Por
Juan Antonio Massone
La
peripecia del ingenioso hidalgo propone muchos aspectos de interés
que llaman a la observación reflexiva. En esta oportunidad deseo
resaltar uno de ellos, a saber: su carácter de caballero cristiano.
Aunque las páginas que siguen refieren de la segunda parte, ineludible
es que aluda, en más de algún aspecto, a la novela completa.
Menos erudito que personal, el ensayo que sigue corresponde al de
un lector entusiasta y razonablemente atento, sobre quien han influido
la perspicacia de tantos estudiosos cervantinos y el fervor del
recordado profesor Martín Panero, a quien le escuchara disertaciones
y clases de Literatura clásica española, en la Pontificia Universidad
Católica de Chile.
1.
Personaje inmortal
Don
Quijote de la Mancha es un personaje complejo, ya por su personalidad
interna, ya debido a las formas de expresión que lo vincula con
los demás. Sobrepasó el libro y senderea por las referencias más
dispares en el mundo. Su nacimiento, desde Cervantes, ha crecido
en incontables obras que recrean sus venturas y desventuras, desde
puntos de vista tan heterogéneos, que acaso éstos se han transformado
en sobrepeso de equipaje innecesario. A la postre, lo único esencial,
en el caso referido, es conocer la obra primigenia; las otras, pudiendo
ser lúcidas, eruditas y serviciales, no pasan de ser textos secundarios
y prescindibles. Sin embargo, es tan necesario el ejercicio de la
interpretación que no hay lectura—incluso la más ingenua—que no
esboce, pretenda o explicite esa forma personal de captar, de valorar
y de traducir aquello que, en definitiva, somos capaces de percatarnos
porque viene con cada quien.
Toda
interpretación es el tendido de consciencia entre el rico potencial
semántico de un texto, en este caso, y el prendimiento comprensible
de quien lo va conociendo. Jamás puede ufanarse de única ni definitiva,
porque mientras la obra permanece en su propia contundencia y riqueza,
la interpretación es hija sucesiva de los tiempos y aun de la evolución
de cada intérprete. Pero existe además otro motivo del ejercicio
hermenéutico: la necesidad de decir y decirse cuanto es comprensión
de asombro e identificación y, en consecuencia, de comunicar el
acto reflejo que depara la experiencia de la lectura. Urge verbalizar
porque la palabra ofrece apertura desde el sujeto para con lo otro
y posibilidad de vinculación interpersonal a partir de lo que sabe
transformarse en asunto que, potencialmente, atañe a todos. Por
eso, vivir es una secuencia tramada de interpretaciones. Nadie acaba
por leer de una sola vez en el venero de la obras mayores; la lectura
es un acto por el cual lo que llamamos objetivo cede parte de su
riqueza al sujeto, quien recibe en el sí propio la que dimana de
aquél.
Por
ser la estampa y la personalidad quijotescas, acopio feraz que rezuma
locura cuerda, resaltes y confrontes del personaje en relación a
la sociedad de su tiempo, variedad idiomática sita en la obra cervantina,
elenco de costumbres, modulaciones críticas del autor, invención
e ideas acerca de la literatura, riqueza de los diálogos, nueva
concepción novelesca y simultaneidad de experiencias lectoras, así
como la sabiduría con que la realidad es dicha, comprendida y enseñada,
el conjunto de lo mentado y aún más ofrecen motivos de escudriñar
la intimidad de un alma que, por central, enciende el interés de
examinarla a la luz de sus propósitos más nobles y de sus razones
más intrincadas. Un dechado de creación literaria y moral. La condición
de hidalgo envejecido y de alma cándida da pábulo a consideraciones
innúmeras, las que alcanzan trazas de merodeo sin fin, pues por
más que se asedie a don Quijote desde miríadas diversas y bien respaldadas,
acaba por rebasar, con creces, cualquier posibilidad de fijarlo
en alguna.
Desde
el principio de la novela, nos informamos que la base u origen del
caballero y de la posterior transformación experimentada por él,
corresponde a la de un hidalgo que frisa los cincuenta años, cuenta
a su haber con una hacienda sencilla y su cotidiana convivencia
la pasa con una sobrina y un ama de casa. Soltero, dueño de un patrimonio
suficiente para el mantenimiento de los suyos, las costumbres sencillas
de que hace gala le han granjeado el apelativo de “bueno”, entre
quienes le conocen.
