Extraña aventura de Juan Perez

 


Por  Raúl Morales Álvarez (1911-1994) Escritor y Periodista: Premio Nacional Periodismo 1964

 

 CADA VEZ QUE UNO se pone a buscar algo donde respire verdaderamente Chile en lo mucho que han escrito los chilenos con su carne y su sangre, su mar de violenta espuma, su  piedra mineral y su madera, y su campo donde se alimentan las esperanzas del humilde despojado de  la tierra, se encuentra en el camino con la obra y la epopeya humana de  Antonio Acevedo Hernández. No hay otras que se comparen con las de este escritor del pueblo. Acevedo vino de abajo. Conoció directamente, a través del más duro tacto dactilar,  las miserias del pobre, obligado a sufrir más perrerías que las que soporta la suela de la ojota. Por eso, porque salió de lo más obscuro de lo obscuro, es tan fuerte y poderosa la luz  que alumbra su creación intelectual.  Para comprenderlo es preciso saber que nació en Angol de los Confines para un 8 de marzo, setenta y seis años hacia atrás (*), cuando la ciudad era todavía como el potrero  urbano sujeto bajo la férula feudalista de los Moller y los Smitmans. Su padre era nada más que el ''maestro'' Juan, un obrero, y su madre --esa dulce María Hernández cuyo recuerdo ni siquiera  pudo domiciliarse en una foto--, solo una mujer prematuramente envejecida, siempre inclinada sobre la costura --cosiendo para otros--, y sobre la artesa de lavar, lavando también la mugre ajena. Antonio no tuvo juguetes en su niñez. Ni fue a la escuela. A la edad de las matrículas ya se había recibido de hombre. Ya era un ''maestro'', como su padre. Aprendió a  leer en su banco carpintero, silabeando la vida, mientras iba trabajando el noble corazón vegetal de las maderas. Por eso hay todavía como un áspero olor a virutas en sus manos.  Es lo que explica que su obra permanezca erguida, sin apoyarse en 

artificios literarios, como el mejor y más alto andamio que sujeta la escritura nacional de Chile.


TENIA SOLO 19 AÑOS mal cumplidos cuando escenificó su primera obra teatral --''El Rancho''--, y la solemnidad burguesa comenzó a mirar con creciente asombro al carpintero  que conquistaba su jerarquía de escritor. Después vinieron ''El Inquilino'', ''La Canción Rota'', ''El Vino Triste'', ''Chañarcillo'' y los otros nombres que jalonan su larga andanza de  novelista, dramaturgo, folklórogo y periodista. Durante años, el ''maestro'' Acevedo exprimió su propio sudor en lo que ha escrito, convirtiendo la sangre en espíritu, lo mismo que  Cristo. De ahí que nos haya dolido tanto la extraña aventura que lo hizo vivir como Juan Pérez la torpeza policial, enviándolo desde la Comisaria hasta la Cárcel. El corazón se me empenachó de rabia, cuando lo supe, en Cartagena. Me acostumbré a querer al ''maestro'' Acevedo desde que lo conocí, en ese pintoresco boliche del  ''Hércules'', por Bandera, donde el Ratón Agudo --que se llamaba Fuentes--, había fundado un cenáculo en torno a Neruda, al chupe de guatitas que saboreaba Roco del Campo y al  ingenioso vino que bebía Alberto Rojas Jiménez. Allí chispeaban los ojos de Mariano Latorre, escandalizaba la risa de bucólicos sochantres de Alberto Ried y Julio Ortiz de Zárate, y  yo me quedaba contemplando a la Huasa como un cordero que pide los deguellos. Fue allí donde me presentaron a Acevedo Hernández, la tarde en que acababa de recibir un premio. Cinco mil pesos habían llenado sus bolsillos, vaciándolos de inmediato. Camino hacia su casa, pensando en la traducción de agrados que tendrían los billetes, vio en las  vitrinas de la Casa Germain un jarrón de transparente porcelana china. La etiqueta lo ufanaba como a un Ming de la Tercera Dinastía. Valía cinco mil pesos. El ''maestro'' Acevedo lo  cambió por su fortuna. Pero la breve joya china tenia los destinos de la mala suerte. Un tropezón de su nuevo dueño dio con ella en el suelo, hecha pedazos. Así se fueron los cinco  mil pesos. Eran los más gordos, de hace treinta años, que valían cien veces más que los de hoy. Pero el ''maestro'' Acevedo se reía, alegre como un niño con zapatos nuevos, al contar lo  sucedido. Mil toneladas de seguridad le sostenían entonces los sonrientes ánimos. En cambio, ahora, pobre,  viejo, enfermo, la extraña aventura policial de un tal Juan Pérez picotea  ferozmente su presencia heroica que no se merecía este maltrato tan dolosamente estúpido.


(*) Texto escrito en 1964.-

 
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