Matías Iglesias:Círculos

 

 

Por Juan Antonio Massone

Dicen que las palabras están desveladas mientras alguien no arranque de ellas una historia, alguna expresión imperiosa, así también en el diálogo dramático o en el deslizamiento reflexivo. Cierto, las palabras pueden, también, convertirse en crónica, comentario, crítica a propósito del desparramo de las jornadas; o bien, acercar alguna confidencia—antes mucho más que ahora—en un mensaje urgido por el ansia y necesidad de obtener respuesta.

Dicen de las palabras tantas palabras. Algunas pecan de laconismo extremo y apenas si sobrepasan el rango de barullo. Otras hay que, para mejor valorarlas, es menester gustar de ellas, sorprenderles el color de la hora precisa y hasta palpar su textura. Es entonces cuando gozamos de la posibilidad de la literatura.

Alguna vez se preguntó Azorín (1873-1967), aquel escritor de la Generación del 98, acerca del estilo. Sin aplazamiento escribió: “El estilo escribir una palabra justo al lado de otra”. Y esa virtud de obtener el mayor alcance y la más honda repercusión del vocablo, es y será siempre un arte de paciencia, de alerta y de esperanza. Porque no deberían proferirse palabras al por mayor, como quien juega a la chuña o asiste a una liquidación de retazos. Al menos, la buena literatura pretende acercarse a las palabras necesarias. Ni más ni menos. Lo otro es ruido.

Esa cualidad de elocuencia, sin ínfulas ni trucos engreídos, es el primer resalte de Círculos (Autoedición, 2017), colección de seis cuentos que conforman el libro inicial de Matías Iglesias. El autor es profesor de castellano, o sea, es nuestra lengua la materia y forma de sus estudios y, luego, nada cuesta entender que el idioma cumple la misión de comunicar. Comparto esta digresión, porque las modas comienzan en el lenguaje, y se nos obliga a adoptar sus torpezas. Pero eso lo que parece tan moderno suele abundar en siutiquería--Lenguaje y Comunicación--, ejemplo de recoveco palabrero con que algunos creen inaugurar el mundo.

No contaré las historias del libro. No podría hacerlo: carezco del don de referirlas. Quien sabe llevar a cabo la magia de despertar y de mantener la atención es quien escribió estos cuentos. Matías Iglesias se estrena como autor publicado con un libro beneficiado por el talento esencial: despertar la curiosidad de quien lee, con tal de querer enterarse de la página siguiente. Cuanto sucede en estas historias lo ha labrado él por boca de sus personajes; posteriormente, corresponde al lector distinguir y valorar, con agrado o con distancia, la peripecia en cada hilo argumental.

Porque el escritor es quien cuenta, expresa, describe, expone, urde historias; a nosotros, sus lectores, nos corresponde atenderlas y traducir los ecos y reflejos con que, tal vez, reaccionamos íntimamente.

Pero hay más, en este caso. Los argumentos narrativos de Matías presentan situaciones identificables en nuestro tiempo. A los personajes les guía la impetuosidad de sus pulsiones y el condicionamiento adverso en que están confinados. Es por eso que se revelan, más que en sus dichos, en los hábitos y actitudes de que están hechos.

Gerardo es un escalador social y un rendido militante de lo inescrupuloso. En él, vivir es un conjunto de ardides para lograr, cueste lo que costare, sus propósitos, que no son otros que aquellos con que procura satisfacer el engreimiento y el materialismo que lo gobiernan.

Una historia no menos verídica y dramática tiene de protagonista a Ricardo, un profesor obligado a enfrentar el trato indigno de estudiantes marginales, descompuestos, descalabrados de espíritu. La asfixia y la necesidad enfrentadas cotidianamente, por él, ponen de manifiesto las situaciones extremas que pesan sobre tantos profesores, en Chile. ¿Lo sospecharán, alguna vez, los expertos y burócratas que presumen saber y mandan lo que ignoran?

“Sin salida” es la aglomeración de una infausta historia en el caso de Betty. La existencia padece en extremo la necesidad de sobrevivir. Todo conspira en su contra. La violencia, la indefensión y la abyecta caída moral son la pendiente. Aun así, permanece activo el impulso de rechazar la vileza del entorno. En su caso, todo lo soporta porque tiene a alguien para quien vivir.

