por
Víctor Bórquez Núñez
Confieso que he releído. He devorado una y otra vez obras que
marcaron etapas clave de mi existencia, tales como la literatura
de Julio Cortázar, en especial sus grandes cuentos y su maravillosa
“Rayuela” que, según pasan los años, se va mostrando más y más
lúcida.
Esto de releer tiene una suerte de pasión perversa: he releído
cuatro -¿cinco?- veces “Cien años de soledad”, de Gabriel García
Márquez, y sigo sintiendo la misma emoción que cuando la descubrí
en mis lejanos años de enseñanza media.
A esto siguen obras variadas en estilo, calidad y contenidos,
las que sin ningún atisbo de vergüenza me doy a la tarea de volver
a leer, como “Santa Evita”, de Tomás Eloy Martínez, texto que me
produce escalofríos por saber que lo narrado es tan real que parece
inconcebible que haya sucedido alguna vez o “Crónicas marcianas”,
de Ray Bradbury, cuyas narraciones me fascinan por la manera casi
maniática en que transforma lo normal en fantástico con apenas
algunos verbos empleados de manera fenomenal.
Imposible dejar dos libros para relectura obsesiva: “El Principito”,
de Antoine de Saint-Exupéry, que cada vez adquiere significaciones
diferentes en las épocas y estados anímicos con que lo he enfrentado
y esa portentosa y casi inabarcable obra de madurez de José Donoso,
“El obsceno pájaro de la noche”, texto que pienso debiera estar
considerado como pilar del terror psicológico de todos los tiempos.
¿Por qué releemos?
¿Para qué nos enfrentamos de nuevo a un texto?
Me parece magnífico eso que plantean respecto a que las personas,
a medida que adquieren más años, dejan de leer, porque releen.
Y esto iría de la mano con el hecho de que al deterioro del cuerpo,
léase vejez progresiva e inevitable, se suma el hecho que las cosas
adquieren una importancia diferente. Así, aquellos detalles que
alguna vez eran innecesarios o poco relevantes, en cierta edad
son indispensable para la comprensión del mundo que se habita.
Y esto se reproduce en el acto de releer. Un libro es revisitado
precisamente porque ahora, en cierta edad, nos revela verdades
esenciales que un día no descubrimos, a pesar de estar delante
de nuestros ojos.
No puede olvidarse que avanzar en edad es regresar al pasado,
porque suelen ser más poderosos los recuerdos que la certeza de
lo real en el ahora. Y un libro que alguna vez leímos, cobra una
vitalidad, una suerte de revelación que se añora, atesora y agradece
cuando las canas o la precariedad de los movimientos se hacen habituales.
Esto se une a otra idea clave. Ninguna relectura es inocente,
porque aun cuando releamos un libro del que podemos saber todo…
siempre nos estaremos enfrentando a un mundo nuevo, que evoca verdades
distintas o nos sopla en el oído con sonidos diferentes.
Más que atingente lo planteado por Fernando Tinajeros en una crónica
de opinión para “El Comercio”, cuando expresa que
Cada vez que se empieza nuevamente una lectura de hace tiempo
se inicia una aventura nueva, inédita, una experiencia que carece
de cualquier antecedente. Descubrimos así que cada acto de leer
es además un acto de inventar. Si somos de aquellos que solemos
subrayar los pasajes relevantes y hacer anotaciones en el margen,
al volver sobre nuestros pasos de otro tiempo podemos sorprendernos
de lo que fue nuestro modo de entender.
Desde luego que un libro que nos apasionó una lejana tarde, puede
hoy resultar una soberana lata. O a la inversa, valoramos un texto
que alguna vez desechamos. NI qué decir de los libros ‘best seller’
o de moda que nos fascinaron un día y que hoy, sin dudas, nos provocan
escozor.
Sea cual sea la situación, el acto de releer es extraño, complejo,
fascinante. Es como encontrarnos cara a cara con un viejo amor
que, a la vuelta de los años, puede seguir seduciendo con sus facciones,
su manera de sonreír o su aroma. O demostrarnos que el paso de
los años puede ser un aluvión fatal.
Bendito ejercicio el de releer.