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Alfredo Gaete Briseño

II

MAGNÍFICO PROFESOR

( capítulo de la novela " La venganza de Greefeld" )

 

-Muchas personas, en algún momento de sus vidas, intentan bajarse del tren y detener el tiempo, sin embargo, cuando menos lo piensan, se han subido a otro, ignorantes de que su existencia es un carro que aún con los frenos aplicados no pueden parar. Las ruedas trancadas se arrastran por los rieles y chirrean, fierro contra fierro, en aquella brutal carrera que no obedece a sus deseos.
Hizo una larga pausa, observó plácido la concentración de sus alumnos y continuó:

–No son capaces de dominar su destino y se les hace imposible construir una realidad, que más allá de las condiciones externas, se guíe por su propia brújula. Sus circunstancias corresponden a una incontrolable y chúcara maza con vida propia, a bordo de la cual cuesta pensar y más difícil aún resulta el desarrollo de un propósito definido. A pesar de estar todo, no hay nada. Lo curioso es que esto, lejos de ser una pesadilla de la que no se pueda despertar, es una opción que se toma libremente y hace perder la calidad de individuo... ¿Por qué deciden algo tan estúpido?... La persona se pregunta cómo bajarse de esa cosa en la cual se siente atrapada, y por temor, su destino se fija más aun, sintiéndose parte de algo que ha tomado vida propia, y en un satánico juego, aprisionada, la lleva contra su voluntad. No hay motivos para ser perseverante y los sueños se desintegran antes de ofrecer una opción válida.
Volvió a detenerse, y luego de repasar con la mirada a sus alumnos, preguntó:

–¿Qué piensan ustedes, jóvenes?
Y sin dar lugar a recibir una respuesta, prosiguió apasionado:
-Es como perder el apetito, sin la capacidad de proyectarse en el tiempo ni crear imágenes que le permitan visualizarse más allá de sus propias cadenas. Es como dejar de existir, aunque sin epitafio, fecha ni un lugar en el cementerio. Una persona en dichas condiciones me la imagino con los ojos fijos, extraviados, carentes de brillo, sin esperanzas, con la fe desintegrada y la mirada perdida en algún rincón, sin potencial de lucha y situada ahí, sólo ahí, sola frente a su destino, controlada por las circunstancias, observante, sin actuar, tampoco hacer nada para que se produzca un cambio. Este tipo de personas deja de generar ideas útiles que puedan ser organizadas y convertidas en un plan de acción, olvida sus sueños y por ende el deseo de luchar por convertirlos en realidad. En el jardín de su mente ha dejado de sembrar y con el tiempo, no tendrá qué cosechar. ¿Piensan ustedes que una persona así puede hacer planes definidos y lograr lo que desea si ni siquiera sabe qué es?, ¿la consideran competente para proyectarse y creer que sus sueños son posibles de alcanzar? El deseo, jóvenes, es el punto inicial de todo logro. Quien quiera tener éxito en la vida, debe visualizar un algo impregnado con un estado mental vehemente que llegue a convertirse en una obsesión. Después, planificará formas y medios definidos para alcanzarlo y actuará con perseverancia, sin aceptar la menor posibilidad de fracasar. Se debe estar decidido a conseguir lo que se ha propuesto y no ceder hasta lograrlo: ¡Es el camino del éxito, señores! El hombre común abandona las empresas que se ha propuesto, cuando la frustración se adueña de su ser, en situación de que los mayores resultados surgen un paso más allá de ese punto...

Marcó una nueva pausa y tomó aliento para continuar, ya no interesado en enseñar, sino como si hubiera girado una llave para dejar salir a chorros su pasión, pero la campana lo detuvo. Sonó más fuerte que de costumbre, o así le pareció. Mantuvo la boca abierta durante unos instantes, y a pesar de la interrupción, consideró la idea bastante redonda, poniendo fin a su dramática exposición.
El interés mantuvo a los alumnos inmovilizados en una especie de inercia, pues igual que siempre, aquel profesor, a través de sencillas palabras, expresó profundos contenidos filosóficos con verdades indiscutibles acerca de la naturaleza humana.
Ese hombre de brillantes ojos azules, largo y revuelto pelo rubio, descuidado en su vestimenta, les era desconcertante, debido a su contrapuesta capacidad intelectual, vastos conocimientos académicos y genialidad para expresar sus diferentes ideas. Su gracioso y atractivo modo de gesticular, como aporte adicional, permitía en él un conjunto generador de un ganado respeto. Nadie hubiera imaginado, entonces, la frustración e insatisfacción de que era víctima en privado, al percibir la incongruencia entre sus enseñanzas y su modo de vida.
Sonrió. A medida que salieron, despidió a cada uno con algún gesto cálido, correspondido afectuosamente. Después los miró durante un rato por la ventana, dispersos en el patio.

