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Carlos Iturra

 


Egoismo o infierno

Enrique nació en un medio que, para efectos prácticos, resultaba ser de completo agnosticismo. Su madre era de familia judía descreída y su padre de familia que había sido católica, así que ni Dios ni dogmas ni ritos fueron nunca tema en esa casa. Cabe decir entonces que cuando se encontró con el padre Augusto, a los veinte años de edad, en medio de sus estudios de leyes y en total intemperie religiosa, “descubrió” el cristianismo. Como si hubiese descubierto el África, lo deslumbraba la incalculable variedad de verdades categóricas del nuevo vasto continente, en las que encontraba unas tras otras respuestas a sus dudas; lo admiraba la sabiduría del edificio teológico, la audacia delirante de sus principios, su manera tan contundente de indicar el sentido de la vida… Como todos los conversos, no importa a qué causa, había encontrado la verdad, y esa verdad encajaba en él con la perfección de lo hecho a la medida. Así, su entrega al nuevo credo fue radical. No le bastó decidir ser cura, decidió sobre todo ser santo: sin aureola pero santo. Es decir, se consagró al más fervoroso cumplimiento de las normas eclesiásticas, sin excluir ninguna, que es lo que asegura el acceso al cielo.
Pasaron años y años de devoción ejemplar, muy sincera, gracias a la cual Enrique se sentía acercándose gradualmente a las exigencias de la santidad, aunque desde luego muy lejos aún de alcanzarla. Su mayor enemigo era su propia carne, que se le comportaba de vez en cuando como si tuviera voluntad propia y que él dominaba menos que a su pensamiento. Cilicios, ayunos, retiros, y sobre todo la confianza en que la edad aplaca los instintos, eran sus armas contra los arrebatos de la lujuria, ese demonio que a cambio de placer sometía a la repugnancia de los peores antros corporales. Esas armas salvíficas incluían el ejercicio de la caridad, manifestado en su dedicación a un hogar de madres con sida, en el que le gustaba extenuar el cuerpo a fuerza de atender, confortar, predicar, confesar, sin pausa. Los demás calificaban su trabajo de abnegado, aunque él habría preferido que pasara inadvertido, no fuese a parecer caridad ostentosa. Pocos sin embargo imaginarían que en aquella abnegación suya había menos de caridad que de temor a la carne: fuga de la propia carne. Esa denodada práctica laboral doblemente beneficiosa era ante todo una defensa de su pureza, a la que concedía valor absoluto. Tenía resuelto que prefería morir antes que mancillar su espíritu con indecencias y animalidades, y por eso se levantaba alegre todos los días a las cinco de la mañana para estar en la oficina del hogar a las siete y empezar de inmediato a procesar documentos, responder cartas, despachar exámenes, peticiones, muestras de sangre…
El padre fundador del asilo, en cambio, no llegaba antes del mediodía, después de todo iba ya para los setenta años, y él se adelantaba a tenerle hecha buena parte del trabajo. Si había que clavar tablas, cambiar baldosas o hasta botar la basura, ahí estaba el padre Enrique, siempre ansioso por no parar y por darle una mano a quien fuera, la cocinera, la secretaria, el chofer; después de almuerzo, sin falta, rezaba aun otro poco y se iba a las salas con las infectadas, mujeres jóvenes de baja extracción en general muy infelices, expulsadas de sus familias, con algún hijo o más encargado a alguna otra institución caritativa, ya incapaces de trabajar. En esos años la ciencia no sabía cómo enfrentar el sida, pero Enrique sí sabía que cada una de aquellas pobres almas que él ganara para el cielo era un paso más en su camino hacia Dios; en consecuencia, se dedicaba por horas a seducirlas; para Dios. El estado en que se hallaban le facilitaba la tarea, pero sobre todo el encanto personal que él sabía ejercer, poniendo en juego con ellas lo más exquisito de su simpatía. Las acompañaba como un querido amigo, brindándoles sin reservas la mejor de sus facetas. Daba por descontado que habían sido unas miserables pecadoras, pero trataba de que esta opinión no se sobrepusiera a su deber de salvarlas.