Es
así como don Alonso Quijano extiende una existencia previsible en
sus hábitos, más cercana de la tranquilidad sedentaria que de los
sobresaltos de la aventura. Y lo seguiría siendo hasta la conclusión
de sus jornadas, si en ese su habitar en el mundo, con dieta prefijada
y costumbres conocidas, no se viera contradicha y alterada en vistas
de la creciente incursión en un mundo de nobles ficciones aunque
ostentosas, dignas en sus objetivos, pero disparatadas en sus expresiones
y atavíos, con que el ilustre manchego decide actuar.
La
lectura indiscriminada de libros de caballería no obra en él como
pasatiempo, sino en calidad de aguijón alterador. Don Alonso acaba
por mudarse en don Quijote; el sedentario deja ir al nómade; quien
ha departido con los seres habituales en condición de pacífica y
reconocible bonhomía, gradualmente se trueca en alguien inquietante,
extraño y desasosegado. Se revela, eso sí, un lector culto, fino,
memorioso, inteligente. Los libros de caballería reciben su valoración
máxima. Venera en ellos la valentía, el fantasioso suceder de la
grandeza de alma en las adversidades, aunque también en la grandilocuencia
respondedora a quienes les interpelan: antagonistas, pruebas extremas
y una caterva de feas entidades: endriagos, vestiglos y engendros
varios conforman fantasiosos argumentos narrativos. De todo ello,
toma nota, domicilia en su deseo expansivo episodios y casos notables,
para luego empeñarse en ser como aquéllos modelos novelescos. Don
Alonso sabía que no era caballero andante, pero sobrepujó por llegar
a serlo.
2.
Nace el caballero
No
es excesivo afirmar que la letra y el espíritu animador habido en
él acaban por soberanear en la nueva identidad. La lectura es transición;
los modelos caballerescos, el móvil; hacer el bien justiciero a
los menesterosos, la meta. Sobreponer ensueño e ideal despierto
a la ruda y tosca realidad habitual es clamor de vuelo debido a
la saturación de horizontes inmediatos y a una actitud crítica hacia
la versión social de su presente. La dualidad paradojal consiste,
en su caso, en que elige intervenir en el mundo presente, para mejorar
lo porvenir, pero lo hace desde el anacronismo que implica resucitar
a la caballería andante. Para ir hacia adelante, vuelve atrás.
Al
profesar de heraldo de la justicia, don Quijote necesita ceñirse
enteramente la identidad de caballero. Escoge un nuevo nombre para
sí, otro para su cabalgadura y se granjea la compañía y servicio
de un escudero. Por si algo faltare, entonces prepara su ajuar,
según era la usanza de quienes, en su momento, antes que él, fueron
por el mundo “desfaciendo entuertos”. Pero un caballero necesitaba
de alguien divino no menos que de una persona en cuyo nombre pudiese
emprender su labor filantrópica. Dios, finalidad de todo, auxilio
en la aflicción y ejemplo perfecto, obra en el espíritu del ingenioso
hidalgo, de tal manera, que el pasivo creyente de su aldea se trasiega
en agente bienhechor a lo largo de los caminos españoles; en tanto,
la mujer amada, se convierte en razón de ser de sacrificios y de
ofrendas, ánimo de servir y amparo de sus pensamientos. Ambos vínculos
trascendentes son salvaguarda de ese espíritu suyo tan proclive
a engendrar una sobrehistoria desde el sí propio. La realidad no
basta; es deber mejorarla.
Desde
un principio, se revela la condición dual de don Quijote. Muy pronto
expone su impulso trasgresor. Los cauces habituales por donde desarrollar
la existencia resultan insuficientes. Cincuentón, hijo de la inveterada
costumbre de aquel manchego tranquilo y entrado en años, para la
época. Justo cuando todo parecería definido, con previsible inercia,
el caballero nacido de la admiración imitativa de aquéllos, sus
semejantes en los libros, se atreve a ir por el mundo, “no buscando
los regalos de él, sino sus asperezas, por donde los buenos suben
al asiento de la inmortalidad”.(II, cap. 32).
Todo
un mentís para quienes afirman que únicamente en los jóvenes radicaría
la posibilidad de emprender una gran causa, al desafectarse de comodidades
y de cautelas paralizantes. El hidalgo sobrepasa la lógica habitual:
su cronología no es óbice ante el ímpetu de ensueño dadivoso. Mas
su dualidad no se confina en expectativas cronológicas. Don Quijote
entra y sale de lo doméstico a la ficción, recorre el equilibrio
y el desvarío, para luego volver a la bondadosa y familiar sensatez,
cuando conoce de las propias debilidades y engaños en los que ha
militado durante un lapso, todo lo cual no impide que sus hazañas
y desventuras hayan llegado a ser conocidas, pues andan impresas
por el mundo de dos maneras: la una, debida a la invención del arábigo
Cide Hamete Benengeli y de su correspondiente traductor, goza del
beneplácito del caballero; la otra, atribuida al “fingido y tordesillesco”
autor apócrifo de “resfriado ingenio”, que el personaje y Cervantes
someten, a lo largo de la segunda parte, a muy acres opiniones y
referencias.
