Cuentos de Juan Mihovilovich

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Bajo el puente
Del libro inédito: Bucear en el alma

Hay dos salidas por el lado sur: una que da a un espacio vacío, a una suerte de precipicio sofocante que me aprieta la garganta cada vez que inhalo; y la otra, unos pocos metros a mi derecha, que desemboca en la imagen derretida de un reloj gigantesco cuyas manecillas dan la impresión de girar en sentido inverso. Ninguna parece servirme. Escupo sobre unas piedras ardientes una mezcla de saliva pútrida, cuyas tonalidades rojizas apenas despiertan a estas alturas mi curiosidad. Sobre los árboles moderadamente deshojados que tiemblan en los estertores de una agonía prolongada, se advierte una densidad azul, grisácea y vibrante que se pierde tras cada pestañeo para regresar sobre mi faz dormida como una espasmódica advertencia. También tiemblo, pero es de frío. Acurrucado entre los cartones donde me escudo del mundo y de mis miedos veo pasar ese sudor multiplicado dejando un reguero maloliente que con dificultad percibo sumido en mi propia pestilencia. Aquí dormito, en este agujero natural que deja el puente sobre el Río Claro. Allá lejos, ahogados en un espejismo nervioso, distingo a débiles transeúntes que cruzan el puente atraídos por esa corriente crepuscular que arrastra un calor húmedo y remoto. Hace tiempo que navego en sus aguas turbias hacia un destino prefijado por una conciencia ajena. Ya despierto y entumido en mí desasosiego interior describo una especie de parábola irreal: conjeturo que el puente me rescata de mi dolorosa certidumbre cotidiana y puedo caminar por él y descender hacia otro mundo. Allá, protegido por las sombras de los eucaliptos, mi presencia es nueva. Cobijado en la quietud de ese ramaje denso y suave puedo escabullirme de mi frialdad congénita. Estoy en los bordes del río, pero la mansedumbre de sus aguas son quizás el reflejo falso de una existencia que ya no me pertenece. Corroído por mi soledad, atascado entre éstas columnas que sostienen mi espalda para no dormirme aterido de frío, me enfrasco en un juego triste: los transeúntes sudan el calor de innumerables generaciones, transpiran ahogados por un sol implacable que los deja sumidos en la desesperanza. Pero ellos no lo saben. Ignoran por completo que bajo el puente que atraviesan he descubierto que el calor físico es únicamente una fachada que intentan superar despojándose de sus ropas empapadas. Gesto inútil. No es posible alterar el ritmo de la naturaleza. Por más persistentes que sean sus despojos, ninguno podrá acumular como yo una dosis de frío imperecedero que lo libere de sus pasos cansados y afligidos. Es cierto: sumido en mi desamparo, advertido por mis apremios corporales del hambre y el hastío, poseo algo que ningún ciudadano de esta ciudad hirviente tiene: una frialdad entrañable que me libera del cansancio planetario. Nadie lo sabe. Ni me importa que lo ignoren. Adormecido en los jadeos de mi agonía física puedo enrostrarles mi soledad personal como una bofetada tibia. Aunque han pretendido ocultarme tengo muy presente sus existencias abrasadas y urgentes, paradójicamente perezosas y mustias. Ahora que comienzan a caer por las barandas del puente tras la salvación eterna en esas aguas insalubres, me desperezo y sueño despierto. Sobre sus cadáveres descompuestos me yergo al fin como un glaciar milenario, mientras sus gritos silenciosos se pierden en la memoria en medio de un ardor inhumano que nunca logró derrotarme como a ellos los derrota.

 

