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Roberto Fuentes

 

Fragmento de la novela "Algo más que esto"

 

Un nuevo trabajo

–Me prestan un carretón –dijo papá.
Y luego siguió una de sus pausas interminables.
Mamá y yo, sin sacarle los ojos de encima y no entendiendo mucho de lo que hablaba, partimos nuestras respectivas papas y las masticamos lentamente. Apuro no teníamos, interés sí, y mucho.
Papá tomó un poco de sopa y la sorbeteó fuertemente. Me molesta que haga eso, pero sólo un poco. No sé, depende del ánimo, pero hay otras cosas de él que me enrabian de verdad. A veces uno anda de buena y hasta un muerto es lindo. Otras, las menos, por suerte, uno anda de mala y el cielo se ve muy oscuro, cualquier cosa molesta, incluso el sorbeteo. La tía Nena me enseñó, desde que yo era muy chico, que la sopa hay que dejarla caer en la boca y que solita se va hacia dentro. No hay para qué hacer ruido, decía ella mientras respingaba la nariz. Luego buscaba con la mirada a su hermana y volvía a poner atención en mí. A papá no lo miraba, ni él tampoco a ella.
–Me lo pasan mañana, pero empiezo a trabajar después de Año Nuevo –dijo papá, y se empinó otro poco de sopa.
Ahora el sonido fue mucho más fuerte. Eso quería decir que estaba contento. Y si estaba contento significaba que había plata de por medio. Por lo que, aún no teniendo idea de qué se trataba el famoso trabajo, también me alegré. Mamá entendía menos que yo.
–¿Y el carretón, para qué? –dijo mamá.
A veces mamá hace ese tipo de preguntas. Conociendo a papá, es mejor callarse algunas cosas.
–Cómo que para qué –dijo papá un poco enojado o sorprendido tal vez.
Me comí la mitad de la papa que quedaba en el plato. Después debería haber seguido con el zapallo; y el pollo, acompañado con un poco de la ensalada de tomates que estaba esperándome en el centro de la mesa, lo debí haber devorado al último. Lo más rico siempre lo dejo al final, por eso la sopa me la tomo de una, apenas me sirven el plato. A veces me he quemado y duele. La lengua queda delicada y llena de puntitos blancos.
–Polo, es que no te entiendo –dijo mamá, y entre triste y enojada siguió comiendo con la cabeza gacha.
A papá todo el mundo le dice Polo. Es lógico, su nombre es Leopoldo. No hay grande en la población que no me diga Polo Chico. Odio que hagan eso. Por fortuna, mis amigos me llaman por mi nombre: Betto.
–Irene, tranquila, va a trabajar en la feria –dijo mi abuela–. ¿Cierto, Polo?
Mi abuela es vieja, pero inteligente. Para serlo no hay que saber leer ni resolver mil ejercicios de matemáticas. Basta con escuchar bien, y en eso ella se destaca. Ese día nos iluminó a mamá y a mí. Es típico de ella, lo hace durante el almuerzo, en las onces y cada vez que comemos: permanece callada, se concentra en la comida, y cuando habla lo hace bien, de corrido, como en una canción. Y no dice tonteras.
Era refácil adivinar, pero no se me había ocurrido:

Un carretón + trabajo = trabajar en la feria

Qué otra cosa podía ser. Papá movió la cabeza de arriba para abajo una vez y fue suficiente.
–¿En la feria? –dijo mamá, luego suspiró largo–. Por lo menos dejarás los “negocios”.
Todos al mismo tiempo me echaron una ojeada y se quedaron en silencio. Yo seguí comiendo como si nada. Nunca he entendido muy bien eso de los “negocios” de papá.
–Es un trabajo como cualquier otro –dijo por fin mi abuela.
Opino lo mismo. Pero esa vez, un día después de Navidad, sentado en la mesa y con puras ganas de terminar luego de almorzar para ir al pasaje a jugar con mi pelota nueva de cuero, sentí vergüenza. Me imaginé a esos viejos guatones y despeinados, que llegan a estar azules de puro negros que son de piel, debido a que trabajan al sol, gritando “caserita, caserita, le estamos regalando los limones, son puro juguito, ni pepas tienen, y los zapallitos, ricos, alimenticios, y más encima engordan las piernas”.
–Está mala la cosa afuera –dijo papá, y milagrosamente paró de comer.
Algo que jamás hace, aunque se esté atorando.
Papá llevaba como dos meses sin pega. Lo habían despedido de la fábrica de plásticos. Reducción de personal, le explicó a mamá frunciendo la boca mientras decía esas palabras. Papá siempre hace ese gesto con la boca y después sonríe cuando dice cosas fuera de lo común como “buenas noches queridos auditores”, “el equipo copero” o “interés bancario”. Yo lo imitaba y sonreía también al decir una palabra complicada. Ya no lo hago, no quiero imitarlo más, estoy grande para eso. Mamá ya ni se fija en esos gestos de papá, y la tía Nena lo encuentra picante.
–Me aburrí de hacer pololos –dijo papá.
–Nos irá mejor –dijo mamá con un hilo de voz, como rogando.
–Se gana plata en la feria –dijo mi abuela.
Me alegré. Ella no miente. A lo mejor ahora me compran los jeans Levis que había visto en una tienda de Ahumada, pensé.
–Yo te puedo ayudar –le dije a papá, y me arrepentí enseguida.
Sólo me gusta jugar, a cualquier cosa, aunque sea solo. También me gusta leer, pero tengo pocos libros y a las personas que tienen hartos no les gusta mucho prestarlos. El Jorge Grande, canuto fanático de la Biblia y de los libros con hojas amarillas, es así. Tengo que rogarle una semana entera para que me pase uno de ésos que ni se entienden. Español antiguo, dice el muy breva. Pero a veces se equivoca, como cuando me prestó La Ciudad de los Césares. Me entretuve harto. El autor es de apellido Rojas y es chileno; no recuerdo más de él. Y si no juego ni leo, me gusta hacer nada. Nada de nada. Tirado en la cama miro las arañas en los rincones o las nubes que pasan por el pedazo de cielo que se ve a través de la ventana. He visto cosas muy chistosas. Una vez vi una nube que parecía un conejo, con orejas y rabo incluido. Lo juro.
Papá sonrió, enredó mi pelo con la mano y me dolió. No se habló más del tema durante el almuerzo. Habría sido un silencio total a no ser por un flato que se le escapó a mi abuela y que provocó muchas risas. Ella fue la que más se rió. Me comí un plátano de postre y me fui a tirar un flato también al baño. El de mi abuela sonó mejor.
Al volver a la mesa no encontré a nadie. Mamá lavaba los platos en la cocina, papá seguramente había salido a la calle a fumarse un cigarro esperando encontrarse con alguno de sus yuntas, y mi abuela, tirada en su cama, dormía una siesta. Le tapé los pies con una frazada. Era verano y hacía calor, pero los pies se enfrían igual y a mi abuela, que ya tiene casi cien años y achaques por montones, hay que cuidarla. Su pieza queda arriba, igual que la de mis papás. Es chiquitita, con suerte cabe una cama y un velador, y queda separada del living por una cortina de colores chillones. Me acerqué a la ventana; debajo del nogal no había nadie y ninguno de mis amigos andaba por el pasaje. Fui a la cocina de puro aburrido y de puro aburrido también tomé un paño y empecé a secar los platos que mamá dejaba a un lado.
–¿No va a ir a jugar con su pelota nueva al pasaje?
Mamá me trata casi siempre de usted y yo a ella también. Si lo pienso mucho, es raro.
–Hace mucho calor, mejor bajo después, con la fresca –dije, y un plato se me soltó de las manos. Suerte que no se quebró.
Mi abuela rezongó. Fui a verla y seguía durmiendo. Vi la placa dental metida en un vaso de agua sobre el velador y me dio asco. No sé por qué. No era la primera vez que la miraba, pero con el agua se veía como más grande y las encías postizas tomaban un color más blanco, un rosado pálido. ¿Existe ese color?
Mamá ya tenía las cosas guardadas cuando volví a la cocina.
–La feria –me dijo secándose las manos en el delantal–, nunca pensé que tu papá trabajaría ahí. ¿Y tú, Bettito?
A veces, cuando está enojada o triste, mamá me tutea. Yo jamás.
Sí lo había pensado, más de una vez, ya que papá ha tenido hartos amigos feriantes. Pero esa vez le vi una cara de pena a mamá que se me hizo un chichón entre el pecho y la garganta y no fui capaz de decirle la verdad. Además, mamá arrugó el delantal y lo tiró sobre el mueble de cocina. Ella no hace eso: primero lo sacude, luego lo dobla lentamente y lo guarda dentro de un cajón. Algo le molestaba, más bien le apenaba, y eso es peor. Prefiero mil veces verla enojada que triste.
–No, pero no tiene nada de malo, ¿cierto? –le dije.
–No, nada. Es un trabajo honrado –dijo, y me quedé pensando en lo de “honrado”. Me pareció raro que dijera eso. Todos los trabajos son honrados–. Voy a dormir un rato si es que el calor me deja –agregó.
Se metió a la pieza y yo caminé a la ventana.
–¡Betto! –gritó el Willi desde el pasaje.
Mis amigos no saben lo que es tocar la puerta. Timbre nadie tiene por aquí, pero gritar es lo último que yo haría. La tía Nena me enseñó que es picante andar gritoneando a la gente. Mi abuela volvió a rezongar. Bajé con la pelota en las manos y al abrir la puerta de la calle vi al Willi que se estaba preparando para el segundo grito. Tenía las manos en la boca, como un megáfono.
–Cállate –le dije, y le tiré la pelota. Le llegó en plena cabeza.
Noté que Ingrid me estaba mirando desde su ventana y me dio un poco de vergüenza.
–Conversemos un rato antes de chutear –dije.
El Willi se encogió de hombros.
Así se podría decir que empezaron mis vacaciones.