Personaje
evolutivo, el delirante frenesí con que acomete las realidades sorprendentes
en la primera parte, evoluciona a una actitud más cavilosa y melancólica,
en la segunda. Don Quijote es un viajero—por dentro y por fuera--
al que no arredra el desajuste habitual—atribuido a la ojeriza que
le tienen hechiceros y encantadores—a manos de quienes sufre trastornos
la evidencia del mundo, dentro del caballero, en versiones rebajadas
y zafias, comprobables en mal trato de obra y de burla, con que
se le impide exponer el “valor deste mi fuerte brazo” y, de paso,
conquistar la necesaria fama de su nombre para ser justipreciado.
Nuestro
inmortal caballero se desplaza encima de una cuerda floja. Jamás
consigue el ensamble entre el mundo que habita en sí mismo y aquel
que le contradice desde los demás. Espíritu y ley entablan discordia
en su espíritu. La legalidad le veda pertenecer cabalmente a esa
orden benéfica de la andante caballería. Se lo impiden algunas condiciones.
El hidalgo es pobre y loco, además de no recibir, en su hora, la
orden de otro caballero.
Voluntarioso,
es, al mismo tiempo, alguien que sabe desnudar los pliegues y recovecos
de su interioridad. Aquí muestra resoluciones de ferviente cruzado;
allá descubre el forcejeo tan propio de quien aspira a llevar sobre
sí un trabajo y estilo de vivir opuestos a sus inveteradas costumbres.
Don Quijote emprende un viaje hacia la unidad de lo disperso. Necesita
y pretende encarnar una vocación. Lo hace desde dentro y muestra
su deseo de ajustar el mundo a una versión temporal acorde al origen
y finalidad trascendente que recibiera del Creador.
Aunque
discrepantes la letra y la legalidad, don Quijote es un caballero
por obra y gracia de un alma henchida de grandeza. Ante todo, encarna
un ánimo y una voluntad de servir. Al emprender su cometido, está
alentado de móviles que, a despecho de desajustes propios de una
percepción desatinada y de la extravagante prestancia de los atavíos
y prendas con que se ciñe y presenta ante los demás, obedece a una
concepción previa y honda: concepción misional de la existencia.
Y una base de esta naturaleza se forja en la conciencia de quien
se sabe criatura y no una voluntad anegada y autosuficiente. Cierto,
posee una firme voluntad expresa en ir por el mundo, pero su alimento
y convicción espiritual corresponden a los de un discípulo; nunca
a un maestro de doctrina. Es doblemente seguidor: de Cristo el Señor
y de los ejemplares caballeros andantes. A una actitud tal le sigue
una declaración nada retórica, sino fruto de quien se conoce lo
suficiente como para rechazar cualquier atributo de santidad que
alguien, como Sancho, quisiese atribuirle. “No soy santo, sino gran
pecador; vos sí, hermano, que debéis ser bueno, como vuestra simplicidad
lo muestra” (II parte, Cap. XVI).
La
condición de caballero la asienta en el trabajo, no en el linaje
heredado, ni en la compra de títulos, tan en boga en época de Cervantes.
Cuando configura el propio vivir en viaje servicial, lo lleva a
cabo con la mayor prontitud y con la convicción de que “un hombre
no es más que otro, si no hace más que otro”. Pero algo más: si
bien adopta el continente y contenido de los caballeros andantes
para su empresa, dicho modelo le permite una libertad en frente
de instituciones y de modos legales al uso. Tanto el anacronismo
del modelo escogido como su caballerosidad espiritual no lo remite
al servicio de un monarca, sino a Dios, y en poco y nada tiene la
presencia e influjo de coetáneas corporaciones influyentes. El carácter
moral de sus actos los confronta, dentro de su conciencia, con la
ley divina antes que con los dictámenes y ordenanzas vigentes, las
que está dispuesto a trasgredir sin peso de conciencia.
