Por Jorge
Etcheverry Arcaya
Pese a la presencia en la obra en prosa
de Gabriela Etcheverry de entornos extranjeros, el hábitat del
desarraigo de protagonistas y narradoras, a veces las mismas, y
pese a algunas incursiones a metrópolis universales, el elemento
espacial más importante en la narrativa de Gabriela Etcheverry
es el puerto de Coquimbo, en el Norte Chico. Coquimbo y su área
circundante se consideraron por demasiadas décadas un área de extrema
pobreza. Los jóvenes emigraban hacia mejores pastos, muchos hacia
las minas de carbón del Sur o las de cobre en el Norte Grande,
o hacia la Argentina, muchas niñas iban a las ciudades a trabajar
en fábricas o de domésticas. El Norte Chico, así llamado, es la
antesala del verdadero Norte, del desierto interminable, los minerales
y la conexión hacia el mundo de la cultura altiplánica, que comienza
a sentirse y con la cual el norte tiene otra relación que la capital,
Santiago, que por supuesto sigue siendo el centro, le guste o no
a las regiones, ya como dice el dicho todavía popular “Santiago
es Chile”. En este país de regiones sólidamente delimitadas en
la percepción nacional, el Norte Grande, la Zona Central, el Sur,
Valparaíso, la Isla de Chiloé, las intermedias o desdibujadas languidecen,
como sucede en todas partes del mundo, ya que no proyectan perfiles
definidos en el contexto actual de fuertes y escuetos proyectos identitarios
regionales y etnoculturales. La tradicional y vetusta La Serena es
la ciudad importante del Norte Chico, señora y señorial, de numerosas
iglesias y fundada por un capitán español como “Villanueva de la
Serena”. Coquimbo, nombre masculino y quechua, que significa en español
“tambo de plata", es el puerto vecino, pobre, encaramado a los
cerros, competidor y opuesto, en su momento tránsito de piratas,
materia de mitos y leyendas, con su Barrio Inglés, donde los corsarios
y piratas ingleses recababan y remolían, y por extensión refugio
de la bohemia y el hampa locales y no tan locales, y la playa de
Huayacán, donde se supone está enterrado el tesoro de Drake. Coquimbo
está dividido entre la Parte Alta de cerros y la miseria, donde brotan
diversas afiliaciones fundamentalistas cristianas que ofrecen paliativo,
compensación y algo de moral, en hogares que suben las faldas de
los cerros divididos y protegidos por cercos de piedra como se puede
ver también en fotos de los pueblos del Medio Oriente. Por otro lado
está el Llano, que ostenta la plaza, los edificios públicos, la calle
principal, la vida cívica y comercial, la clase media.
En el caso de esta narradora, su punto de partida es ese entorno,
su mirada recoge esos elementos y los proyecta y representa, a la
vez que muestra el porqué y cómo del distanciamiento de esta realidad
originaria ambivalente—donde tiene sus raíces, de cuyo reconocimiento
y negación—nunca explícitas— surge la anfibología que da origen a
esta prosa. Esta dimensión podría denominarse “natural”, opuesta
a otra que preferimos llamar “exógena”, para no denominarla cultural,
como veremos también presente en ese entorno. Esta expresión literaria
no se origina ni calza plenamente con ninguna de estas dimensiones, ni tampoco
descarta a ninguna de ellas, aunque se hagan esfuerzos de identificación con
la que más, por así decir originaria, que es la natural, el mundo familiar
y comunal. Nos encontramos así con una versión positiva de la marginalidad,
que distancia pero no separa del contexto originario. Esto impide que esta
obra narrativa, compuesta de cuento, novela, texto intergenérico, sea documental,
es decir un discurso unidimensional que expone, explica y reivindica aspectos
contextuales de la biografía personal en un contexto social y cultural. Ahora,
y yendo a otro plano más concreto, el de la génesis de esta narrativa, vemos
que esa marginalidad, que le otorga el distanciamiento necesario para su producción,
tiene una cierta base biográfica de excentricidad, que se advierte en la lectura.
