qué hacer frente al uno y plural universo. La organización electrónica del mundo interconectado nos sitúa en una realidad tan rica como compleja. En lo positivo de sus consecuencias, resalta la proximidad de aquello que, hasta hace poco tiempo, consistía en lejanos referentes o en alusiones a veces extravagantes y, en otras, improbables de un trato próximo. El mundo mantenía una diferenciación entre el horizonte que llamábamos nuestro y el más incógnito y extenso de lo otro. Cada quien sentía vivir lo propio; hoy experimentamos una levedad en la intemperie, pues todo invade, se transmuta, parece ceder a la fragilidad y a la inconsistencia.

Pero esta transformación de hondas repercusiones no es inocua. Por el contrario, aviva nuevos desafíos y afrontamientos. Lo numeroso y simultáneo del planeta provoca en el ser humano una perplejidad y un acuciante proceso de acomodación en lo transitorio. Una suerte de doble valencia se nos impone al conocer o enterarnos de otras etnias, de otros credos, de otras geografías y de la implacable advertencia de que habitamos un planeta cuyos recursos naturales están amenazados de extinción, como consecuencia de una manera de desarrollo que, con arrogancia y estrechez, ha terminado por desengañar y defraudar a casi todos. Con razón, muchos pensadores han avivado la alarma de que, por primera vez en la historia, el ser humano sobrevive bajo la amenaza de los efectos de su orgulloso quehacer.

Nada nuevo tiene decir que las nociones fundamentales de que hemos hecho gala hasta hace poco, han vaciado su semántica o, en su versión positiva, están afanadas en alcanzar nuevos contenidos, organización y alcance. El ser humano pende de colgaduras debilitadas. Las agosta el roce de la velocidad y de lo efímero, pues lo abrumador y complejo de las nuevas dimensiones parecieran haberles despojado de referencias solventes. Hoy parece embutido en un cauce que lo torna insignificante.

3. La advertencia de tantos escritores y filósofos, a propósito de “que viene el lobo”, no han impedido la debilidad que padece nuestra especie y el planeta todo. Las nociones humanas se ven amagadas, revenidas, vulnerables. El pulso y la respiración padecen de sofoco. Lo humano está puesto a prueba, pues hoy aparece como un recurso, como una realidad prescindible y valorada según la eficiencia productiva que pudiere ofrecer. Entonces es cuando se torna evidente la vulnerabilidad extrema de nuestra época.

Amordazado el espíritu, el mundo queda informe y caótico a merced de fuerzas entrópicas. ¿Por qué? Nada menos que por la insolvencia de un vivir desarticulado, aunque funcional; codicioso, pero desdichado; preso de ilimitados deseos, y siempre infeliz. El fragmento y la penuria puesta en la supervivencia parecieran anular los horizontes estimulantes y la esperanza de mejores versiones de la realidad.

El desnivel más que evidente entre lo humano y lo vivo respecto del vertiginoso suceder de la tecnología imperante, así como la codicia soberbiosa de un pretendido desarrollo, a la postre inarmónico, cruel, injusto y pretencioso, no sabrían justificarse en la mezquindad y estrechez de sus despliegues.

Al reflexionar acerca de la técnica—hoy es más propio hablar de tecnología—advertía Martin Heidegger que la esencia de aquélla no es técnica, sino metafísica; de un modo semejante creemos ver que, en los supuestos y actitudes fomentados en nuestra época, pueden ser adscritos a los más antiguos vicios capitales, con el añadido de que ahora cuentan con una base de organización inimaginable otrora. En medio de tal gigantismo filisteo, entre tanta impersona y necrofilia espiritual, tiene un puesto de reserva creativa y moral la expresión de los artistas y, en el caso que nos ocupa, la del escritor.

Voces de vida es cuanto esperamos en la ribera de todos los ríos; gestos convencidos de que el desastre no corresponde a la lógica más fundamental del planeta ni del universo; acciones que deberán sostener y recordar, una vez y otra, un sentido de vivir habitado de correspondencias entre lo diverso.

Hace un par de años nos fue dado escribir en un diario:

“Nuestra época es colosal: abarca toda la tierra. Abundan en ellas las cosas, el ruido y las ofertas. Se dijera que los símbolos arquitectónicos más acordes a su fisonomía ansiosa son el supermercado y el centro comercial. Exceso de productos llaman la atención; para no pocos la mercadería semeja un maná. Cada comprador escoge lo que desea. Y lo que puede. El salvoconducto para desplazarse en medio de tantos guiños y de trofeos radica en el dinero poseído, llamado eufemísticamente poder adquisitivo.

