Chile a la vista ¡ y en el alma !


por Hernán Ortega Parada


“Viajar por estos lugares, es sentir
el alma estrenada a cada instante...”
E. BLANCO-AMOR

Revisamos estas notas cuando se apagan las todavía vigentes euforias de Fiestas Patrias 2015 y, a la vez, comienza la reconstrucción de puertos y caletas de la Cuarta y Quinta Regiones después que la naturaleza, en su infinita evolución, ha remecido y asolado grandes extensiones del país. También oscurece el ánimo saber que no solamente la Placa de Nazca nos envía un estremecedor recado cada cierto tiempo, sino que los habitantes del territorio, que aquí han recibido educación superior y posibilidades de acceder a poderes de dignidad, se comportan a la par de los menores de edad que asaltan y roban amparados por la ley. Con la diferencia (agravante) que aquéllos, los adultos, lo tienen todo y éstos, nada.

Sin embargo, veamos un aspecto no desechable de dos cuadros geo-sociológicos de nuestro territorio; sencillamente, para fijar un hito que, si hoy está extraviado, no ha desaparecido del todo.

El espíritu es un duende travieso -inasible dada su incorporeidad-, fecundo y de conversación trascendental cuando establecemos confianza y comunicación con él. Está en las almas simples también; sin embargo, se entrega en forma entusiasta cuando existe una iniciación en la cultura. Y con qué irreal majestad se evidencia a los poetas. Los poetas pueden viajar con los ojos cerrados, o con todos los sentidos, en avidez de descubrir y de revelar. Estaríamos en el segundo caso, en este momento, sintetizando en Eduardo Blanco-Amor, este hombre de la mágica Galicia, que encendió una luz repentina sobre el largo territorio de Chile para que observáramos con mirada paternal lo que buenamente se ha construido en esta tierra bendita. Su instrumento, el libro “Chile a la vista”. Él era un extranjero y supo apreciar el trabajo cuidadoso de Benjamín Subercaseaux Z., que había elevado, con su prosa lúcida y vidente, dos hermosos poemas de nuestro mar y de nuestra tierra, construyendo con ellos una médula que permanece viva.

Los que hemos nacido en esta tierra tenemos sobre ella una mirada posesiva, amorosa a pesar de todo, tal vez con algo de Edipo. Ocurre lo mismo que con nuestra casa: la amamos, no podemos vivir sin ella, tejemos ahí nuestros sueños y nuestras desesperanzas (“...mentres os fillos dos celtas / cumpren serva e innobre vida, / entonces o espírito invade do bardo / escura melancolía”, Eduardo Pondal). Difícilmente despertamos a la realidad para sentir, aun con hedonismo, nuestro hábitat tal cual es. Como en la enseñanza: descubrimos la historia y la geografía en la palabra de un maestro; como en la literatura, amanecemos en otros países absortos en el texto de un gran escritor. Es necesario, entonces, que alguien nos despierte y nos muestre el verdadero calor de nuestro hogar, la nobleza de la madera, el olor de la comida que es parte de nuestra sangre, y la cantidad de ensueño y de historia colgados en los muros de la cordillera y en los acantilados que fijan al océano.