Por ejemplo: “Su segunda novela Guayacán: tesoro y lujuria, a ser publicada
en 2009, comenzó a cristalizar a partir de “las entregas” que enviaba a su
sobrino (QEPD) contándole trozos de vida de Coquimbo, donde se crió en una
familia de 12 hijos con un padre que dedicó gran parte de su vida a buscar
el tesoro que, según la leyenda local, los piratas escondieron en Guayacán”
Aquí vemos cómo en el seno del espacio originario “natural” de esta narrativa,
como lo percibe el lector, ya se encuentra el elemento distanciador exógeno
en ese padre.
Si bien el recurso a la realidad contextual del origen del trabajo literario,
su etiología concreta y por qué no decirlo biográfica, más allá de lo puramente
referencial en la obra, puede ser tildado de mecanicista, determinista e ingenuo,
nos parece que es lícito por el carácter en última instancia reflejo de la
literatura. Sin olvidar que la autonomía y autosuficiencia de la obra literaria,
su carácter objetivo, su formato de libro y por consiguiente de mercancía “stand
alone” “solid state”, generan lecturas que indiscutiblemente dan cuenta del
armado interno de sus elementos constituyentes—además de hacerla más valiosa
en términos de mercado, ya que la autosuficiencia y autonomía de cualquier
objeto resaltan su valor comercial. Pero para comprender el sentido de esa
obra hay que remitirse al contexto, o verlo funcionando en la misma estructura
de la obra, que es producto de una escritura individual concreta e inserta
en una biografía. Así nos encontramos con la figura de Luis Miralles Manzo,
padre de la autora, medio italiano, recordado en la ciudad como hilvanador
de historias, explorador de los recovecos de la región y del Norte en general
en busca de tesoros, hacedor de esculturas a partir de la chatarra, 50 años
antes de la moda del reciclamiento en el arte: un enorme galeón de su confección
fue adquirido por la presidencia y puesto en frente de la UNCTAD, sede administrativa
del gobierno de Allende. Los hermanos recuerdan en su infancia los intentos
de venta de puerta en puerta de un opúsculo ocultista de su autoría. Su biografía
de medio extranjero afuerino excéntrico y avencidado se extiende y se resuelve
como componente explícito o implícito de la narrativa de su hija, proporcionando
a la vez el distanciamiento frente al medio originario y la afiliación o recusación
de eso otro que el medio—pero que provee la distancia mediadora que posibilita
mostrarlo. Don Luis se refería a Coquimbo como a una entidad casi nacional
“Este país de Coquimbo” y su búsqueda de tesoros se inscribe en el imaginario
marítimo de este puerto, cuya litoralidad parece más fuerte o definitiva que
en otros puertos, balnearios o pueblos costeros. Por ejemplo, el poeta Javier
del Cerro, también originario de la parte alta ha destilado, contraponiéndolo
a su obra de corte más lírico, el asombroso Abisal, inquietante libro de imaginería
y neomitología marítimos. Por otra parte, el sobrino a quien se hace referencia
en la cita anterior, es Julio Miralles, poeta gay en una familia adventista,
que elabora una obra también desgarrada por esos conflictos de pertenencia,
identidad, etc.
La doble afiliación de la narradora se enmarca así en un contexto en que ya
está presente esa dicotomía de manera biográfica. Su obra constituye una muestra
de identidad aleatoria. Recordemos el origen europeo, occidental y moderno
del término “identidad”, que alude a la unicidad del “yo”, una versión de la
identidad que se da por supuesta incluso en las sociedades post coloniales.
Esa duplicidad o anfiblogía queda de manifiesto en los comentarios de lectura
de la obra de esta narradora, como por ejemplo: “most describe scenes in the
shantytown where Josefina/Gabriela and her many brothers and sisters grow up,
cared for by an immensely strong but overworked mother, but neglected and verbally
abused by an irresponsible, philandering father. Whereas the mother is a Mapuche
Indian, the father is of Spanish stock, an intellectual, an artist, a gifted
yet unsuccessful pianist”. O sea, la madre autóctona, el padre europeo. Cuántas
narrativas mitológicas, fundacionales y reivindicativas se pueden reconocer
aquí.