Eran jóvenes, algunas eran bonitas, y se pudrían en vida: él ya estaba acostumbrado a las llagas, agonías, muertes. Pero nunca faltaba la que volvía a despertar su compasión, y últimamente quien estaba haciendo eso era Paola, una muchacha de veinte años, recogida de un prostíbulo, invadida de purulencias, en estado casi terminal. Yacía apenas cubierta, para evitar el roce de la tela en su piel cancerosa, pero ver mujeres semidesnudas ya no lo horrorizaba. Lo que lo horrorizaba ahora era lo mucho que había pecado esa mujer en su breve vida, aunque a la vez lo atraía percibir que pudo ser santa, que en el fondo de sus pupilas y de su alma corrompida había una pureza fundamental. La muchacha lo intrigaba, incluso: ¿por qué había optado por el mal, si todo lo tuvo para el bien?, ¿le alcanzaría el tiempo para salvarse?, ¿le alcanzaría el tiempo a él para salvarla?
Por esos días le tocó recibir una petición extraordinaria, dirigida al padre fundador del hogar: había en la periferia de la ciudad un asilo para enfermos de sida, formado recientemente por organizaciones laborales, en el que querían contar con el apoyo y aporte de un sacerdote. Se requirió un mes de trámites eclesiásticos para que quedara oficializado el nombramiento de Enrique y resuelto su reemplazo en el hogar con la contratación de una secretaria. No fue la resolución que él habría querido, estaba bien donde estaba, pero tuvo que admitir que era impensable enviar allá al padre fundador o a su mano derecha, un cura alcohólico que creaba más problemas de los que resolvía, salvo en su especialidad, totalmente ajena a Enrique: conseguir fondos. Así que solo él quedaba disponible para socorrer a aquellos obreros que lo necesitaban, y aceptó obedientemente su destino, pero sin librarse de una vaga inquietud: su experiencia con mujeres enfermas de sida, ¿le serviría de algo con hombres enfermos de sida? Eran doce los acogidos en ese hogar, ¿cómo iba a arreglárselas entre ellos, sin duda todos pervertidos, descarados, insolentes?
La realidad resultó más inofensiva que sus prevenciones. Los doce enfermos eran humildes peluqueros, dulces travestis, jóvenes sin oficio arrasados por el desaliento. Así y todo, tenían humor: varias veces lo hicieron reír aun contra su voluntad. Desesperados, además, igual que las mujeres, por hallar algún sentido que darle a sus vidas antes de morir, no tardarían en aceptar, empujados por sus propias llagas, tal como aceptan decir cualquier cosa los prisioneros sometidos a tortura, que eran unos malvados y que se entregaban a la bondad divina. Para Enrique eso era la evidencia del hambre de Dios que tenían, gracias al cual podrían morir en paz.
Llevaba algunas semanas en este nuevo trabajo, sorprendido de poder efectuarlo con tanto entusiasmo como el anterior, cuando se encontró una mañana con que había llegado un enfermo muy distinto al resto, Mauricio, estudiante universitario que lo hizo recordar instantáneamente a Paola: tenía la piel en un estado similar al de ella y sobre todo yacía sobre la cama, igual que ella, prácticamente desnudo. A diferencia de ella, su cuerpo no acusaba aún mayores estragos; de no ser por la piel, lo que ahí había a la vista era un fornido y saludable muchacho en la flor de su potencia.
Al tenderle la mano a Enrique, sonrió, y si Enrique se sentía perturbado por su desnudez, ahora esa sonrisa lo alarmó: ¡Mauricio era un peligro para él, una amenaza para su ciego anhelo de santidad, Virgen María, Virgen Santa! Qué sonrisa hermosa…, ¡Señor, sostenme!
Este sentimiento se intensificó en los días siguientes, sus pensamientos pecaminosos se desbocaban, su carne le era apenas refrenable. Supo que debía irse de ahí si no quería sucumbir al infierno. Tendría que volver a las mujeres, o tomar una medida aún más drástica…, solo que algo lo retenía: precisamente la salvación de Mauricio.
El muchacho sin duda quería salvarse, aunque el sida ya estaba afectándole el cerebro, como era evidente. También los demás enfermos lo necesitaban, y hasta posiblemente ya le tenían aprecio, esperaban mucho de un sacerdote, ¡pero tendrían que conseguirse otro! Solo a Mauricio, casi un niño, un niño adorable en el cuerpo de hombre, deseaba realmente seducirlo para Dios, pero la alternativa terrible era que ese niño lo sedujera para el demonio.
Enrique lo habló con su consejero espiritual, pero este, aparte de advertirlo frente a las tentaciones, le dejaba libertad para que fuese él mismo quien decidiera: su desafío, le dijo, era poder seguir intentando salvar aquellas almas sin perder la propia. Muchos religiosos eran capaces de lograrlo, aunque no hicieran más que limpiar llagas… En su fuero interno Enrique respondió estas palabras diciéndose que de seguro la mayor parte de esos religiosos sufrían lo que él, y que a otros tantos no les ocurriría porque los enfermos que cuidaban no pertenecían al sexo que les provocaba excitación.