Recordó aquella muchacha recién integrada al curso, proveniente de un lejano lugar, sobrina de uno de los directores de la universidad; evocó el contoneo de su cuerpo al caminar, los lentos movimientos de sus piernas bajo el pupitre, la falda algo subida y esa sensual mirada despedida por sus grandes ojos verdes... Atraído desde el primer instante, sintió deseos de tocarla. Tomó sus libros de la mesa, se encaminó hacia la puerta y cruzó el umbral para salir de la sala.
Esa tarde, en su estrecho departamento ubicado frente al parque -llamado de los enamorados según escuchó en varias ocasiones-, a través de la ventana, puso la mirada en los imponentes árboles centenarios. Observó entre sus gruesos troncos el ir y venir de parejas jóvenes besándose con entusiasmo, frente a las miradas envidiosas de quienes al pasar no dejaban de girar sus cabezas. Le pareció un atentado contra su tranquilidad espiritual: hubiera querido estar en cualquiera de aquellos pellejos, y sin querer, puso sus pensamientos otra vez en María, la alumna recién llegada.
Jugó con su imaginación y se vio en el futuro: viejo, pobre y cansado, acompañado de una mujer abnegada y fea, con algunos hijos a cuesta, recordándole su precaria situación económica. Sintió el peso de la soledad y meneó la cabeza, aburrido por el ritmo de su vida, deseoso de volar más alto, amargado por no encontrar la forma. Consideró que todo el conocimiento transmitido a sus alumnos no era más que un puñado de retórica, sin saber siquiera por dónde comenzar a exprimir su vida.

De pronto, sufrió una extraña visión:
Apareció en su mente una gran alameda. Más allá, una hermosa casona rodeada por un fantástico parque. Visualizó en su interior la figura de una mujer sensual, libre como el viento, con sus atributos casi por completo a la vista. Sacudió la cabeza, pues más que un sueño con los ojos abiertos, le pareció una premonición: percibió, emocionado, un cambio importante en su destino.

Pensó en María, en él mismo con su precaria situación económica a cuestas y en Alfonso Newton: hombre aún joven, perteneciente al directorio de la universidad, tío de la muchacha. Su postura, dinero y poder, lo hacían parecer nacido para ser un gran señor. Percibió una gran angustia que descifró como envidia, y se culpó por su poco sentido práctico y exagerada dependencia de las circunstancias, consciente de la imperiosa necesidad de lograr, cuanto antes, un cambio radical en sus actividades.

Se preguntó por las razones que pudiera tener Newton al acercarse a él, inusitadamente, para conocer su impresión respecto a unas ideas, del todo avanzadas, relacionadas con un negocio en que la ciencia y el dinero iban de la mano. Escuchó atento, y convencido de que gracias a los avances tecnológicos todo era posible, aunque osadas, le parecieron viables en toda su extensión. Además, le sonaron sumamente atractivas.
En un comienzo miró al personaje con escepticismo, pues no aprobó las tácticas que le supuso emplear para abrirse camino, ello, marcado por la presunción de que la única manera de hacer mucho dinero era con malas artes, por lo cual lo condenó de antemano. Pero mirado desde otro ángulo, reconoció que las cosas no eran buenas o malas en sí, sino que según la dirección que se les diera.

“El mío es más un problema de temor que de conciencia” se dijo, y reconoció, incómodo, haber justificado durante toda la vida su deplorable mediocridad, escondido en una realidad desde donde le era posible hablar de ésta, sin involucrarse, con su potencial sepultado en algún lugar recóndito del subconsciente, incidiendo directamente en que se paralizara frente a la posibilidad de iniciar cualquier proyecto interesante.