Don
Quijote es caballero porque en su alma habita la nobleza de contribuir
al restablecimiento del deber ser, que no es otro que el de garantizar
la dignidad de quienes—como él—han recibido el don de la vida, y,
más generoso de alcance, cuando espeta: “Mis intenciones siempre
los enderezo a buenos fines, que es hacer de bien a todos y mal
a ninguno”. (II, cap. XXXII). No es, pues, la legalidad meramente
normativa, que ordena o prohíbe desde un principio supremo que le
acucia, sino la naturaleza humana anterior a cualquier consideración
jurídica, cuanto lleva en su magín, la que le exhorta a confortar
y a defender el derecho de justicia, en los otros. Y éstos son el
prójimo, especialmente si tienen menester de apoyo y defensa. Los
olvidados de la fortuna y de los poderosos respaldos son esa porción
de la humanidad dilecta de su fraternal señorío.
Pero
la nobleza del alma de un caballero se prueba constantemente. Los
hechos están llamados a refrendar las promesas; las palabras no
son articulaciones que se las lleva el viento, sino compromisos
incondicionales de los que no es posible desertar. La palabra de
caballero tiene asiento en un espíritu vigoroso de convicciones,
no de meros entusiasmos circunstanciales. Por igual reveladora y
confirmación de su labor consagratoria, aquélla posee los atributos
de un artículo de fe. Del todo confiable, porque reconoce origen
en una decisión substantiva: la entrega de sí a una causa moral.
Y esta causa es identificada con el Bien trascendente, revelado
y secular, al cual don Quijote se dispone respaldar sobre la base
de convertir la propia existencia en donación activa y fomento del
lado sagrado, pues hace parte de la incesante lucha librada en el
mundo y en la interioridad del alma y que, agotado el tiempo, ofrece
dos sendas: salvación o condena.
Una
claridad de tal envergadura muestra cuán asimilado tiene él su puesto
en el campo de batalla. En el caso, sin titubeo de endeble fidelidad,
la palabra dice, proclama, testimonia, porque involucra completamente
la resolución de un combatiente moral. Más aún cuando la sociedad
y el mundo reclaman una postura inequívoca del acto humano, en clave
de colaborar a la higiene y salud de lo creado por Dios, en abierto
litigio contra el mal espíritu y el peor proceder humano que ha
ofendido a las criaturas. Y ello lo reconoce la burlona duquesa,
incluso: “Ya sabe el buen Sancho que lo que una vez promete un caballero
procura cumplirlo, aunque le cueste la vida”. (II, cap. XXXIII).
3.
Hombre de fe
Nuestro
personaje es un creyente cabal. No confía únicamente en la existencia
de Dios; antes bien, la fe llévale a la acción. Encarna su convencimiento
cardinal a través de una conducta efectiva, aunque no siempre eficaz.
Presumiblemente, formado de acuerdo a la tradición teológica de
Trento, don Quijote acciona y proclama esos principios e imperativos
morales desde la base de las virtudes teologales: fe, esperanza
y caridad. Pero también de las cardinales: prudencia, fortaleza,
justicia y templanza. El conjunto es emblema y respaldo de su cristianismo
desaforado, siempre urgido de testimonio.
Sin
vacilar es posible decir que la prudencia no alcanzó domicilio en
el caballero de la Triste Figura; eso sí, contó con las demás virtudes
en grado importante, aunque su locura parcial o especificada respecto
de asuntos caballerescos, pudiese aminorar o rebajar, por descrédito,
el bien que se propusiera realizar y el empeño en llevarlo a cabo.
Cristiano
católico, distingue la diferencia que media entre el mensaje del
Señor respecto de las críticas que le merecen algunas costumbres
y actitudes clericales. Al tiempo que se sabe criatura e hijo, tiene
presente la fraternidad hacia los demás. En ningún caso le divorcian
la libertad honda y misteriosa de la persona que es y la pertenencia
a un fondo común del mensaje evangélico recibido a lo largo de las
generaciones y del magisterio de la Iglesia, que está dispuesto
a seguir vivamente. Sabe diferenciar el trigo de la cizaña. No se
ahoga en poco agua, ni deviene en niñerías cuando están en juego
asuntos decididamente importantes. Las reflexiones, con asiento
en la Biblia o cuando devienen de un principio moral, tornan presentes
las fuentes nutricias de que se vale.
