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Carlos Iturra

 

La perdición

 

Suele decirse que los designios de Dios son inescrutables, pero poco se habla de los designios del diablo. ¿Qué lo mueve cuando elige hundir a este hombre y no a aquel? Imposible descubrirlo en la mayoría de los casos. ¡Quizá se guía por su instinto de cazador! O sencillamente imita la arbitrariedad divina.
Gutiérrez había sido la vida entera, a su modo insignificante, una persona inofensiva, el oscuro “buen hombre” que no daña a nadie y de quien nadie que hubiese notado su existencia podría decir nada malo. Aparte del generoso vodka de las noches, tenía una sola pasión, lo único que lograba sacarlo de su habitual apatía: el par de perros que años antes recogiera de la calle, uno de regular tamaño al que llamaba Billy y otra pequeñita que denominó Milly. El paraíso de Gutiérrez era estar de vuelta en casa después de la oficina y dedicarse a sus animales, mimarlos, jugar con ellos, conversarles, dejarse lamer, sacarlos de paseo. Se habían transformado en sus compañeros de vida. Para los vecinos más observadores, el trío de hombre y perros caminando al anochecer acabó haciéndose familiar. Algunos ya lo saludaban, y algunos saludaban a los perros, sonriéndoles. Llegó a entablar conversación con otros amos que también paseaban a sus mascotas, algo inusitado en un carácter poco sociable como el suyo.
Con quien se encontraba más a menudo era con una de las residentes del mismo edificio, y varios pisos arriba, la anciana propietaria de Narciso, un poodle blanco. A cada nuevo encuentro conversaban otro poco, mientras alrededor los perros saltaban olisqueándose y enredándose entre las correas. Cierto día, casi de noche, hacia finales de ese año, “la Raquita”, como gustaba ser llamada la anciana, sugirió intercambiar números de teléfono, “por cualquier cosa, nunca se sabe…”
Desde hacía algún tiempo Gutiérrez la consideraba interesante, divertida, a diferencia de cuando recién la conoció. Entonces no había sido de su agrado ni del de los perros, que tardaron en dejar de gruñirle: quizá qué verían en ella, quizá qué habría percibido él mismo, aparte de una sensación de inquietud cuando la vieja le clavaba los ojos. Pero había superado esa especie de rechazo y lo mismo lo perros, con los que la Raquita era muy cariñosa.
El llamado telefónico se produjo un sábado por la noche, dos días antes de Navidad. Él había paseado sus perros y ya estaba despachando su botellón.
-Gutiérrez, le tengo un regalito a Milly y otro a Billy, venga a buscarlos por favor, ¿o prefiere que yo baje a dejárselos?
-Raquita no debió molestarse, voy enseguida.
Temió que se le notara el alcohol, pero la idea de los regalos era bonita y ya no le quedaba más que ir, así que partió. Se trataba de dos animalitos de goma: un pollo desplumado color amarillo furioso y un oso peludo blanco radiante. Piteaban al ser apretados entre las fauces de los perros, que se los disputaron largo rato dando entrecortados ladridos de placer. Observándolos, Gutiérrez también gozaba, y bebía.
Así, hasta que los perros se cansaron de jugar y se echaron en el sofá lado a lado. Pronto dormitaban. Él miró los juguetes, abandonados en el piso, ya sin sus colores originales, y se preguntó si acaso se habrían desteñido con los mordiscos, o si era un efecto del alcohol en sus ojos. Acabó al seco el vaso que tenía en la mano y se deslizó hacia una modorra de la que lo despertaron los perros. Estaban gimiendo, sentados en el suelo sobre sus patas traseras con el espinazo encorvado, agachando la cabeza y abriendo el hocico como si fueran a vomitar. Gutiérrez se despejó al instante y se precipitó a palparlos, en el vientre, en el lomo, gimiendo junto con ellos. Corrió a la mesita del teléfono a buscar la tarjeta con el número del veterinario, pero enseguida abandonó la búsqueda, descontrolándose al ver que los animales empezaban a revolcarse en el suelo echando espumarajos. Se agarró la cabeza a dos manos, y decidió tomarlos en brazos para partir con ellos al veterinario. Antes de alcanzar la puerta, los perros, con los ojos desorbitados, la lengua afuera, temblando, dieron unos últimos estertores convulsivos y, evidentemente, murieron.