Ocurrió que cinco días después de llegar Mauricio, llegó Sebastián. Especie de malherido dios pagano, su estampa estremeció a Enrique y precipitó las cosas. A la noche, pese a que no lo había visto desnudo como a Mauricio, soñó que el dios pagano lo arrastraba a lascivias brutales, más deliciosas mientras más sórdidas, manteniéndolo en la inminencia de un éxtasis que solo esperaba el estímulo final para detonarse. Despertó varias veces, transpirando, enredado en las sábanas húmedas, apretándose en torno al muslo sus alambres de castidad, yendo a mojarse los miembros con agua fría, implorando arrodillado…, y volvía a acostarse para volver a soñar con Sebastián antes de haber cerrado los ojos siquiera.
Traicionar el camino de la santidad no era pensable, sería echar a la basura media vida de denodado sacrificio y el más glorioso de los ideales: la visión directa del esplendor de Dios. Algunos de aquellos moribundos sidosos anhelaban que él fuera el amigo que les había hecho creer, algunos ya se le habían entregado por completo para que los condujese al cielo, ¡pero él no era el único sacerdote disponible! Cualquier otro podría también salvar a Mauricio, si llegaba a tiempo. Cualquier otro sería capaz de enfrentar a Sebastián sin exponerse.
Desvelado ya sin remedio, a las cinco de la mañana fue a su escritorio, tomó papel y lápiz y redactó dos cartas: al hogar de los sidosos, excusándose de que no volvería, por una emergencia de la que dependía su alma; y al superior de la orden, dando explicaciones de su abandono y suplicando autorización para retirarse a la paz y el silencio de un monasterio. Ese era su deber como sacerdote resuelto a conquistar a cualquier costo las promesas del Salvador. Repasó ambas cartas hasta que estuvo conforme con ellas, y las sacó en limpio. Necesitaba refugiarse en un monasterio, sí, ojalá amurallado como ciudad medieval, con un altar en medio del más recóndito patio, ante cuyo crucifijo él pudiera petrificarse de rodillas, absorto en la oración, fuera del tiempo, libre de diablo, carne, mundo. Y no había que pensar más. Estaba exhausto, angustiado, recién eran las seis de la mañana. Se tendió semidesnudo como estaba sobre las frías baldosas, aprovechando el rayo de sol que empezaba a filtrarse por las cortinas para leer buscar en el misal y repetir oraciones que tal vez nunca había murmurado con tanta vehemencia, tanto temblor, tanto rechazo de toda idea que no fuera salvarse, como quien se aferra de hierbajos en una ladera empinada suplicando no resbalar al abismo, sin más que su propia salvación en mente: el padre Enrique estaba exhausto de tanto suplicar al Cielo ayuda contra las imágenes del joven desnudo y muriente que se le aparecía apenas él cerraba los ojos, sonriéndole lleno de esperanza desde el lecho, desnudo, moribundo, y que cuando abría los ojos seguía esperándolo ahí adelante en igual actitud de esperanza, ¡pero esperanza de qué!, ofrendándole con inocencia su obscenidad desquiciante de macho todo carne entregada, su sonrisa de dulzor equívoco, su mirar de pobre niño que solo estuvo jugando y que ahora se irá al infierno. En este punto de la reflexión, el padre Enrique se interrumpió dándose un cabezazo contra la baldosas, método que acostumbraba para espantar malos pensamientos, irguiéndose luego para dar comienzo al nuevo día y sus diligencias, sintiéndose terriblemente desgraciado, a tal punto que en su lugar algún otro pensaría matarse, o agarrar la mochila de la fe y lanzarla lejos. Solo que en él operaba la fuerza de una satisfacción más honda todavía que el dolor: su idea de que no había roto el contacto con Dios, gracias a resistir el pecado atroz. Había costado, y por cierto seguía costando, y había sido y era quizá cruel, pero si no cuido de salvarme yo mismo primero, ¿a qué otro iré a salvar, entonces, si no supe salvarme a mí?, razonaba, y las lágrimas que corrían por las mejillas la noche de ese día no eran de él, contento en su jergón por haber resistido una jornada más, antes de dormirse y de que el sueño le trajera a un desnudo ángel moribundo; las lágrimas eran de Sebastián, mientras imaginaba lo terrible que sería el deterioro en que estaba si ese curita que tanto le agradó, que le hablaba mirándolo a los ojos pero controlando apenas las gansa de mirarlo hacia abajo, y que hasta le juró hacer de su alma un lugar limpio, como dijo, había terminado siendo tan inmune a su atractivo que se largó de repente sin tomarse siquiera la molestia de dejarle caer un “adiós”.

 

 

 

 


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