“¡En nombre de Dios, hagan algo!”, lanzó al aire una voz incógnita,
“¡nos atacan, no sabemos cuánto podremos resistir.!” Silencio
al otro lado.Las ondas de la radio se perdieron, nadie escuchó
y nadie hizo nada. Ni Dios.
(S.O.S. pág. 88)
Uno de los méritos centrales de este libro inquietante es haber
desarrollado una especie de crónica de guerra desde una implícita
mirada ético humanista -si cabe el término-que atraviesa toda una
trama escenificada en microcuentos o historias mínimas, que se
esparcen como una pintura siniestra sobre la atribulada mente de
un lector que no deja de sorprenderse, primero, por la agudeza
con que Gabriela Aguilera desentraña un conflicto soterrado desde
la humanidad más doliente, y segundo, porque esa penetrante mirada
narrativa se efectúa con una inusualserenidad analítica, como si
los relatos fueran de una introspectiva pedagogía, para quienes
pueden un día estar al borde de un abismo demencial, como lo ocurrido
en los territorios croatas, serbios, bosnios y albaneses, entre
otros, en un pasado muy reciente.
Su propuesta entonces es involucrar al lector en esta conflagración
atroz, y que se caracterizó por ser la más sangrienta y genocida
ocurrida luego de la Segunda Guerra Mundial iniciada en Europa.
El desarrollo de estos textos -que bien pueden ser vistos como
una novela contada en micro relatos, lo que desde ya le otorga
un sello distintivo único- parte con la simbología de la Ciudad
de Plata, monumento de la belleza natural, hasta que el gobernante
que ejercía su poder con mano de hierro muere, se abandona el emblema
de la estrella roja de cinco puntas y la lucha fratricida se desencadena
para el control territorial y racial.Allí surgen o renacen luego,
los soldados antiguos que esperaban desatar sus odios y mitos ancestrales
para hacer de la mítica ciudad su propio enclave, su gobierno,
su cultura, en suma, el hipotético o virtual vasallaje de los enemigos.
La épica guerrera es asumida desde la multiplicidad de voces traducidas
en víctimas y victimarios de un conflicto desatado y que desvirtúa
las normas de respeto de la guerra tradicional, si es que una guerra
cualquiera, por el hecho de desencadenarse desde su estupidez primaria,
tiene leyes, disposiciones o tratados que la atenúen.
No hay, respecto de los débiles, de los civiles, de las madres,
los viejos o los niños, ni de las estirpes o credos distintos,
compasión alguna.La lucha criminal evidencia toda la sandez humana
que puede generarse en un descontrol absoluto de las pasiones.Los
individuos, que pudieran autodenominarse “guerreros de dios”, asolan
el entorno como lobos hambrientos en busca de sus presas.La afinidad
que Gabriela Aguilera establece con dichos depredadores es de un
altísimo y terrible contenido alegórico:permanentemente los lobos
van y vuelven desde las montañas esperando, acechando, merodeando,
muriendo, desertando incluso, de la manada, y perdiéndose luego
en la soledad de una muerte inevitable.
Las perspectivas humanas son traídas a cada instante al narrar
hechos cotidianos, que están llenos de una sensibilidad contenida,
en contraposición a la bestialidad reinante y que es imposible
de ser fiscalizada hasta por las denominadas fuerzas de paz.Los
hombres se han desnaturalizado y sus apetitos más primarios salen
a luz para violar, asesinar sin medida, incursionar en los seres
y las cosas como si nada de lo existente tuviera un valor en sí
mismo, salvo la propia etnia, los nacionalismos a ultranza que
desvirtúan per se la capacidad mínima de entendimiento
o de reconocer algún grado de dignidad por la vida ajena.
En este universo desbocado la muerte ocupa un espacio relevante
y Gabriela Aguilera descorre, como en una cinematografía en sepia,
las peores barbaries con una certera maestría visual.Un niño apegado
a las botas de su padre que será asesinado; un enemigo que alza
la voz llamando a sus hermanos porque la amenaza del arma en la
sien lo obliga a desvirtuar el peligro; el eterno éxodo a orillas
del rio Drina en busca de armonía,
mientras la mirada inocente pregunta a la madre cuándo regresarán
a casa; o la zambullida ilusoria a las aguas correntosas como un
acto de liberación mortal y necesario; la filmación descarada de
los prisioneros supuestamente respetados y luego asesinados con
un balazo en la nuca al ser apagadas las cámaras de televisión;
o más tarde, sosegado en parte el holocausto general, las mujeres
de Vukobar -la ciudad aniquilada- eluden el encuentro con los restos
sacados de las fosas, porque secretamente anhelan que los suyos
sigan aún con vida; o la constatación forense al encontrar en el
ropaje desecho un gesto de ternura del pasado infantil: un par
de canicas que ruedan por el suelo.
En fin, en esta obra se despliega un cuadro fantasmagórico que
trasluce la pérdida absoluta de los valores esenciales que se suponen
destacan a la especie humana por sobre las demás, y cuya ambientación
gráfica se da por un implícito desarrollo secuencial de manera
notable.En efecto, la idea que transmite el texto globalmente es
que existe un antes, un desarrollo de la guerra y un después.Y
en esa sucesión tácita -ya que los relatos se entrecruzan y hablan
desde las voces de los actores, así se trate de los denominados
guerreros o de los civiles que son degollados- es posible deducir
que de un conflicto semejante no es posible extraer nada piadoso.La
bondad eventual asociada a los tiempos de paz desparece como por
encanto y el hombre saca su míster Hyde, esa representación física
de la maldad existente en las capas del subconsciente que logra
apoderarse del cuerpo y de la mente, para mostrar su lado más perverso,
demoníaco, desequilibrado, sujeto de las peores aberraciones, amparado
en sostener supuestos valores étnicos o supremacías raciales que
terminan justificando lo injustificable.
Una de las enseñanzas capitales -ya insinuada en esta obra- es
que no hay espacio territorial en nuestro mundo que no pueda sufrir
situaciones análogas.Es cierto: acá, como tan bien lo desmitifica
la autora, existió y de seguro existe de modo latente, un odio
lacerante y antiguo, porque justamente es en este tipo de guerras
locales donde la pasión y el resentimiento más brutal ocupan una
zona profunda y su explosión es, por ende, más violenta y desbocada
que en guerras eventualmente similares.
Por lo mismo, el llamado soterrado de este libro ejemplar, su
bandera más señera, es una advertencia, un grito por más humanidad,
por resignificar las vidas mínimas, los signos esenciales, la maternidad
vital, los lazos de un amor extraviado, la naturaleza ingenua y
más vital, esos dientes de león que con una sutileza admirable
surgen de repente en medio del caos como un recuerdo que revive,
que otorga un sello de esperanza, de recuperación de la razón y
de los sueños en medio de la nada, quizás porque esa planta común
crece en todos los espacios de la tierra y el vuelo de sus esporas
insinúa el inocente vuelo personal, la mirada de ese niño que se
va con ellas hacia el cielo en un instante único y eterno.
En fin, un texto conmovedor, con pasajes decididamente superlativos,
que es preciso atesorar como un señuelo, con el clamor sobreentendido
por lo que nunca debiera pasar y que se cuenta al modo de una metáfora
envolvente, cercana, triste, agobiante y decididamente inolvidable.