Constantemente
menciona y alude, en su lenguaje, a lo divino; con parejo convencimiento
recuerda dicha presencia a los demás, sobre todo a Sancho Panza;
concibe a Dios como Señor de la Vida, cuya voluntad es sostén del
orden que significa lo creado; como caballero que es tiene la obligación
de formarse íntegramente, por eso declara el conocimiento teológico
como un pilar en la preparación íntegra de que ha menester un andante
servidor: “ha de ser teólogo, para saber dar razón de la cristiana
ley que profesa, clara y distintamente, adondequiera que le fuere
pedido…”( II, cap. XVIII); tiene en cuenta la humanidad maltrecha
de la mayoría de quienes le tratan y, aun cuando la conducta de
muchos—sobre todo varones—le causa disgusto y motivos de reprehensión,
se entrega a la tarea de “enseñar al que no sabe”, primera obra
de misericordia espiritual. Por eso, la acción reparadora emprendida
por él lleva en sí una actitud de perdón, es decir, de restauración
espiritual, capaz de allegar a otros ese aliento sanador, al fin
y al cabo, el único correctivo por el cual las circunstancias quedan
supeditadas a las esencias, el descarrío halla enmienda, y la ofensa
se aviene al reparo de la grandeza generosa, ya que a partir del
perdón el mal hecho deja de totalizar al ofensor; en cambio, hace
posible empezar otra vez con él, aunque la cautela aconseje realismo
y la herida recibida de la ofensa demore en llegar a cicatriz.
La
condición cristiana de nuestro caballero es la de un hombre de su
tiempo y, más aún, guiado de las dos más altas personas que obran
en su alma y en su ánimo: Dios y Dulcinea. Para ambas dispone lo
mejor de sí: convicción y lealtad de entrega y de ofrenda. No es
de extrañar que diga: “volviendo a lo de arriba, ha de guardar la
fe a Dios y a su dama; ha de ser casto en los pensamientos, honesto
en las palabras, liberal en las obras, valiente en los hechos, sufrido
en los trabajos, caritativo con los menesterosas y, finalmente,
mantenedor de la verdad, aunque le cueste la vida el defenderla”
(II, cap. XVIII)
Como
se aprecia, no era fácil ser caballero andante. A menudo, los más
altos afanes de servicio sufrían el traspié en un mundo engañoso,
pues las formas mudan y las malas voluntades interfieren en la consecución
de lo moralmente necesario y deseable. A la inestabilidad de lo
presente y ante la incerteza de lo porvenir, tan propias de lo humano,
debe añadirse algo más doloroso en la prueba de un caballero y,
por extensión, de alguien con ideales: el factor humano de espíritu
pequeño, hábil de estratagemas y extremadamente pragmático y mezquino
en su aprecio que cunde y se manifiesta desde los más, quienes terminan
por sitiar y roer la dignidad del idealista, ya para rebajar la
estatura excepcional del convencido de una causa, ya con tal de
transformarlo en motivo de diversión. Los más pretenden entretenerse;
no transformarse. A lo sumo, aspiraran a ser buenas personas; no
personas buenas.
Sobre
un fondo anímico de claroscuro, el litigio expreso del manierismo—tendencia
en la que afluyen poderosos polos de atracción y de repulsa en el
sujeto, así como en las manifestaciones que dan noticia del alma
conturbada y litigante consigo—queda a la vista en ese malestar
del espíritu que es desacuerdo y motivo de pleito para con el mundo.
La
burla es el hecho más cruel a que se le somete a nuestro don Quijote.
Burla, que no el desvarío o la rareza percibidas, como lo hacen
los personajes sencillos, populares, cuando se percatan de los yerros
y de las fijaciones mentales del dueño de Rocinante. No; la burla
está dirigida, premeditadamente, por los duques y, con su auspicio,
interviene un elenco numeroso de empleados que terminan por rivalizar
en quién asesta un añadido mayor de escarnio al caballero.
La
presencia de los duques es uno de los aspectos más ingratos de esta
segunda parte y blanco de crítica social hecha por Cervantes. Es
del caso decir que por nobles que pudiesen ser los duques, no lo
eran de espíritu. Blasonaban exterioridades, pero sus almas eran
plebeyas. Todo lo contrario del Caballero de los leones, hidalgo
pobre en su origen, pero de alcurnia espiritual probada.
Hijo
de su tiempo, nuestro protagonista se encarga de marcar el nivel
que le corresponde según la condición de caballero. Es evidente
su torpeza en todo lo manual—como se sabe era mal visto realizar
oficios a quienes alcanzaba algún linaje de privilegio—y los caballeros
no eran excepción en ello. Fue el motivo de contar con alguien que
desempeñara los trabajos “por sus manos”, mientras el andante caballero
se entregaba a altos pensamientos y a prepararse concienzudamente
en vistas de emprendimientos considerados mayores.