Algunos son mucho más poderosos. Adquirir es verbo clave. Se adquiere una cosa tanto como una costumbre. La primera, cuando es bien habida, con el propio peculio; la otra, mediante el simple contagio. Comoquiera sea, es urgente ingeniar maneras de procurarse, ojalá en cantidades apreciables, el “ábrete sésamo” de vitrinas y escaparates, agencias de viaje e inmobiliarias, y demás repertorio de nuestra sociedad consumista y devoradora.

Los bienes, o los que parecen serlo, multiplican sin tregua su exhibicionismo. Jamás alguien se sacia de ellos. ¡Oh paradoja! Quienes podrían hacerlo, si atendemos a los recursos de que disponen, no consiguen adelantar sino la renovación de ilimitados apetitos. A los otros, aquellos que “viven por sus manos”, tampoco les alcanza saciedad cuando merodean los templos profanos de venta o escuchan las cancioncillas de la publicidad.

Ningún producto tienta desde su envoltorio o envergadura sin una previa y costosa elaboración a base de trabajo y de insumos que tienen su origen en los bienes naturales: agua, luz, aire, tierra, minerales, gas, petróleo. Pero la abundancia esconde algo brutal: el planeta está arrasado por la piratería y la codicia. Los hábitos usureros y extremadamente descomedidos para con nuestra casa terráquea cobra víctimas más numerosas cada vez. La naturaleza nos desconoce, porque le hemos infligido excesivas y crueles ofensas. Han sido violados los preceptos elementales de la siembra y de la siega. El mundo es ancho y ajeno, como en el rótulo de Ciro Alegría.

Mercancías y apetitos, en virtud del perjuicio que supone la demencial algarabía del negocio y del consumo, crecen exponencialmente como bruma pegajosa. La metástasis gana batallas; se expande sin contrapeso. Uno a uno, los bastiones de conciencias personales y de instituciones en pro de lo vivo quedan amagados en sus intentos de moderación; ineludiblemente constreñidas por la encrucijada de escoger entre rendir sus postulados y plegarse a las triquiñuelas al uso; o bien, recluirse, con tal de resistir, fortalecidas en la razón, hoy minoritaria, de respirar en acuerdo con otras vidas.

De año en año, las alteraciones del clima y la escasez de agua desautorizan los más ingenuos pronósticos. Las llamadas potencias y los gobiernos de aquí y de allá semejan atletas que buscan inclinar la pista del lado del abismo. Políticas de corto plazo, negociados y descalabros son muestras que arroja la marea. Más cierta que sus altivas luces, la civilización es mucho más frágil de lo que presume. Pende de un golpe de corriente. Los casos abundan: podemos quedar a oscuras. ¿Lo estamos ya?

Parece quedar poco tiempo de reacción. El plazo es ahora o nunca más”.

(La Prensa, región del Maule, 7-V-2015)

Arrojados, constreñidos, sufrientes en pistas culturales tan equivocadas con qué dar cabal respuesta aliviadora y, con esperanza, a los pasos en los que debemos habitar nuestras sombras y consciencias, la renovación crecida y vigorosa que se nos demanda, excede la estrechez y soberbia espiritual con las que regamos el planeta de sangre y dolor y entenebrecemos nuestras posibilidades de creatura en un mundo rico porque existen otros.

4.La ecocrítica acude en calidad de llamado y de noción. Pregona un concepto holístico: integralidad del mundo y recuerda una máxima esencial: la interdependencia de los ejemplares y especies vivientes. Más que un manifiesto de sus dichos, me parece que propicia la alzadura de nuevas conquistas del espíritu.

Un signo de nuestros tiempos ha sido la gradual y cada vez más acelerada consciencia de algunos actores de la historia. Es así como la mujer, las culturas tradicionales, la juventud, el espacio común, las otras especies de seres vivos constituyen, en la actualidad, contundentes e indispensables presencias en nuestro planeta. Es imposible concebir a éste desde una perspectiva empobrecida, plana, monologante en lo social y en lo psíquico, si queremos continuar de camino en un mundo que ha cambiado de época y que, más que siempre, le urgen desafíos y respuestas acordes a la realidad de mayor alcance que conformamos.

