Cuento de Carlos Iturra

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Triplesadilla

I

En el fondo de la oscuridad más negra de su dormitorio, en mitad de la alta noche, encogido en medio de su cama ahora inútilmente ancha, Domingo Guzmán dormía con la pesadez de piedra que caracterizaba su sueño. Las espesas cortinas no dejaban pasar un solo vestigio de alguna luz que pudiera llegar de afuera, bien cerradas para atajar el frío invernal y el repiqueteo de la lluvia: con el televisor desenchufado, ni siquiera lucía en aquella tiniebla un punto rojo que pudiera proporcionar indicios de la ubicación de los muebles o de las paredes. Igual oscuridad era la que reinaba en el núcleo mismo de la mente de Domingo, que para todo efecto era un muerto, si es que de veras no hay nada después de la muerte, o un ser que aún no ha nacido y se encuentra ajeno a cualquier atisbo de conciencia… Ahí fue, en el fondo de su conciencia, donde de pronto apareció el brillo de algo, pero no de un objeto, sino de un sonido: en las profundidades del cerebro, el hombre percibió un pálido resplandor ligeramente metálico, un tanto forzado: alguna pequeña pieza metálica rozándose cautelosamente con otra. Se trataba de una llave girando en la cerradura de la puerta de entrada al departamento: con un estremecimiento que no le proporcionó seguridad alguna de haber despertado o siquiera de haber aligerado el sueño, Domingo comprendió que estaban abriendo la puerta de su casa, que alguien se introducía en ella con el sigilo de los ladrones o los asesinos, y que sin cerrarla, quizá tan solo dejándola junta a sus espaldas, o tal vez cerrándola con extremo cuidado, daba luego lentos pasos en dirección hacia el dormitorio, hacia él, pasos que quizá el que los daba no podía evitar que emitieran un sonido como de botas que avanzan sobre fango y producen cierto ligero chapotear. Un terror pánico inmovilizó a Domingo, paralizándolo después de haberse estirado bajo las mantas y cubierto con ellas hasta el cuello: no había un solo músculo que ahora pudiera mover, mientras la oscuridad reinante parecía volverse una lluvia de plumas negras inmovilizadas también en una densa y apretada multitud, bandadas de cuervos aleteando quietos en el vacío. La puerta del dormitorio, que solo estaba junta, se echó hacia atrás muy despacio, recortando en el tenue temblor de las plumas la silueta aún más negra de alguien cubierto desde la cabeza hasta los pies por un largo abrigo de cuero, un impermeable, una sotana, y que sostenía un tubo en una mano, quizá el largo mango de algo. Parecieron siglos el tiempo que la figura estuvo observando a Domingo desde la puerta, luego de volver a juntarla tras de sí; hasta que reinició la marcha hacia la cama. Con cada paso de aproximación, paso que ahora parecía más silencioso sin el chapoteo de antes, tal vez por efecto de la alfombra, crecía en Domingo una desesperada necesidad de gritar, de incorporarse, de saltar, ¡de despertar!, pero junto con ella crecía igualmente la imposibilidad absoluta de hacerlo. La silueta llegó por fin junto a la cama y se detuvo a su lado, indiscernible en su negrura: fueron otros tantos siglos de inmovilidad y horror, hasta que de repente, con un brutal movimiento de velocidad relampagueante, Domingo vio que el tubo o mango aquel se alzaba a lo alto, asido ahora por las dos manos de la figura: el mango en cuyo extremo, allá arriba, destelló unas fracciones de segundo el único dejo de luminosidad que le fue posible ver, el de la inequívoca masa metálica, delgada, filuda, de un hacha, que se precipitó sobre él como un rayo.

II

No era lluvia, eran torrentes los que caían cuando María Isabel salió de la caseta donde se guardaban las herramientas de jardinería, al fondo del patio, pasada la medianoche, cubierta por completo con una delgada capa de plástico oscuro, que ceñía a su cintura una cuerda anudada al costado, y que le llegaba hasta los pies. Arrastraba por el mango la herramienta que le parecía mucho más pesada de lo que hubiera podido imaginar. En los pies se le sujetaban malamente, con cuerdas de cáñamo o de nylon, unos enormes zapatones que le estorbaban el caminar. Se cubrió la cabeza con el capuchón de la capa cuando tenía la cabellera totalmente empapada -el agua se le escurría por el cuello hacia el cuerpo-, y se disponía ya a subir al auto. El trayecto, durante el cual sentía los nervios tensos y hasta adoloridos de tensión, iba a costarle la vida, decía una voz dentro de ella, que echaba la cabeza hacia adelante, por encima del manubrio, porque la dificultad de mover correctamente los pies embutidos en aquellos zapatones la hacía cometer errores constantemente y el vehículo se precipitaba o se estremecía o daba brincos y frenazos justo en los momentos en que se cruzaba con algún otro que venía en sentido contrario por la carretera lustrosa y resbaladiza, casi vacía pero llena de lluvia y destellos que se multiplicaban en el parabrisas y que la encandilaban y hasta enceguecían. Sin embargo ella, como si su mente se hallara en blanco, y conduciendo de manera mecánica, no se detenía a pensar o quizá no era capaz de pensar. Dejó el auto a una cuadra del departamento de su ex marido y entró al edificio por la puerta de los estacionamientos: ¿todo aquello lo tenía planeado de antes, o ni siquiera había necesitado planearlo? Tampoco tomó el ascensor: subió hasta el cuarto piso por las escaleras. Podía ocurrir que Domingo estuviera despierto, pero ella esperó con la oreja pegada a la puerta durante unos diez minutos, hasta tener la certeza de que adentro el silencio era absoluto. Podía ocurrir también que Domingo se despertara, pero bien sabía ella lo pesado que era su sueño. En cuanto abrió, escuchó que le llegaba el susurro de los ronquidos. Ahora no era la lluvia, sino una transpiración copiosa lo que chorreaba por su cara, y el pausado camino hasta el lecho del hombre que años antes había amado y que ahora roncaba como si no existiera le tomó eternidades. No se permitió reconsiderarlo, cuando estuvo a su lado; ya no era hora, pese a que un miedo escalofriante la sacudía entera, una especie de sollozo de arrepentimiento le apretaba la garganta, una negrura temblorosa agitaba los faldones de su capa aunque no había la menor corriente de aire, al contrario, faltaba el aire, le faltaba el oxígeno y sentía que se asfixiaba: levantando el hacha con ambas manos hasta cuan alto pudo, la empujó ferozmente hacia abajo, sobre la cabeza que apenas podía distinguir en las sombras asomada fuera de las sábanas y frazadas y en la que, sin verlos, percibió los ojos inmensamente abiertos, la boca lanzando un alarido mudo.