Sábado dieciséis de marzo del ochenta y cinco

Eres igual a todos, me dijo ayer la Bustamante ayer. Hoy escribí harto, pero aún no puedo sacarme de la cabeza aquella oración. Igual a todos, dijo. Ojalá, aunque sea a veces, fuese cierto. Ojalá pudiera escalar los árboles como mis amigos o vestirme tan bien como mis compañeros del liceo. Ojalá pudiera conversar con las niñas como lo hace el Vilches o hacer tantas flexiones de brazos como el Andrade. Ojalá pudiera comprar muchas cosas en el quiosco del liceo como el guatón González o, por último, tirarme los flatos tan espectaculares como lo hace el Nino. ¿Para qué soy bueno? Para escribir. Qué inútil. Nadie me ve haciéndolo y nadie tampoco me lee; sólo mi profe y nada más porque está obligado a hacerlo.
Creo que para Ingrid no soy igual a todos. ¿Estará bien la perrita? ¿Se llevará bien con el gatito? Parece que la escucho desde el pasaje.
Miré por la ventana y no estaba. La voz era de la Vanesa que conversaba con el Juanito. Esos dos se gustan, pero ambos son cortos, como yo. Otro ya la habría llevado a lo oscuro.
No soy igual a todos. Sólo me parezco a los más tontos. Y eso, duele.

Martes diecinueve de marzo del ochenta y cinco

Todavía no sale el sol. Qué lata.
Hace tiempo que no me pasaba.
Anoche pensé que no estaba durmiendo, pero sí estaba. Es muy raro. Trataba de moverme y no podía. Tenía el cuerpo dormido. La mente, no. Así debe ser cuando uno muere. Sentí miedo, y el miedo me dejó más quieto y más despierto. Los ojos los tenía cerrados, pero podía ver la pieza, mi pelota tirada al lado, la luz del poste entrando por la ventana y al tío roncando como león. Logré mover un dedo del pie derecho, creo que el gordo. Era un avance y sentí alivio. En otros ataques (no se me ocurre otra forma de llamarlos) al principio lograba mover un dedo de la mano, la nariz o levemente un hombro. Un dedo del pie, nunca. Es muy rara la sensación. Es como que si evitara luchar, si me entregara al sueño, flotaría sobre la cama. Y la flotación es como salirse del cuerpo. Y salirse del cuerpo es como morir. Un par de veces hasta me vi acostado. Desesperado, traté de volver. Moví varias veces el dedo gordo. Quería gritar, meter bulla, para que el tío me zamarreara y me retara por el escándalo. Me estaba ahogando. Así pasé un buen rato. Siempre es igual. Desperté transpirado entero y muy agitado. No quería dormir más. Podía repetirse todo. Y ahí empiezo a pensar, a pensar que no debo dormirme, y la imagen del abismo aparece. Odio las alturas, pero ahí estoy, en la cima de una montaña que es tan alta que no se ve nada hacia abajo: sólo nubes. Y algo me tira hacia abajo, como un imán. Me agacho lentamente y me siento en la cima, cierro los ojos y vuelvo a mi pieza, a mi cama, a mi cansancio tremendo; y trato de pensar otra cosa, pero vuelvo al abismo y al frío. Ya no veo la montaña, ya no veo las nubes, estoy dentro de ellas, cayendo. Y grito.

 

 

 

 

 


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