El barco de los esqueletos. de Oscar Barrientos


por Juan Mihovilovich

 

"En algunos antiguos mapas hay, en el extremo sur, unos profundos abismos, donde los navíos se estrellan contra la nada…” (pág. 35).


He leído una parte significativa de la obra de Oscar Barrientos Bradasic y siempre me ha llamado la atención esa imaginería controlada, ese devenir suave y cadencioso de quien se adentra en los misterios del sur del mundo con la serena convicción de estar siempre al borde de un abismo mítico, y desde allí, mientras las sirenas marinas despliegan sus cantos envolventes, nos muestra algún signo de otra dimensión, con más visos de verdad que la realidad monocorde y agobiante que a diario vivimos.

Quizás, si en este libro su autor despliega con mayor énfasis su visión de mundo. Y aunque no parezca ser Aníbal Saratoga –su alter ego inconfundible- quien nos habla como en otros textos, él si esta aquí más presente que nunca. Y es que en estas líneas el narrador asume la voz del cronista de “carne y hueso” que, -¡oh, maravilla de las paradojas!-, se enfrenta a la historiografía de una embarcación que surca los mares cercanos al Estrecho de Magallanes premunido de una “tripulación esquelética.” El Marlbourough es este barco fantasmagórico que un buen día zarpa de Nueva Zelanda y desaparece del mundo efectivo. Y en esa desaparición surge la leyenda. Pero, a la vez con ella surge también la percepción del cronista que se vuelve lucida y tenebrosa, como si el tránsito hacia el pasado fuera una observación fidedigna que apenas se vislumbra a través de un prisma sin tiempo ni espacio.

Y claro, recorrer el sentido de la navegación del Marlbourough puede ser el destino de una era antigua que cruza los océanos otro para dejar pasmados de espanto a quienes se encuentren con la embarcación, sea visiblemente o en la superstición aumentada con los años. Y es que los mares del sur se encomiendan a los navegantes. Son ellos los que le dan sentido. En el decurso de un itinerario viaja el hombre anclado a sus sueños y a sus esperanzas. En el descenso hacia las aguas profundas los individuos son números insignes que avizoran el mas allá con una especie de temor arcano, de un llamado inevitable que los atrae como si nada más tuviera sentido. Solo importa el encuentro con el misterio del mar, de esa superficie interminable bajo la que subyace un llamado tembloroso. Entonces el Marlbourough es atraído hasta nosotros por el narrador y lo vemos cual una ráfaga insomne que nos sacude aun nuestros míseros huesos bajo el firmamento. No es únicamente Herd, ese capitán obstinado aferrado al timón. Somos nosotros quienes vamos en la travesía. Apenas se trata de un adelanto, así sea el esbozo mortuorio de unos seres esqueléticos que se niegan a ser parte del pasado humano. Ellos nos muestran lo que somos y seremos.

Mientras la espera continua, Oscar Barrientos Bradasic ha descubierto en las páginas ocultas de una embarcación irreal nuestra realidad primigenia. Las hojas de un árbol desnudo parecieran asomarse irónicas en el horizonte. Pero no. El otoño va por dentro y el barco derruido nos invita a subirnos. Es cosa de tiempo, a nuestro pesar. Y esa constatación del cronista nos sacude las vísceras.

A lo lejos el velamen es movido apenas por el viento y alzamos una mano y esa mano se posa tranquila en la vastedad oceánica. Allí, probablemente, resida algún origen. Y el autor de este bello texto con un dedo índice sobre los labios nos llama al silencio. Y la lejanía se nos antoja un para siempre.

 

 

 
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