Jorge es un hombre que mantiene una vida familiar y laboral organizada. La estabilidad cree deberla a no sabe qué. Presume estar tocado por la fortuna y, sobre todo, se siente inmune al vértigo de lo inesperado. En efecto, despierta, desayuna, acompaña a sus hijos hasta el colegio, luego sigue en dirección de su trabajo, cumple su horario y, antes de regresar a casa, suele regalarse con algunas distracciones.

El lector deberá enterarse por sí mismo de cuáles son aquéllas.

Pero el baluarte de la inercia y los escarceos de la superficialidad le tienen remoto de mejores fundamentos para vivir. Jorge carece de horizontes mayores. En vez de ideales, sigue sólo impulsos. Su mediocridad viscosa es tan estéril como propensa a convertirlo en títere de las circunstancias: las que él propicia. Lanzado desde un tobogán, ingresa en “Zona roja”.

Acierto del autor: la conducción que lleva a cabo de los personajes por los entreveros de sus ambientes, entregándoles intensidad y verosimilitud a las circunstancias que encarnan. A ras de suelo, impedidos de razonable plenitud, sobre cada protagonista se cierne el peligro, el cepo de los efectos perniciosos, cuyo origen se halla radicado en lo incontrolable, a veces de las circunstancias; en otras, de sí mismos.

La narración avanza rápido, en cada historia; el mismo ritmo veloz lleva los diálogos. Apenas si los detiene algún motivo descriptivo. La fluidez corre pareja de la contemporaneidad de las situaciones. En estos cuentos quedan a la vista variados estropicios, encarnados en personajes de existencias maltrechas y penurias de numerosos tipos. Varones y mujeres están sumidos en condiciones extremas. En todos queda indemne el papel irremplazable de la actitud personal, ese valor que permanece, según demostrara VíKtor Frankl (1905-1997)--eminente psiquiatra vienés y sobreviviente de varios campos de exterminio nazis--, pues aun cuando el agobio y la precariedad cundan como epidemia, todavía es posible elegir en el extremo de la dura prueba.

Como tantos adolescentes que padecen una existencia desamparada, Bryan es una víctima en trance de convertirse en victimario. Casa, escuela y barrio son ambientes en donde la realidad le propina, sucesivamente, abuso, frialdad y abominables asociaciones. Pareciera arrastrar una condena perpetua. Tanta es la saña recibida del entorno, sin que disponga de los medios, ni de la formación adecuados para emprender otra forma de vivir.

A esta reunión de caracteres desolados, concurre el creativo Piruso, un poeta oscuro y contestatario. “Vivo en las tinieblas, porque allí habita el dios del caos, el señor del verso”, dice de sí. Y, desde esa destructiva y opresora concepción, padece la orfandad más profunda. Siente no tener puesto en el mundo. Los sucedáneos son una puerta dibujada en el muro de su ira. Así las cosas, se impide establecer relaciones interpersonales que le alivien de la asfixia. ¿Hallará a alguien en algún sitio?

Una constante de los cuentos de Matías Iglesias es el final algo abrupto o a medio concluir de las historias, como si los enredos y trasfondos dramáticos, esparcieran una sospecha, puntos suspensivos, pues, quizás, podrían continuar. He ahí otro factor de suspenso al que está invitado quien lea este libro: imaginar el después, lo ulterior. En suma, los cuentos de la obra en comento no constituyen círculos herméticos en su desplante narrativo; los círculos, más bien, hacen las veces de concentraciones y de circunstancias que dibujan destinos en las fronteras del extravío, pero con un fondo de humanidad patente.

Las vidas desgarradas de Círculos tienen, por desdicha, correspondencia en varios sectores de la sociedad actual. Esa condición les otorga una fuerza y una cercanía que, por momentos, recuerda a algunos escritores naturalistas. A las situaciones se les escucha el miedo, la rabia, la violencia, los bajos instintos con que están equipados los personajes.

Muchas gracias, Matías, por recordarnos a los seres caídos y sus conmovedores sufrimientos, a través de una palabra que respira humanidad.

 

 

 

 
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