Ejemplares,
en estos respectos, la variedad de vocativos utilizados por don
Quijote cada vez que hablara con Sancho Panza. Aquéllos se extienden
desde la reprensión hasta el reconocimiento de una persona querida,
de quien se recibe de buen talante los consejos e intenciones de
sanos deseos. Si bien recuerda que es su señor natural, alterna—en
la segunda parte de la novela—el calificativo encomiástico y la
corrección, el tierno y el iracundo; estos últimos suelen responder
a la cólera que le provoca el comportamiento locuaz y desatinado
de su escudero. Según la ocasión, le llama: amigo, hermano, hijo,
hereje, bueno, discreto, cristiano, sincero, prevaricador del buen
lenguaje, villano, hijo de mis entrañas, alma endurecida, escudero
sin piedad, ignorante, mentecato, bendito, amable, y muchos más.
Un
caballero andante es un consagrado; la suya: misión de espíritu
generoso, valiente, dispuesto al sacrificio personal y habitado
de osadía. Así: “el andante caballero busque los rincones del mundo,
éntrese en los más intrincados laberintos, acometa a cada paso lo
imposible, resista en los páramos despoblados los ardientes y rayos
del sol en la mitad del verano, y en el invierno la dura inclemencia
de los vientos y de los yelos; no le asombren leones, ni le espanten
vestiglos, ni atemoricen endriagos, que buscar éstos, acometer aquéllos
y vencerlos a todos son sus principales y verdaderos ejercicios”.(II,
cap. XVII)
Pero
si la condición caballeresca corresponde a una manera muy alta y
ennoblecida del espíritu, obedece también a un anhelo de obtener
trascendencia temporal: la fama gloriosa y duradera. Este toque
de “renacentismo”, complemento de su espíritu medieval, es, en este
sentido, otra manera de su rica dualidad y una concesión al tiempo
del qué dirán: tiempo de contingencias valoradas por los demás.
Conquistar un buen nombre es asunto de grave consideración y estima,
a ello responde el afán de hacerse memorable. Un nombre es un hombre.
La
presencia bíblica a lo largo de la novela, a veces en calidad de
citas; en otras, cuando parafrasea el autor sentencias y dichos,
por boca de diferentes personajes; o bien, si alude analógicamente
a protagonistas y episodios de la Sagrada Escritura que encuentran
su correlato en los pasajes y coloquios de la narración cervantina,
sin que se desestimen los ecos de la Biblia en otras numerosas circunstancias.
Unos
pocos ejemplos bastarán de acopio a nuestra afirmación.
El
caballero llama a sosiego y a plegaria a su escudero, pues le recuerda
que, en definitiva, cuanto sucede para bien proviene de Dios, y
no son las ganas ni las codicias el mejor expediente de procurar
nuestra dicha, porque la Providencia Divina vela por cada uno.
“Encomendadlo
a Dios, Sancho—dijo don Quijote--, que todo se hará bien y quizá
mejor de lo que vos penséis, que no se mueve la hoja en el árbol
sin la voluntad de Dios”. (II parte, Cap. III)
La
cita reconoce una fuente inspiradora en Mt, 10, 20-30.
Cuando
a poco de sufrir la transformación de Dulcinea en aldeana, don Quijote
muéstrase abatido y culposo, Sancho le espeta algunas sabias palabras
de bálsamo espiritual:
“Pero
encomendémoslo todo a Dios, que Él es el sabidor de las cosas que
han de suceder en este valle de lágrimas, en este mal mundo que
tenemos, donde apenas se halla cosa alguna que esté sin mezcla de
maldad, embuste y bellaquería” (II parte, Cap. XI)
El
salmo 139 y otros textos dicen de la omnisciencia divina y del carácter
providente del Señor.
En
el capítulo LXVIII, el inmortal caballero recuerda a Sancho cuánta
dádiva le ha significado a éste la proximidad y trato con una persona
como él; sobre todo, clarifica la diferencia que media entre ambos
respecto de las esperas y de la Esperanza. Uno codicia bienes de
este mundo; el hidalgo, la luz después de las tinieblas.
La
fuente bíblica proviene del libro de Job (17, 12), que dice: “La
noche me la convierten en día y de las tinieblas me prometen próxima
luz”.
“Por
mí te has visto gobernador, y por mí te ves esperanzas propincuas
de ser conde o tener otro título equivalente, y no tardará el cumplimiento
de ellas más de cuanto tarde en pasar este año, que yo “post tenebras
spero lucem”. (II parte, Cap. LXVIII).
4.
Servidor de Dulcinea
Para
quien más cuida su reputación y valor de consagrado es Dulcinea.
