Aníbal Ricci Andagua
 

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Nace en Santiago en 1968.
Se titula de Ingeniero Comercial en la Universidad Católica de Chile.

Anibal Ricci Anduaga nace en Santiago en 1968. Se titula de Ingeniero Comercial en la Universidad Católica de Chile.
Ha publicado: «Fear» (2007), novela que narra vivencias por diversos países latinoamericanos, revelando una sociedad que ha perdido límites, en la mirada de un sujeto que no entiende el engranaje tecnológico de las grandes ciudades.
«Sin besos en la boca» (2008), cuentos que abordan diferentes formas de amor, locura y odio.
«Tan lejos. Tan cerca» (2011), novela tras la búsqueda del poder y su multiplicidad de aristas.
«Meditaciones de los jueves» (2013), treinta relatos que incluyen un misceláneo entre reflexiones, cuentos y crónicas.
«El rincón más lejano» (2013), novela que indaga en un distorsionado mundo de la educación superior.
«Siempre me roban el reloj» (2014), novela tras los pasos de un escritor, mezclando lo tangible del diario vivir con el mundo onírico.
«Reflexiones de la imagen» (2014), comentario de películas a partir del existencialismo.
Ha participado de las antologías: "Tren de Aterrizaje" (2005), "Hombres con Cuento" (2012), y "Justos y Pecadores (2014).


PROFESIONAL
por Aníbal Ricci

Soy ingeniero comercial; dicen que medio loco. Trabajé por años para grandes bancos y empresas que de verdad me dejaron chico. Quería ganar dinero para alimentar a mi propia familia, pero todo tenía un costo. Debía primero ser carne de cañón. El ejecutivo recién egresado de la universidad que cobraba tasas usureras destinadas a alimentar gerentes que también trabajaban para los dueños de esos mismos bancos. Nunca me enorgulleció cobrar máximas convencionales a los clientes más pequeños, Pymes como se las conoce en los diarios. Pequeña y Mediana Empresa es un nombre rimbombante para clasificar no a los peces sino a los pescados. Aquellos que no tienen otro camino que morder el anzuelo del marketing financiero. Supe que no tenían opción cuando la única alternativa válida era renunciar yo mismo. Pero me compraron con tarjetas de crédito. Apenas ingresé al mundo financiero me convirtieron en una Pyme de un único trabajador. Me ofrecieron cinco cuentas corrientes de otros bancos, una tentación sin tiempo claro de detonación. Tuve plena certeza de que la tasa de interés cobrada a mis clientes, una manera de decirlo, no tenía ninguna relación con el riesgo de no pago, sino más bien, con la porción del ingreso que ellos estaban dispuestos a pagar por el dinero. La brecha entre el riesgo real y la tasa que aplicaba yo como ejecutivo era, lo que el agente y los gerentes del banco denominaban spread, un eufemismo de mal gusto para el empresario de primer orden. Ahora estoy más loco que antes y trabajo en una Pyme. Ya no soy el jamón del sándwich que fija tasas vociferadas desde la cúspide de la pirámide. Soy un pescador de ilusiones, el financista de una familia completa, más bien el que saca las cuentas. Les digo que busco las mejores condiciones del mercado, pero en realidad somos simples tomadores de precios fijados por otros. Al principio me compadecía de los problemas que debía sortear esta pequeña empresa, pero ahora me doy cuenta que estos nuevos empresarios son un clon a escala de los de más arriba. Son los que antes trabajaban para grandes empresas, a los que rara vez se les subía el sueldo. Se independizaron después de años de fe ciega y buscaron personal más barato. El trabajo era el mismo, pero siempre había alguien dispuesto a trabajar por menos, algún inmigrante peruano o boliviano al que no había que pagarle imposiciones y al que se podía comprar por menos del mínimo legal. Todavía me quedaban las tarjetas del primer trabajo y mi jefe estaba en DICOM con su cuenta corriente recién cerrada. Los familiares se acercaban zalameramente diciendo que yo había salvado el negocio y mi jefe me nombraba gerente de una empresa de ocho maestros que instalaban carteles en la vía pública. El nuevo jefe me aumentó el sueldo no porque lo hiciera mejor, sino para pagar sueldos miserables y responder ante accidentes laborales. Le importaba un carajo que uno de los maestros perdiera un par de dedos en la sierra sin fin. Soy el que da la cara y por eso me paga unos pesos más. Obtengo comisión por negocio realizado, gano más que antes, pero ahora utilizamos mis propias tarjetas. Las grandes empresas no se dignan a pagar facturas a los treinta días sino a noventa o más. El negocio es redondo. Mi jefe les cobra un ojo de la cara por hacer un trabajo estándar. Dice que los de las grandes empresas son unos tontos que aceptan cualquier precio porque no tienen otro que les haga el trabajo. Pero cuando no pagan a los noventa días, voy de una bomba de bencina en otra, recolectando dinero suficiente para el sueldo de los maestros. Al bombero le pago un cinco por ciento por combustible que jamás cargó en la camioneta. No es muy distinto de emitir facturas fraudulentas, pero uno sabe que el bombero tiene una familia detrás. Con el tiempo ni siquiera se requiere llevar la camioneta, simplemente anotar patentes de los miembros de la familia. Suena a mafia, pero es una operación menor, trabajo falso a baja escala que es la propina del bombero. Simplemente me dan efectivo por una operación que prometo pagar en cuotas a un plazo mayor de los noventa días. Lo bueno es que las tarjetas bancarias son mías y también los puntos acumulados. Ya he canjeado dos plasmas y un viaje a Miami con la bencina fantasma. Lo estúpido es que estoy feliz. Supuestamente venciendo al sistema, pero los puntos son una migaja del supuesto combustible gastado a lo largo del país. Es como creer que una persona de a pie paga menos impuestos que los dueños y gerentes de corporaciones con sus señoras haciendo filas en las cajas de supermercados. Sus maridos eluden impuestos que el resto paga cada vez que compra el pan. Hasta el curadito que estaciona los autos paga el IVA completo cada vez que compra una botella de vino. Supongo que habrá gente que cree que el supermercado les da puntos, ese miserable uno por ciento que otorgan luego de encarecer el producto en diez por ciento. Con ese mayor precio, el supermercado financia los robos, mermas e incluso financia el cobro de Transbank por el uso del dinero plástico. Tuve suerte en que mi jefe contratara a los tres maestros más antiguos. Uno de ellos perdió una mano destrozada por una de las máquinas del taller. Tengo una sensación amarga en la boca y acidez en el estómago. Mi jefe no se dignó en aparecer por el hospital de la Mutual de Seguridad. Creyó que como nunca antes pagó imposiciones, entonces tendría que correr con los gastos. Parece que la vida es convertible en dinero. Una fila de seres tasando el menor precio posible por el trabajo del otro. Yo fui a ver al amputado para quedar con la conciencia tranquila, sabiendo que el daño era para toda la vida. Me despido y bajo las escaleras para perder energía, para botar cualquier tipo de culpa, pensando en que mi nana está en edad de jubilar. Es diabética y sigue trabajando a pesar de que le debemos tres años de imposiciones. Cuando joven se vino desde Tacna e ingresó al país por Chacalluta. Siempre se portó un siete con los niños. Tiene suerte de trabajar con nosotros, me tranquiliza saberlo, otro le hubiera pasado una pieza y le pagaría como indocumentada.



 

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