Chile, desde su bautizo europeo, recibió visitas que dejaron en la pintura y en la crónica muchas imágenes y retratos de costumbres que hoy constituyen patrimonio irremplazable. Sin embargo, hay que esperar hasta 1940 para que recibiéramos un trabajo completo, una visión extensa y morosa sobre los desiertos, los valles, cordillera y volcanes, los ríos, las ciudades, los puertos, islas y canales, para aquilatar las energías potenciales y las bellezas de nuestra “casa” donde sus hijos habitan. En efecto, Benjamín Subercaseaux presentó ese año su libro “Chile o una loca geografía”, que se transformó de inmediato en un texto emblemático y que ha llegado a nivel de lectura valórica en la educación media. Luego emerge “Tierra de océano”, con un título paradójico para aquellos que sólo se miran el ombligo. ¡Y qué lástima que no lean los mayores! Subercasaux, titulado en Psicología General por La Sorbona, más tarde especialista en Antropología, se ha empapado de la más profunda cultura gala y elabora, con el conocimiento sobre sí mismo, la teoría de la Mirada Nueva. Esta conquista transforma su pensamiento y su filosofía personal, todo lo cual muere en el silencio cómplice de la indiferencia hacia un pensamiento que merece abrirse. Es decir, se cumple a cabalidad un destino: a falta de lecto comprensión de los escritos, es cada vez más grande la falta de lecto comprensión de los avatares políticos de la nación… y del mundo. Sin chistar: tenemos lo que somos. Es natural, pues, los que estamos al tanto de estos hechos, aceptar la inteligente objetivación de las características del Chile que Subercaseaux recorrió minuciosamente y fijó en las extensas pero amenas páginas de aquellos libros. Su “mirada” es serena, paternalista como la de un amable dueño de fundo, y observa a los habitantes como las “gentes”, de manera afectuosa pero superior (en sincronía con lo que somos). Cumplió sí, por supuesto, la gran misión: hacer que los chilenos miráramos por un instante nuestra patria con respeto y admiración. Retomando la figura retórica, esto ha sido como si nuestro sillón favorito para leer o ver tele, es, en realidad, un nido para nuestra paz interior. O como, si en efecto, tomáramos consciencia de que la “casa-fantasma” (M. Cerda), que no hemos perdido, es una realidad que nos cobija y nos otorga maternal paz… porque existe, es real, es nuestra.

Colocados uno al lado del otro, aquellos libros que hoy nos interesan, “Chile o una loca geografía” (1940) y “Chile a la vista” (1951), surgen –sin menoscabo para ninguno de ellos- diferencias apreciables. Digamos, por ejemplo, que las descripciones del autor chileno son muy objetivas sin que por ello su mirada deje de ser poética; en el español, la riqueza de matices hace la excepción. Ambos textos equivalen a un gran documento sobre el país en la mitad del siglo XX, cuando se están consolidando importantes cambios sociales y tecnológicos. Chile está dejando atrás el aire decimonónico que arrastra la mayoría de sus defectos y sus pocas virtudes: un estrato popular, con escasa alfabetización, dominio secular de clases seudo aristócratas, soberbias y amigas del poder absoluto. Recién, desde 1920, se está vigorizando una clase media interesada en el conocimiento de sí misma y de la historia universal, con espíritu crítico puesto que entra a participar lentamente, muy lentamente, de la riqueza nacional por el puente de la universidad. No es casual que desde aquel mismo año grandes poetas enciendan antorchas; como Gabriela Mistral y Pablo Neruda, cuando elevan su concepción humanista y escriben desde otro nivel intelectual. Ella lucha por llevar al campesino y a la mujer hacia el mundo del saber; y él amplía su mirada hacia un americanismo libre, auto-determinista, revolucionario y solidario. Ambos se pasean por el mundo y el nombre de este país empieza a ser conocido por otras lenguas. Gracias – por si no está claro- a la poesía como elemento lúcido y lleno de energía.

La forma de ver nuestras ciudades centrales que tiene Eduardo Blanco-Amor, y que exhibe en un diario de gran circulación, atrae la atención de nuestros escritores mayores del momento, y, por supuesto, del reconocido crítico literario Alone (Hernán Díaz Arrieta), poseedor éste de la mejor prosa. Subercaseaux, con un lenguaje directo, sobrio, a veces juguetón e irónico, nos había paseado por los rincones de nuestra “casa” y estábamos sorprendidos. No en vano se creó para nuestro autor el Premio Municipal de Ensayo (1941). Pero la forma escritural de Blanco-Amor ejerció un desconocido sortilegio emergiendo de las páginas y abriendo los corazones de sus lectores. Era una experiencia nueva, era el espejo de un Chile mágico que no conocíamos y que permanecerá fijo y grande en nuestra agenda cultural (que aprecian los que leen).