Que ella sepa de sus tribulaciones y emprendimientos, así como de
los logros y los desafíos de que él es capaz, solivianta su voluntad,
agiliza su resolución y le conforta en sus aflicciones. Es así como
don Quijote confiesa reiteradamente su pertenencia espiritual a
la alta y noble señora. Y no se detiene tal convicción en discursos
y declaraciones de salón; llega a extremar esa lealtad cuando afronta
la prueba seductora de una presunta enamorada, como lo es Altisidora,
mujer que le finge rendido afecto, desmayo y muerte, con la aprobación
burlesca de los duques. Precisamente a ella le ha dirigido, antes
de la escena pública aludida, estas palabras cuando recibiera, en
su alcoba, una inesperada visita de esta mujer:
“Yo
nací para ser de Dulcinea del Toboso, y las hadas, si las hubiera,
me dedicaron a ella; y pensar que otra alguna hermosura ha de ocupar
el lugar que en mi alma tiene, es pensar lo imposible, Suficiente
desengaño es éste para que os retiréis en los límites de vuestra
honestidad, pues nadie s puede obligar al imposible”. (II parte,
Cap. LXX)
El
suyo: un amor de ofrenda hecha ante el altar del más hondo corazón.
No cabe pensar de esta y de otras aseveraciones suyas, más que desde
coherencias espirituales porque camina un sendero de compromiso,
convencido e implorante, ante el nombre de la mujer que dulcifica
la aspereza del mundo y entrega una razón de ser heroica e inmortal
a los pasos y trabajos de un varón que, en su vida, pretende exhibir
dignidad sin tacha.
Como
se sabe, para los caballeros, la dama ocupó un lugar central en
la concepción y ritos de éstos. Una suerte de musa y diosa encarnó
ambos aspectos del imaginario caballeresco. De una parte, significó
la valoración de la mujer, pues su presencia tuvo signo de carácter
inspirador, exornada de tantos dones como inalcanzable resultara
su proximidad; por otra, fue puesta en un sitial de altura admirativa,
pues la gracia de su hermosura y la animación espiritual que dimanaba
correspondían a un bien alentador: verdad y belleza de lo vivido.
Curiosa simbiosis de personajes femeninos bíblicos y de caracteres
famosos de la mitología clásica.
En
la famosa respuesta apologética de su misión caballeresca que diera
don Quijote al canónigo reprendedor, en el palacio de los duques,
clarifica de una vez el tono y espíritu que le conciernen en lo
amatorio:
“yo
soy enamorado, no más de que porque es forzoso que los caballeros
andantes lo sean, y, siéndolo, no soy de los enamorados viciosos,
sino de los platónicos continentes”. (II parte, Cap. XXXII)
Suficiente
lo anterior a comprender el rasgo programático de su papel caballeresco
y el cariz idealizado del amor, que se abstiene de proximidad física
y de consumación erótica. Dulcinea es un nombre grabado en el corazón
de la idealidad: no un imán, sino motivación de vuelo. Figura angélica,
hada benefactora, lenitivo cuando los aporreos mundanos son en extremo
inclementes y el alma deviene contrita, maltrecha y desencantada.
Y,
sin embargo, camina entristecido porque Dulcinea—la zona más tierna
de su alma caballeresca—sufre el encantamiento y la disminución
de las propias cualidades, el rebajamiento de su gracia y donaire
al ser transformada en la presencia fugaz de una tosca campesina,
con quien cruza algunas palabras, mientras él va de camino. Lo cierto
es que pesan sobre Dulcinea los malos designios de aviesos poderes
y de tenebrosos detentores. El límpido bien que ella encarna padece
cautiverio en las mazmorras de la envidia, motivación negativa con
que es perseguido nuestro caballero.
Como
sea que fuere, la invocación quijotesca de Dulcinea y el encomio
sin límites con que celebra sus incomparables cualidades, tiene
mucho de veneración religiosa, ensueño de enamorado primerizo y
atención fija de admiración arrobada.
Requerido
por las circunstancias a dar fe de su adhesión inmarchitable a Dulcinea,
nuestro caballero responde a lo que le pareciera impertinencia y
calumnia de la conversación habida entre dos huéspedes—don Jerónimo
y don Juan—con quienes coincidieron en una venta, él y Sancho, en
el capítulo LIX, de la II parte.
“—Quienquiera
que dijere que don Quijote de la Mancha ha olvidado ni puede olvidar
a Dulcinea del Toboso, yo le haré entender con armas iguales que
va muy lejos de la verdad; porque la sin par Dulcinea del Toboso
ni puede ser olvidada, ni en don Quijote puede caber olvido: su
blasón es la firmeza, y su profesión, el guardarla con suavidad
y sin hacerse fuerza alguna”.