Pensó que el valor del conocimiento carente de movimiento y dirección, no era mayor que el contenido de una enciclopedia, cuya información podía ser consultada cuantas veces fuera necesario, sin volver a pagar un centavo adicional por ello. De allí, su frustración, porque a pesar del cariño recibido por sus alumnos, el aporte real entregado por él no era mucho más del que una buena colección de libros ofreciera... Y ello influía, sin duda, en su precaria situación económica... -Pues no tengo por qué costar más que una enciclopedia -comentó en voz alta, con evidente desilusión de sí mismo.
Meditó durante algunos segundos y agregó: -valdré cada vez menos, salvo que haga algo para ponerme en acción.
Una marcada mueca, del todo agria, confirmó su malestar por haber sido tan tonto al considerar esa estúpida idea de que poseer demasiado dinero era malo, en el entendido de que por lo general no era ganado de manera honorable. Siempre imaginó una sucia mano negra, oculta y manipuladora, mover a su antojo los hilos de las vidas de aquellos pobres y miserables sujetos atrapados, víctimas de sus artimañas.

Acudieron a su mente imágenes de la postura representada por Alfonso Newton cada vez que lo vio entrar a la universidad, vestido con caros trajes, finas camisas, hermosas corbatas y lustrosos zapatos de cuero de cocodrilo. Lo imaginó avanzar por las calles de la ciudad en el habitáculo de su flamante vehículo, igual de elegante que el interior de un salón. Sintió una mezcla de admiración y resentimiento, mientras luchó contra su torpe obsesión por descubrirle defectos que desaprobaran la manera de conseguir su éxito.

Pero no encontró en su comportamiento más que una admirable osadía, un temperamento a toda prueba y la porfiada perseverancia, presentes en todos sus logros, y tuvo que reconocer en él la existencia de condiciones que le permitieron llegar a mover montañas, hasta conseguir que el mundo rodara a sus pies.
Continuó en su estómago esa incómoda sensación de vacío y aceptó de una vez por todas que la idea de trabajar a su lado era extremadamente tentadora.

Reconciliado consigo mismo y con la posibilidad de alcanzar una realización personal adosada al dinero, reconoció en Alfonso Newton su gran capacidad de acción para poner en marcha todo lo que discurriera, como si sus ideas fueran industrias y sus pensamientos obreros bajo un estricto control. En realidad, no era culpa de él que otros causaran estragos por abusar de sus descubrimientos y resultados, definitivamente buenos al aportar inmensos beneficios para la humanidad. En cada paso que dio por el mundo, supo sembrar buenas semillas. Ésa era su gran virtud: todo lo tocado por él cobraba vida, buena vida. Y en ese momento, tal vez lo estuviera tocando, con sus ojos encima...
“¿O no?” Se preguntó de pronto, al percibir que tal vez la suya fuera una impresión equívoca respecto de aquellos acercamientos para indagar por sus intereses personales y profesionales. Una interrogante esperanzadora acudió a su mente: “¿Tendrá intención de incluirme en sus planes?”

Rendido, se tiró sobre la cama, cerró los ojos y dejó que lo invadiera una luz amarilla a la que se sucedieron incontables imágenes luminosas que pronto se apagaron. Su respiración se distanció y calmado comparó su mente con un jardín lleno de malezas, que parecía imposible de ser rescatado. Se vio, picota en mano, esforzado en transformarlo en un lugar limpio y hermoso. Desmalezó porfiadamente, pero desde sus raíces ocultas volvieron a crecer ramas que plagaron el terreno. Trabajó duro; sin embargo, cada vez que se detuvo a tomar aliento, observó que la suciedad era de nuevo casi la misma. Luego, las imágenes se hicieron borrosas y se sucedieron unas a otras tan rápido que no alcanzó a comprenderlas en toda su dimensión. De pronto, se detuvieron en un bellísimo lugar, con árboles y animales que no pudo reconocer. Entre el espeso follaje y el azulado cielo, divisó hermosas aves de diversos colores. Sus picos emitían suaves y melódicas notas musicales, apenas perceptibles, junto al sonido proveniente de un cristalino arroyo que serpenteaba a lo largo del paisaje. Se observó desnudo y tomada de su mano distinguió una estilizada figura, también sin ropa, y pensó en María. Una resplandeciente luz blanca bañó su cara, sin permitirle reconocerla. El resplandor aumentó en intensidad, la cubrió por completo, y la visión se alejó hasta quedar en nada.