III

Cuando echaron la puerta abajo y se precipitaron sobre él, Emiliano tuvo la vertiginosa certeza de aquello iba a resultar mal, de que probablemente iba a costarle la vida, de que sin duda empezaba un infierno. Eran varios hombres, y algunos le hablaban al mismo tiempo, otros lo apuntaban con revólveres, otros se repartían por la pequeña habitación revolviéndolo todo, como en busca de lo que fuera, nada que él pudiese sospechar. No escuchaba los reclamos, protestas y preguntas de su propia voz, en medio del bullicio y del vocerío que causaban los invasores. Le torcieron los brazos hacia la espalda, lo elevaron por el aire y se sintió volar dolorosamente, primero por el pasillo, luego por la vereda sobre la que en un instante la lluvia empapó su piyama; lo lanzaron por último dentro del calabozo de la patrulla y después a la estrecha sala sin más que una ampolleta desnuda, una mesa metálica, una silla metálica también en la que lo sentaron esposado, y enfrente otra silla en la que un hombre de expresión burlona le hacía preguntas que Emiliano no lograba escuchar: estaba completamente choqueado, como si con todo aquello todavía no despertara y estuviera sumergido en un mal sueño, en lo más profundo de una nubareda sórdida y tiritando dentro del piyama que goteaba. Había cosas que lograba comprender, pero no parecía que gracias a las palabras de su interrogador: comprendía o creía comprender que el ex marido de su amante había sido hallado muerto, con el cráneo partido en dos, que sus huellas, las de él, Emiliano, lo delataban sin lugar a dudas, que debía confesar su crimen ahora, ya, antes de que todo se le volviera peor, que además de las huellas estaba el testimonio de María Isabel, su amante, según la cual él había jurado matar a Domingo, y estaban las palabras del cuidador del estacionamiento por donde había entrado hasta el departamento del ahora difunto. Él se revolvía en el asiento, poseído por la confusión, el espanto, la impotencia, deseando gritar algo pero sin saber qué, y sin siquiera darse cuenta de que efectivamente algo escapaba desde sus mismos pulmones, algo que estaba muy lejos de lo que habría intentado decir si se hubiera hallado en condiciones de pensar, pero pensar era lo que menos lograba: ¡Noooo…! ¡Noooo!, salía por su boca como el vozarrón de una fiera torturada, y el interrogador, con esa sonrisa burlona, acompañado ahora por otro par de matones, le ordenaba inútilmente ¡Cállese, cállese, asesino, confiese, deje de gritar, sabemos muy bien que usted lo hizo, pruebas son lo que más sobra! ¡Cállese, maldito asesino! Pero sus ¡Noooo! eran irrefrenables, nada que él supiera que estaba gritando, nada que él pudiera detener, ¡Cállate desgraciado, qué hiciste con el hacha, dónde tiraste las botas!, le repetían, pero él incapaz de emitir otra cosa que guturales ¡Noooo!, retorciéndose sobre la silla a la que estaba esposado, sin sentir ya el frío del piyama que pasaba de mojado a húmedo, ni ver ahora más que un alto estrado envuelto por allá arriba en girones de neblina, desde donde un hombre furibundo y todo de negro se asomaba hacia él, con un martillo de madera golpeando tenazmente la superficie para hacerlo callar y disponiéndose a imponerle la peor de las condenas, sin que a él le fuese posible más que repetir y repetir ¡Noooo…!

 


Carlos Iturra estudió Derecho y Filosofía antes de resignarse a la literatura y sus alrededores: docencia, periodismo, edición. Sus libros de cuentos Pretérito presente (Catalonia, 2004), y Crimen y perdón (Catalonia 2008), obtuvieron los premios Municipal y Consejo del Libro en 2005 y 2009, respectivamente. Además de Paisaje masculino y de Otros cuentos, ha publicado la novela Por arte de magia, así como un volumen de aforismos ¿La convicción o la duda? En 2007 publicó bajo el sello Catalonia su libro de microcuentos Para leer antes de tocar fondo. Cuentos brevísimos. En 2011 y 2012 respectivamente, bajo este mismo sello, publicó La paranoia de dios, y El discípulo amado y otros paisajes masculinos. Celebrado por la crítica, sus textos han sido escogidos para diversas antologías de ensayos, cuentos, microcuentos, tanto nacionales como extranjeras. Sus artículos sobre literatura y cultura han sido habituales en múltiples medios de prensa, habiendo obtenido diversos premios, entre ellos, el de la revista Paula.
 

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