Sí;
Dulcinea es una fe voluntaria y activa; necesaria de existir y de
cautelarse. Dispone ella de un sitial en el credo quijotesco, a
quien completa y refrenda en su condición de caballero, al paso
que significa la entidad humana más sublime, bienhechora y estimable
que, de cierta forma, guía el ánimo y el tranco de este aventurero
del alma, sin que quepa dar crédito a embeleco alguno de olvido.
La fe es, precisamente, una confirmación y apuesta de realidad a
despecho de los desbarajustes y de las parciales derrotas que pretendan
desalentarla.
Cuando
la adversidad le redujo a su aldea, asignándole el rol de pastor,
conducta a la que debía someterse en razón de su derrota a manos
del Caballero de la Blanca Luna, la reciedumbre y la honestidad
de su palabra fueron probadas hasta el extremo. Enfermo de melancolía,
le sobrevino el final de sus andanzas. Hubo de ordenarse interiormente
y proceder al desasimiento completo de sí, despojándose de bienes
para beneficio de quienes llevaba en el corazón. La criatura obedecía
al designio que obra sobre la condición humana. Disponese el hombre
entero al Creador. Desnudo de artificios y sano de los desvaríos
y perturbaciones enfrentó su hora-- la de todos, habría dicho Quevedo--,
reconociendo en la víspera del trance postrero la intervención misericordiosa
de Dios.
“Las
misericordias—respondió don Quijote--, sobrina, son las que en este
instante ha usado Dios conmigo, a quien, como dije, no las impiden
mis pecados. Yo tengo juicio ya libre y claro, sin las sombras caliginosas
de la ignorancia que sobre él me pusieron mi amarga y continua leyenda
de los detestables libros de caballerías. Ya conozco sus disparates
y sus embelecos, y no me pesa sino que este desengaño ha llegado
tan tarde, que no me deja tiempo para hacer alguna recompensa leyendo
otros que sean luz del alma. Yo me siento, sobrina, a punto de muerte:
querría hacerla de tal modo, que diese a entender que no había sido
mi vida tan mala, que dejase renombre de loco; que, puesto que lo
he siso, no querría confirmar esta verdad con mi muerte”. (II parte,
Cap. LXXIV).
Hijo
de la Iglesia, se acoge a la confesión sacramental, para luego dictar
el testamento. Palabra de su conciencia dirigida a Dios; voluntad
expresa de desprendimiento en beneficio de sus legatarios. Pero
existe un alcance nada adjetivo por hacer: don Quijote se quedó
en el sueño; quien despertó, mudada la actitud interna y libre de
ficciones, fue Alonso Quijano. La hora final de un consagrado es
de alborada. Las urgencias e ilusiones con las cuales le identificaran
los demás, amén de la conducta que creyera correspondiente al propio
ser, se desvanecen y abandonan. El mundo como voluntad y representación,
hubiera dicho Arthur Schopenhauer, cede ante la certeza de lo perdurable.
La nuez suelta la cáscara y el ver desplaza las distracciones en
las que viviera. Desengaño liberador. La existencia temporal es
huésped de la Vida; pero es ésta la que representa la meta, cúspide
y laurel sin ocaso del total humano: “morada sin pesar”, según el
verso de Jorge Manrique.
El
tiempo acaba porque es tránsito y no meta. Pompa y circunstancia
visten lo efímero, aunque a la postre están obligadas a deponer
su arrogancia. No existe mayor cordura que el morir vivo, rebozado
en la fe y en la esperanza, teniendo a Dios como garante redentor
y rindiendo a Él los ímpetus y pendencias, los dones y titubeos,
equipaje total del ser desnudo, abierto a la plenitud con que la
Vida—no el tiempo—sabe culminar y cumplir la promesa de salvación.
A
don Quijote no le acobardó el mundo y emprendió la enmienda de los
desajustes e injusticias, tan opuestos al orden de lo creado; a
don Alonso tampoco se le encogió el alma, cuando experimentó las
aflicciones del cuerpo. Lo dual fue coronado por el ensamble unitario
del hidalgo y del caballero. Uno buscó hacer el bien para gloria
de Dios y mejora de los hombres; el otro vivió en buenos tratos
para con los suyos y acabó por aceptar, confiado, la prueba final
de su humanidad. En ambos, la misma fe trascendente quedó confirmada
en la conjugación de los dos verbos extremos que abarcan la existencia:
vivir y morir, calidad enteriza del acuerdo entrañable y misterioso
habido entre criatura y Creador. Vale.