Sorprendido, se despabiló y fue al refrigerador a buscar algo para comer, impresionado por la velocidad con que corriera la tarde: era ya de noche. Observó el parque y se alegró de la hermosa vista, que iluminada como una feria de atracciones, tenía un encanto especial, a pesar del molesto ruido hecho por los automóviles y buses, al que nunca logró acostumbrarse. “Es un buen ejemplo de costo-beneficio”, pensó con humor.
De regreso en el dormitorio, se acostó e hizo un gran esfuerzo por conciliar el sueño, pero sin éxito: los pensamientos se dejaron caer, incluso, con más fuerza que durante la tarde. Trató de relajarse, pero en vano, sin poder frenar la velocidad con que su cerebro producía, una tras otra, imágenes convertidas de inmediato en pensamientos cargados de emociones sin dirección y en absoluto desorden. Su vista se detuvo en el rincón formado entre el techo y los muros. Observó una araña con largas patas procedentes de un minúsculo cuerpo, que se descolgó confiada por el hilo de su tela, como si estuviera sola en aquel lugar, lo que hasta cierto punto resultó cierto, pues su interés en ella no superó esos escasos segundos. Tampoco le importó lo que pudiera ocurrir a su alrededor. Fijó la mirada mucho más allá: en María otra vez, y junto con tomar conciencia de la obsesión despertada por ella y la inquietud de haber iniciado un proceso de enamoramiento, se durmió.
Le pareció un cerrar y abrir de ojos cuando el sol naciente sobre los cerros del oriente lo despertó, inundado el cuarto con los primeros rayos.

Transcurrió un largo rato hasta decidirse a girar sus flojas piernas y enderezar el cuerpo. Sintió su propio peso aplastarle y embutió los pies en las zapatillas. Aún en el borde de la cama, admiró el pálido color amarillo despedido por el amanecer, descolgarse en un maravilloso naranja reflejado en las hojas otoñales de los grandes árboles, que estoicos, se convirtieron en depositarios de todas sus emociones, las que en silencio salieron por la ventana para mezclarse con tan hermoso panorama, mientras los apurados transeúntes iban y venían, sin darse el tiempo de parar, aunque fuera por unos segundos, a mirar y sentir.

Hizo un rápido repaso: el señor Newton, inquieto por aquel extraño interés que demostrara de manera tan particular en él; la dulce María: su tierna cara, el estilizado cuello, sus delicados hombros y los redondos pechos bajo la blusa semi transparente con que la recordó sentada en primera fila; el cariño demostrado por sus leales alumnos; el rostro encendido del viejo rector, insistiendo en volver al régimen autoritario del cual costara tanto esfuerzo desprenderse. Se detuvo allí. Pensó que tal vez proponerlo para su reemplazo fuera el motivo del curioso acercamiento de Alfonso Newton, y la presentación de aquel osado proyecto, del todo fantástico, una manera de calarlo. Por unos instantes vio la escuela nítida en su mente, como en una foto a todo color, y empujado por un acto reflejo se paró. Arrastró torpe las piernas hasta el baño, esperanzado en que realmente fuera algo relacionado con investigación y negocios; entró en la tina, puso la cabeza bajo la ducha y descansó de la actividad cerebral que lo aturdía. Temió que su imaginación estuviera jugándole una mala pasada y sus expectativas respecto del señor Newton terminaran en una cruel frustración. Lo mismo pensó respecto a la joven María. Continuó bajo el chorro hasta sentir un cierto alivio. Hizo cuenta de haberse lavado el cerebro y una sensación agradable le corrió por el pelo, la cara y los hombros. En ese momento, percibió todo con claridad: ¡Era urgente cambiar su situación!

–Tal vez, definitivamente Alfonso Newton sea la clave para mí –comentó en voz alta, frente a los húmedos azulejos, que le devolvieron un eco apenas perceptible.


 

 

 


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