Horrorizado, llorando a gritos como niño de pecho, Gutiérrez depositó los cuerpos fláccidos sobre el sofá, recogió los desteñidos juguetes y fue al teléfono a llamar a la Raquita.
-¡Qué les hizo a mis perros! –bramó entre sollozos.
-Jajaja… -fue la asombrosa respuesta de la mujer-, ¡vaya broma pesada, eh! Solo es una broma, Gutiérrez, venga por el antídoto, sus perros volverán al instante. –Y cortó. Gutiérrez permaneció asido al teléfono, atónito. Miró los cadáveres, que yacían en raras posturas, como si fuesen de trapo, y a pesar de la evidencia el rayo de la esperanza lo empujó violentamente en pos del prometido antídoto.
-¡Dónde está! –le gimió a la anciana apenas ella abrió la puerta.
-Pase, pase. Venga por aquí, no tardamos…
-¡Deme el antídoto! –clamó él, siguiéndola por un pasillo oscuro.
-Este es mi comedor, usted se pone a ese lado de la mesa…, así, eso, y yo a este otro.
Habían quedado enfrentados, en los extremos de una mesa ovalada, ambos de pie.
-El antídoto, dice usted, jajaja… -y lanzó la misma risotada del teléfono. La cara de Gutiérrez se puso granate. Ella continuó: -Qué gran pedazo de bruto es usted, ¡miren que creer en un antídoto para la muerte! –y de nuevo la risotada.
-Maldita vieja miserable, qué le he hecho yo a usted para que me haga esto –vociferó Gutiérrez con espanto.
-Es lo que usted me hará, so bruto, lo que va a hacerme. Por eso este regalo de Navidad para usted: sus dos perros kaput, jajaja…
Gutiérrez rodeó la mesa para acercársele:
-Vieja desgraciada, maldita la hora… -pero ella también empezó a rodearla, alejándose de él como si jugara, dirigiéndole morisquetas y palabrotas. Ya del todo poseído por la ira, Gutiérrez rugía corriendo detrás. No pensaba en lo que haría al dar con ella, naturalmente, así que cuando la agarró de los cabellos solo atinó a retenerla. Ambos se gritaban y la vieja, inclinándose, giró hacia él sin lograr soltarse pero empuñando una suerte de daga. Gutiérrez, tomándola por la hoja, se la quitó de un tirón, la alzó lo más que pudo y la hundió en la garganta de la vieja. Llevado por su furia, sujetándola del pelo todavía, revolvió la daga a todo lo ancho del cuello.
-¡Por mis perros! –decía, -¡Por mis pobres perritos…!
Se echó atrás mientras el cuerpo caía ante él como un montón de ropa, a la vez que aparecía Narciso. Olfateó a su ama antes de sentarse sobre el trasero y empezar a reír: ¡el condenado poodle, nada menos que a reír!, en forma tan macabra como lo hacía ella, mirándola y mirando alternativamente a Gutiérrez. El cadáver, cercado de sangre, se desdobló en ese momento y alzó en el aire su propia imagen fantasmal. La expresión burlona de su rostro de pesadilla, que clavaba en Gutiérrez una mirada de brasas, lacerante, no desapareció al abrirse la tenebrosa boca y lanzar el primer aullido. Eso fue lo escalofriante para Gutiérrez: los alaridos del fantasma pidiendo auxilio con la garganta partida en dos; lo petrificaron; no fue capaz de moverse hasta después de que los golpes que habían empezado a retumbar descalabraron la puerta y se arrojó al departamento un tumulto despavorido: estaba solo, tambaleante, llorando con los ojos inyectados, empapado en sangre y la daga goteando en una mano, frente al cadáver de la Raquita, a cuya cabeza Narciso gemía ahora amargamente.
…Aquello era exactamente el centro de un infierno. La vida de Gutiérrez nunca sería ya más que calvario y ni siquiera el perdón en el juicio final, si lo obtenía, podría remediar eso. Por lo demás, le quedaban todavía muchos años por delante como para descartar que el Diablo volviera a ensañarse en él, sin más motivo, tal vez, que volver a aprovechar el vacío de Dios.

 

 

 

 


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