Subercaseaux empezó por el norte y terminó su lección de geografía y sociología en nuestro glacial finis terrae, la Tierra del Fuego. En cambio, el ourense, después de sus pinturas literarias de Santiago y Valparaíso, se vino directamente a Punta Arenas y fue remontando el largo territorio hasta quemarse la piel con las sales del Norte. Blanco-Amor ha leído a Subercaseaux (lo cita) y tenía la inteligencia y el buen sentido justo para tomar, de quienes le admiraron, los consejos y los estímulos para desarrollar esta empresa que ni él mismo había soñado: retratar un país de rabo a nariz. El resultado, una vez el libro agotándose en pocas semanas en los puntos de venta, se tradujo en el reconocimiento del Gobierno de Chile: se le entregó la Medalla al Mérito en su Grado de Comendador, honor pocas veces concedido a intelectuales del extranjero. La Editorial Del Pacífico, en esos años vigorosos, mantenía un público lector cautivo gracias a un extenso club de suscriptores accionistas, aparte de su inestimable presencia en todas las librerías nacionales. En su escritura, el poeta gallego habíase exaltado y, sin caer en vulgaridades ni expresiones estereotipadas, había divulgado una forma poética, una rica lexicografía y, aún más, a lo mejor sin proponérselo, encontró lazos íntimos, comunitarios, de fina estirpe, entre la literatura y la pintura. Veamos cómo y por qué. Páginas 130 y 131, segunda edición de 1952. Habla del Puerto Principal.

“Donde falta la estructura, el color es toda la forma y el espíritu. Y aun sobre las estructuras y osamentas del mundo, el alma es el color. Por eso el Valparaíso del ‘plan’ es ‘cuerpo sin alma’. Y por eso los cerros son ‘alma sin cuerpo’. He aquí la desigual conducta del cemento y de la piedra: la piedra termina dejándose convencer por el argumento temporal y acaba floreciendo en líquenes y musgos y dando, en la minuciosa entraña de su poro, cuenta y razón del paso de las témporas.” (...) “A falta de eternidad y humanización de la piedra, las casas de los cerros tienen la eternidad y el ser estético de su luz. Y la guardan y la fulguran aún en las nieblas tristes. La luz es su continuidad. Cuando el sol no hace morder en sus aristas su pedernal de lumbres, son ellas las que se ponen a cantar, bajo la boira, su tierno coral de tonos afinados. Y cuando el sol empuña la batuta para dirigir sus ‘tutti’ esplendorosos, entonces, además de cantar, bailan; bailan en torbellinos y espirales, apenas apoyando el leve pie sobre el escenario del planeta, sumando sus colores, subiendo y bajando infatigables, polifónicas, como si en la paleta de un pintor de mundos, los colores se trabasen en rítmicas contiendas. Y entonces los cerros de Valparaíso, tan sórdidos en la adivinada fragmentación de su último suceso, se convierten en uno de los pocos espectáculos de magia real – de ‘realismo mágico’ – que le van quedando al mundo. Lo dicho: ‘alma sin cuerpo’. Sólo cuando el arte implícito de las cosas naturales alcanza este ser espectral, y éste no depende más que de su propia belleza desinteresada, se puede hablar, sensu stricto, de paisaje; es decir, de visión integral y liberada de cultura. Lo que se entiende generalmente por paisaje, suele ser muy poco más que agricultura.”

