Al último instante
Hoy día tuve hora con el doctor Baeza. Preferí encontrarlo en su consulta aunque para eso debí esperar mes y medio. ¡Qué viejo extraordinario! Es una gloria ver a un hombre de ochenta años en la cumbre de su lucidez y sabiduría, rico en conocimientos que no pueden ser adquiridos en etapas anteriores de la existencia humana. Nuestra conversación, de exactamente una hora, está entre lo más fascinante que me ha tocado experimentar desde que se me destinó a este servicio. Feo ya, como casi todos los viejos, su encanto era mayor que nunca, lo que hacía grata su fisonomía y hasta seductora su sonrisa; me hizo sentir junto a un gran amigo de absoluta confianza y no faltaron las veces que reímos de buena gana. Después de darle informaciones básicas sobre mi persona, entré en materia. Le dije directamente que tenía experiencias de carácter sobrenatural. En rigor, diabólicas. Cómo cuáles, preguntó. Le di una lista de ejemplos espectaculares y convincentes, pero en estos asuntos lo único de veras convincente es la experiencia personal y él, que no había tenido ninguna, se parapetó tras el más sólido realismo. Yo estaba a la espera del momento adecuado para dispararle la verdad, y no tardó en presentarse. Esto significa que usted cree en el diablo, observó, mirándome con una sonrisa. Desde luego, le dije. En consecuencia también cree en Dios, ¿o no? Bueno, sí, le dije. Y me replicó: Entonces acuda a Dios, pues, ¿acaso Dios no es más poderoso que el demonio? Pida ayuda a un sacerdote, póngase en regla con los sacramentos y ya, Dios estará con usted y usted a salvo. Esta especie de arenga me puso en aprietos, lo reconozco, pero tuve la feliz idea de retrucarle: Sin embargo usted no cree en Dios, ¿verdad?, cómo es posible que me lo recomiende. No es lo que yo crea sino lo que usted cree, me respondió, y si usted cree en el diablo tiene que creer en Dios, que es más poderoso que el diablo puesto que es el creador del diablo: sea coherente, dijo. Si usted no cree en Dios, tampoco creerá en el diablo entonces, le dije yo, y nos reímos. Ahí se produjo la ocasión. Inclinándose hacia adelante, poniendo los codos sobre el escritorio, dijo: Mire, no creo que haya Dios, pero no tengo duda de que no hay diablo. Yo, alguna vez, algún momento de juventud desesperada, me pasé toda la noche llamando al diablo, invocándolo en condiciones ideales para que acudiera, proponiéndole un trato justo incluso, con tal que me concediera el esquivo éxito, y me quedó muy en claro que el pobre diablo no existe, créame. Celebré esta salida con un ataque de risa pero cuando me controlé fui al punto. Doctor, le dije, usted es una eminencia indiscutida de la psiquiatría nacional, ¿cuántos libros ha publicado, con cuánto aplauso, con cuántas ventas?, lleva décadas siendo el psiquiatra más caro de Santiago, su clientela incluye ricos, famosos y poderosos, sus propiedades son palaciegas, lo respetan hasta sus adversarios, conoce el mundo como su pañuelo, su vida transcurre rodeada de lo mejor…, ¿qué más quiere? No pasó por sus ojos ni la sombra de una vacilación y me preguntó qué quería decirle. Bueno, es obvio, respondí: el éxito que pidió le fue concedido. Cómo me dice que el diablo no existe. Gracias, rió, ya que a eso lo llama éxito, y es posible que lo sea, pero he sido yo el que lo obtuvo. Llámelo éxito, desde luego, le dije, todo un éxito, y debido a que usted siempre tuvo ayuda extra. La ayuda del que me envía, doctor, el mismo que ahora lo necesita a usted en el infierno. El viejo volvió a reírse, pero su expresión estaba cambiando; tal vez pensó “ahora sí que me tocó un loco”. Dijo: Deme una prueba del poder del que lo envía. Le hice una pirotecnia en el aire que lo dejó perplejo y enseguida, ya era hora, antes que alcanzara a reponerse del asombro y hallara qué decir, descargué sobre él una furibunda ráfaga de violencia: ¡Vengo por su alma, doctor Gustavo Baeza Solana, se cumplió su plazo!, clamé, alzándome, mientras el viejo terminaba de ser vapuleado contra su sillón y caía hacia atrás, sobre el respaldo, lleno de heridas, tajos, golpes, sangrando, descoyuntado, moribundo. ¡Tu alma, tu alma!, volví a clamar, elevándome aún más y asumiendo los más monstruosos aspectos en una vertiginosa sucesión. El coraje del maldito viejo fue asombroso: sin un quejido, con audacia de joven, se enderezó haciéndome… ¡el signo de la cruz! Yo lancé una carcajada y grité “Si usted no cree en Dios menos podrá creer en la cruz, doctor, ¿qué le pasa?” Había sido brillante alumno en un colegio de curas y lo que mejor se conservaba en su memoria eran aquellos años. Con una voz agónica pero desafiante me respondió que yo mismo acababa de convertirlo a la fe, ya que demostrándole la existencia del demonio, le demostraba la de Dios. ¡Y se encomendó entonces a la justicia divina! Confesándose el más indigno de los pecadores exigía a gritos destemplados el socoro y el perdón de Dios, sollozando de arrepentimiento con las manos fundidas en oración, retractándose de los errores, suplicando por la infinita bondad, aborreciendo al demonio y sus trampas, olvidado de mí, mientras yo desataba tempestades dantescas a su alrededor. Inútiles tempestades. Ya ni Dios ni yo podíamos influir en él, que supo aprovechar sus últimos instantes para cumplir uno tras otro los requisitos canónicos de la “buena muerte” en un trance como el suyo, la contrición y todas esas patrañas grabadas en su cerebro setenta años antes. Cuando su cuerpo exhaló el alma, yo no la vi partir: obviamente me la escamoteó algún par de ángeles serviles, ejecutando un edicto supremo. ¡Se me fue de entre las garras, el muy ladino! ¡Se salvó…! Lancé un bramido ardiente que inflamó el edificio por los cuatro costados. Ahora su alma purgará culpas un par de eternidades y finalmente será como si jamás se hubiese asociado a Satanás: ascenderá entonces al cielo. Ese cielo que me ciega desde el fondo del recuerdo y al que nunca he de volver. Ah, viejo pillo, más pillo que el mismísimo diablo: me alegraría por ti, si pudiera alegrarme.
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