Alguien vive al otro lado
Del libro inédito: Bucear en el alma

Tal vez no viva nadie del otro lado de esta pared. Es posible. Pero, desde que llegué a ocupar la casa el mes pasado he tenido la rara sensación de que alguien está del otro lado. Nada nuevo, quizás. En todos los barrios las casas pareadas suelen habitarse por ambos sitios, caso contrario sería un desperdicio inútil. Sin embargo, no he podido divisar a mis vecinos. Desde el segundo piso donde se ubica mi dormitorio se observa el patio interior de la casa contigua. Hace unos días me pareció ver a un perro gigantesco haciendo cabriolas en el suelo. Pues bien, entonces alguien vive al lado, pensé de inmediato. Un perro siempre tiene dueño, salvo que sea de la calle. Deseché la segunda alternativa: el animal se veía bien cuidado y tuve la impresión que del collar pendía un tarjetero donde seguramente figuraba su identificación. Así que asumí en los días venideros que tarde o temprano conocería a mis vecinos y para que la tardanza no fuera excesiva decidí visitarlos. Lo hice ayer: la reja de entrada estaba entornada, la cruce y miré alrededor en busca del perro para evitar un ataque sorpresivo. Afortunadamente, no apareció. Caminé hasta la puerta de entrada e hice sonar una pequeña campanita de bronce con la figura de un arcángel situada en el portal. Su tintineo se esparció en torno como un aviso extraño que procuré descartar de inmediato. Fue inoficioso. La sensación de que algo inusual ocurría se estacionó en mi interior e intensificó la espera por largos e interminables minutos. Cuando estaba a punto de retirarme escuché un cuchicheo proveniente de una de las piezas ubicadas a mí costado derecho. Haciendo la analogía con la inversión de mi casa, deduje que las voces venían de la cocina, así que descendí el par de escalones y caminé hacia ese sitio. Por una de las ventanas percibí que las cortinas estaban levemente descorridas, lo suficiente para que yo pudiera fisgonear hacia adentro. Pegué mi rostro en el vidrio y observé. Lo que vi me desconcertó: la estancia estaba vacía desde el ángulo que la visión me otorgaba. Me esforcé un poco más por sí me había equivocado, pero no: en dos tercios de la habitación no se divisaba signo alguno de vida. Ni muebles ni objetos que indicaran la presencia de algún ocupante en su interior. Como no acepté de buenas a primeras el hecho, decidí subirme sobre una especie de tarima arrumada bajo la ventana y tener así una imagen completa. Efectivamente: la cocina o lo que suponía lo fuera, estaba completamente vacía como si nunca se hubiese utilizado. Me pareció insólito. Yo tenía la certeza de haber escuchado un murmullo que creí delataba mi presencia. Ha de ser una casa próxima a habitarse, deduje. Así que regresé a la mía preso de sensaciones encontradas. La certeza de haber oído voces y presentir que alguien o más de alguien habitaban la casa vecina se contraponía con esa sensación de vacío recién visualizada. Durante la noche intenté vencer la intranquilidad que me producía convivir con vecinos que, aparentemente, sólo susurraban sus presencias como si emergieran de un sueño. Sumido en esa especie de insomnio poco común, ya que habitualmente me duermo apenas me recuesto, reflexioné sobre la casa contigua. Imaginé que sus residentes evitaban comunicarse con el mundo exterior. Y eso me pareció legítimo; cada uno decide dónde y cómo vivir, siempre y cuando dichas opciones sean válidas. Lo curioso es que no podía sustraerme al hecho de que una casa vacía tuviera seres vivos deambulando como fantasmas de una a otra habitación. Ya próximo a dormirme sentí suaves golpes en mi puerta. Sobresaltado miré el reloj: era de madrugada. Son ellos, musité. Entre la duda y la curiosidad me levanté y fui a abrir. No había nadie. Pero tenía la plena convicción de haber escuchado golpear. Decidido a terminar con la incertidumbre me puse la bata y caminé hasta la casa vecina. En la cocina había luz. Como sabía que nadie respondería a mis llamados hice el mismo trayecto anterior. Frente a la ventana me asomé a hurtadillas. La habitación igualmente vacía y cuando estaba por dar media vuelta y regresar, escuche una especie de murmullo amenazador. El sonido creciente que antecede a un furioso ataque animal. Sentí lo difícil que sería regresar hasta mi cuarto e intentar dormir.

 


Juan Mihovilovich (1951, P. Arenas, Chile). Abogado. Publicaciones en cuento: El ventanal de la Desolación, autoedición en 1989, Linares, Chile, y 2da. Edición 1992 Edit. Maranatha, Talca, Chile); El Clasificador (Pehuén 1993, Santiago de Chile); Restos Mortales (2004 LOM, Santiago de Chile); Los números no cuentan (Mosquito Ed. 2008, Santiago de Chile). Novelas: La última Condena Pehuén 1983, Santiago de Chile); Sus desnudos pies sobre la nieve (Mosquito Ed. 1990, Santiago de Chile y 2022, 2da. Edición misma editorial; finalista Premio Casino de Mieres 1990, España)); El contagio de la locura (2005 LOM, Santiago de Chile, semifinalista Premio Herralde, España, 2005); Desencierro (2009, LOM, Santiago de Chile); Grados de Referencia (2011, LOM Santiago de Chile). El asombro (2013, Simplemente Editores); Biografía testimonial Camus Obispo, (Rehue 1988, Santiago de Chile). Sus cuentos han sido antologados en publicaciones chilenas y extranjeras. Actualmente es Juez de Letras, Garantía y Familia de Cisnes, Región de Aysén, Chile.
 

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