La palanca fundamental del intelecto es la imaginación; con ella se ve más de lo que se mira. La efervescencia de la imaginación conduce a la creatividad, al arte. Y toda poética maestra nos recordará que “...tanto para lo grande como para lo pequeño: la ensoñación es una conciencia de bienestar... Hay que sustituir la fórmula general del filósofo:<el mundo es mi representación>, por la fórmula:<el mundo es mi apetito>” (G. Bachelard). En aquellos párrafos de Blanco-Amor, encontramos que supera la simple pintura de la ciudad mágica sustentada en los cerros que circundan una bahía amplia y majestuosa. Cada palabra está allí para ampliar el significado común y entregar un placer intelectual profundo, como si fuera un licor refinado: “...la piedra termina dejándose convencer por el argumento temporal y acaba floreciendo en líquenes y musgos...”. El poeta está en estado de gracia, de iluminación: “Aquí no llaman la atención las casas verdes, ni las ocres, ni las azules, ni las de color cinabrio o amaranto que son colores poéticos, de esos que nunca se sabe a ciencia cierta qué colores son. Aquí el verde no se ve como aislado sumando, sino que es pincelada de la infinita suma.” Todo lo real está transformado y destilado en sus esencias. Lo real transfigurado. Esto no es pintura verbal ni es el intento de elaborar un poema en prosa. Es todo ello, a lo cual habría que agregar la sonoridad de ciertos términos, lo que, de hecho, incorpora música. Este logro es el estado cercano al nirvana; el estado de ensoñación provocado por un nivel secreto de plenitud y felicidad. Es que Eduardo Blanco-Amor estaba recibiendo aquí una pócima inesperada y el paisaje, en cualquiera de sus formas, le estaba reflejando viejas estampas, un viejo calor de la España amada.

“Todo ocurre en términos de un mundo cuya abrumadora realidad lo hace casi irreal.”(p.159)

A cada rato, en muchas páginas de “Chile a la vista”, es posible encontrar conceptos tan bellos que ni la retórica voluntariosa ni el ensayo intuitivo, pueden expresar.

Este libro nos permite reflexionar sobre nuestras propias raíces, nosotros que no sabemos leer el pasado y que nos sentimos ubicados en esta tierra desde la Creación. Superposiciones de mareas de ideologías místicas o materialistas nos hacen perder la perspectiva. La clase dominante, dueña de la economía y de la cultura, desde las épocas coloniales, ha dejado en la penumbra nuestro vigoroso ancestro gallego, quizás si mejor expresado en el segmento de labriegos y grandes artesanos de la ciudad –mezclada con el aborigen-, y también en una clase media - también mezclada, por supuesto-, sectores que definen con más precisión al prototipo chileno: trabajador, un poco inestable de carácter, muy dispuesto al viaje utópico, muy satisfecho en su propia diáspora (hay chilenos en todas partes del mundo). Chiloé fue un “paraíso perdido”, fundado y guarnecido por gallegos hasta después de nuestra Independencia. Recordemos aquellos carpinteros que elaboraron las carabelas en Vigo y cómo aquellos marineros de estirpe celta cruzaron todos los mares y océanos. Desde un Virrey, a Gobernadores y Capitanes, están forjando este país que de pronto, otro gallego sensitivo, lo descubre como algo suyo.

“Chile a la vista”, abre, una vez más, las venas y arterias que siempre nos unen con España, a pesar del peso de una conquista americana brutal y de una historia colonial de modelo inquisitorial.

Eduardo Modesto Blanco Amor, gallego de alma y huesos (1897-1979), fue un escritor muy prolífico y un no menos notable periodista. Amigo de Federico García Lorca, se encargó de rescatar parte de su obra poética después de su asesinato. Vivió largos años en Buenos Aires. Dueño de una prosa imaginativa, cercana a las aguas de Valle Inclán, publicó varias novelas importantes en gallego y castellano, así como escribió una gran poesía.

Leer a Benjamín Subercaseaux y a Blanco-Amor, es un ejercicio de lecto comprensión del espíritu de nuestra patria profunda porque en esos textos está la simbiosis genética de la naturaleza con sus habitantes.


(Refugio Huelén, Olmué, 2015)


 
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