Veamos por ejemplo el ambiguo cuento “El regreso”, que cierra el volumen
“El árbol del pan”. Este cuento conjuga el tema del retorno del exilio, o
mejor desarraigo, la necesidad como elemento para la aceptación, reintegro
y elección del ámbito originario, con una situación ambigua el que un hermano
comete un parricidio. Este sería un ajuste de cuentas en términos familiares
sociales y del imperio de la necesidad, una inmolación que limpia y rescata,
o intenta hacerlo, pero donde está presente a la vez la elección de lo que
denominamos la miseria—personal, colectiva—como el ámbito originariamente
propio. Si se leyera la obra narrativa de esta autora como un solo discurso,
la ida a la capital (Santiago) y el periplo al exterior, se revelarían como
una búsqueda inauténtica (Girard). La salida al exterior es formalmente la
circunstancia forzosa del exilio, aunque ya hemos sido testigos de la huída
del dolor del mundo originario o “natural”. Esto refuerza la ambiguedad de
cuento, como decíamos, titulado “El regreso”. Si se tratara de una narración
de post exilio, quizás se hubiera titulado “El retorno”. Entonces tenemos
la huída de la miseria que sin embargo es consustancial con la vida concreta,
familiar y afectiva— el periplo a la ciudad y el exterior—y el regreso y
la aceptación de la miseria—. Esto último se efectúa mediante el sacrificio
del padre, que representa, en el plano narrativo, al mundo de la excentricidad,
de la por así decir cultura, de la conciencia a la vez mitologizante y delirante.
Esta aceptación del mundo por así decir originario, natural, ya tiene semillas
de lo exógeno, que abarca la mediación que produce la obra literaria. Entonces
se hace imposible sin la ablación de una parte de la identidad, de ahí el
carácter inauténtico de esa búsqueda. Este es un drama de cierta universalidad.
Después de todo Nicanor Parra dijo alguna vez, en otro tono muy antipoético
“uno de Talca nunca termina de llegar a Santiago”.
Pero a la vez se insinúa aquí un escándalo para la identidad en términos
modernos, metropolitanos, europeos, que concibe a la identidad, al yo como
una mónada unitaria, estable, que se identifica con la conciencia como res
cogitans o para sí. La única posibilidad auténtica, que en esta narrativa
se insinúa pero no se resuelve, es vivir con ambas realidades a la vez, lo
que en el fondo sugiere que, por lo menos para ciertos ámbitos culturales,
la identidad no es individual, única, singular, indivisible y permanente,
como la asumen incluso los defensores de la postcolonialidad y la subordinación.
En esta obra, básicamente autobiográfica—¿Qué obra no lo es con mayor o menor
grado de mediación?—se advierten las opciones de esta identidad, de alguna
manera multiforme y ambigua, como lo reconoce la presentación de la novela
Latitudes: “Latitudes se convierte en el inconsciente colectivo porque todo
el texto refleja una realidad. Cómo los escritores pueden contar sus propias
historias en forma ficcional. La novela de Gabriela Etcheverry tiene la belleza
marítima de Coquimbo, aroma a flor, anécdotas, humor, alegría, contexto social
(dolor del pueblo chileno). Entonces, Latitudes es darnos un chorro refrescante
en el rostro a manera de catarata”. Porque la riqueza, frescura y vitalidad
no están ausentes y forman parte del mismo entramado narrativo que acoge al
conflicto que hemos tratado de dilucidar. Así, la emisora de este discurso
literario evita el patetismo sin por eso embellecer o trivializar la realidad,
cuando expresa en una crónica “Dos amigos italianos nos visitaron este año
y creo que compararon mi amado puerto con la India, no en forma directa, pero
la alusión fue clara cuando ella dijo “por suerte Alfredo (el marido) no fue
a la India cuando lo invitaron, porque si aquí es así… cómo será allá”. O este
párrafo de una crónica de la autora “Mi mirada sigue hasta la cruz del milenio
allá lejos, plantada en el cerro que fue mi hogar y ya no me parece un adefesio
porque me acuerdo que desde ahí pude ver por primera vez todos los mares juntos
de la casi isla que es Coquimbo y, por último, la visión de esos dos animales,
un macho blanco, una hembra negra, que ya no son perros sino enormes animales
prehistóricos haciendo el amor al mismo ritmo de las olas que se desintegran
estruendosamente en la orilla de la playa en una miríada de espuma blanca”.
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