Las artes, en general, manifiestan permanentemente dos acciones—semejantes éstas a uno de los principios de Newton--, esto es, acción y reacción. Respecto de la primera, el arte crea una expresión, cuando echa mano de algunos materiales con qué hacer patente la interioridad sumergida o la inquietud que obra en el espíritu; simultáneamente, el arte somete a crítica y revisión un estado de la realidad respecto de lo cual tienta sus posibilidades expresivas, a partir de hechos, de mentalidades, de casos, de nociones, de zozobras y de esperanzas.

La literatura, palabra que se atreve con lo fable y sueña testimoniar lo indecible, enfrenta siempre, desde alguien, un nuevo comienzo. Por eso mismo, en su entraña crece la necesidad de forjar un mensaje revelador—en alguna medida—en vistas de comparecer en compañía de todos, ante el misterio y el milagro de vivir.

Sin embargo, a cada quien le es dable decir sólo algunos fragmentos del pequeño y del gran universo. Es así como, desde antiguo, pueden acopiarse muestras literarias de alta y feliz factura, las que responden, en cada caso, al fruto del talento y a las nociones que, en su época, nutría a sus autores.

“Oda a la vida retirada”, del agustino Fray Luis de León; así como las descripciones prosopográficas de los distintos países americanos debidas a los cronistas coloniales; las prosas mistralianas a propósito de las criaturas de nuestra especie, así como de flora y fauna; o las odas elementales de Pablo Neruda—por aludir a un puñado de ejemplos únicamente--, manifiestan a las claras la estimación y valor de la hermana tierra, habría dicho el poeta que fue San Francisco de Asís.

5. Bien mirado, el nacimiento de un texto obedece a un ordenamiento de lo disperso y a la asociación de lo distinto. El silencio, principio y epílogo de todo escrito, desata algunos nudos y alfabetiza lo innominado.

La singularidad de cada quien solfea el relumbre o la ausencia de lo existente. De ese musitar inicial puede crecer un himno, una elegía o un epitalamio. ¿Cuál es el modo de acogencia hacia lo existente y la noción de base que anima la palabra poética?

No es indiferente aseverar que la escritura revela un modo de ser y de estar en el mundo; al par corresponde a un convivio y a una expectación; puede alzar un lapso predominante: ayer, hogaño y porvenir, sobre el cual dispone la emoción, el combate y la aspiración. De cualquier modo, el principio de identidad y el principio de semejanza resolverán su litigio en una operación sólo parcialmente voluntaria, pues en los subterráneos del espíritu se compone el complemento que entrega el hálito y la reverberación de la palabra. Creo firmemente que el poeta es un forjador y, a la vez, un amanuense.

¿Cuáles son los reinos en donde nos hallamos, asombrados y contritos? ¿En dónde habita quienes somos, sino en los lugares de la ternura y del abismo?

Deseo responder, en parte, esas preguntas, a base de un poema que, creo, no me deshonra.

 

Una infancia

Yo fui un niño que tuvo patio
con un perro que se perdió una vez
y hasta el día de esta tarde no regresa.

Yo era niño que olía tierra húmeda
y fue mío despedirme de momentos
como si el día acostumbrara a morir.

Yo fui niño en un patio y ventolera
con más ladridos debajo de la tierra.
La nieve parece ahora menos blanca.

Yo era un niño que pactó con lagartijas
y queltehues invocando nuevas lluvias,
en espera de pan con mantequilla.

Yo fui un niño y, de en medio del patio,
una acacia con nidos fue arrancada.
Los años aún no dicen para qué.

Yo era un niño con un perro
al que asustó la muerte muy temprano
y el pálpito quedó mío sin deseos.

Yo quedé niño de patio sin acacia
ni perro, sin estar seguro de nada más.
En los otros quedaba la alegría.

 

Epílogo.

Esta época se identifica con dimensiones colosales y, acorde a su parloteo, multiplica insignificancias. Pero la opacidad no está llamada a ser fulgor, ni sendero, ni victoria. Otra vez, la palabra nacida del vigor espiritual y de la aurora de la conciencia, puede crecer, forjar y ser compartida en los acentos más genuinos de una confirmación de abrazo, de presencia y de habitación, porque la lucha de ser persona es, hoy, brega de convencimiento porque estamos ante la disyuntiva de un mundo, a cuyo destino se nos invita: somos con y en lo vivo, o nos convertiremos en heraldos de muerte. Nada me parece más urgente y grave, en lo sucesivo.

 

 
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