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Luis Alberto Acuña

 

EL "CAUPE"

Divertido. Hay mucha gente así. Son verdaderos prototipos. Yo sé de uno de ese calibre, pero con un final distinto. Le decían "el Caupe". Llegó ya a la oficina con ese apelativo.

La historia es novedosa... y cruel. Yo no sé de los comienzos de ella, pero fui un testigo del desenlace, y se me quedó grabado. Era un "cabro" entonces...

Cuando llegué a Alianza -una oficina salitrera ni peor ni mejor que las otras- el Caupe hacía mucho tiempo que estaba ahí. Yo creo que era un buen hombre, es decir, lo creo ahora.

Sin ser joven -seguramente bordeaba los cincuenta-, aún mantenía un corpachón atlético. Y, aunque le blanquearan las sienes, los grandes mostachos negreaban la cara expresiva.

Dicen que de muchacho, y mucho después, no había mujer que se le resistiera. Que había sido buenmozo, fuerte como un toro y pendenciero. Imagínense la de maridos engañados, novios que se quedaron esperando y falsos donjuanes con más falsas esperanzas.

Claro que eso había sido antes. Ahora los hombres seguían respetando sus puños y su cuchillo, y las mujeres su antigua fama donjuanesca. Pero ya no se volvían locas por él como antaño. Eso sí, conservaba tres admiradoras de siempre.

Dicen también que se había sosegado, y que hacía tiempo no compartía su vida nada más que con una. Con las otras mantenía una relación externa y afectada, para no desmerecer su reputación.

En suma, era un simple amigo y camarada ostentoso de las mujeres que aún lo querían. Seguramente Clarisa sabía de esto y no lo celaba. Le permitía, sonriente, que la leyenda siguiera adornando su estampa de varón.

Y ¡harto hombre que era! Una fiera para trabajar -recuerden que era barretero, ¿o no se los había dicho?-, una bestia para beber y un lince para el corvo. Muchas veces trataron de que se emborrachara, para pillarlo "terciado" y coserlo a tajos, aquellos que no le perdonaran antiguos lances. Nunca consiguieron eso: los dejaba a todos dormidos. Y cuando, creyéndole borracho, lo incitaban a la pelea, se la podía con dos o tres a un tiempo. Por eso le tenían miedo y respeto.

Ni se arqueaba con los sacos a la espalda. Lo único que le dolía era no saber leer: constituía su punto débil. Como en esto se sentía inferior a otros, muy pronto se iba de las reuniones en que las lecturas salían a luz.

El Caupe estaba tranquilo desde mucho tiempo atrás cuando yo llegué. No hacía nada y nadie lo molestaba. Pero no alcancé a enterarme de la fama siquiera cuando sucedió el hecho. A lo mejor la mujer le gustaba; puede que sólo quisiera demostrar que era el mismo de siempre, o quizás alguien lo había desafiado. Lo cierto es que violó a la Consuelo. La arrastró fuera del campamento, a la pampa, y la violó brutalmente, mientras el novio mordía su impaciencia, porque ella no regresaba de las compras en la pulpería.

La Consuelo era una chiquilla linda, que tenía vueltos locos a todos los jóvenes, incluso a mí, pero a nadie le daba lado. Se corrían muchos rumores, hasta de que era lesbiana. El padre y la mamá aclararon que tenía un novio en Iquique y le era fiel. Cuando él llegó se desvanecieron las dudas.

Los jóvenes quedaron defraudados, y los padres y Consuelo muy contentos. Pero en eso pasó lo del Caupe. Casi toda la oficina vio venir a la Consuelo temblorosa, con el vestido desgarrado y la cabeza gacha, inundada la cara por el llanto.

Nadie dijo nada, pero la gente poco menos que la escoltó hasta su casa. Y después vieron pasar al Caupe. Se balanceaba retador y omnipotente.

Por supuesto, no hubo denuncia a los carabineros. Todos quedamos expectantes de la reacción de los afectados. Hasta se cruzaron apuestas sobre quién dejaría a quién tirado en el suelo con las tripas al aire.

Y no pasó nada. El padre era demasiado viejo. El novio... no sé. Fue a ver al hechor a la cantina. Estaba pálido y tembloroso. El Caupe no le dejó hablar, lo remeció y lo obligó a sentarse en una silla a su lado, pasándole una copa. El muchacho quedó mucho rato con la cara casi encima de la mesa. Después se levantó y se fue, sin dirigirle la palabra a nadie.

Entonces el Caupe se irguió, paseó su mirada retadora a los presentes y tronó: "¿Quién quiere tomarse venganza por el jovencito?". Insistió, nos miró uno poruno y todos desviamos la vista, aunque más de alguien llevó su mano nerviosamente al cinto, pero tratando de que el Caupe no se diera cuenta del gesto.

Así conocí a ese hombre. Su fama revivió, las mujeres volvían a mirarlo en las calles y a suspirar cuando él pasaba... hasta que llegó Gaspar.

Yo no sé cómo se hizo preceder de una reputación más o menos parecida a la del Caupe. Ya hablábamos de él en el mesón y todavía no llegaba. Las mujeres lo temieron, los hombres lo dieron por hecho. Había llegado un rival: al Caupe se le acababa el turno.

El competidor era más joven, pendenciero como el otro y dispuesto a no respetar hembra alguna de la oficina. El choque era inevitable. Tenía que haber un duelo.

Todos hablaban de ese lance. Se lo dijeron a Gaspar, y éste sonreía burlón. Se lo insinuaron al Caupe y el hombre se ensombreció.

Sin embargo, a pesar de la expectación general, nada ocurrió el primer tiempo. El duelo se limitó a una borrachera colectiva en que todos rodamos por el suelo, menos los dos campeones. Ambos se marcharon juntos. Parece que en un mudo acuerdo de respetarse sus feudos.

Al cabo de un tiempo nos olvidamos algo del asunto. Gaspar tuvo muchas aventuras; se conquistó los mismos odios de su antecesor... y las mismas envidias. El Caupe se ensombrecía más y, como nunca, hacía ostentación de sus tres amigas.

Pero el lío fue cuando nos enteramos de la última pilatunada de Gaspar. La noticia corrió como un reguero de pólvora y casi no podíamos trabajar: el afuerino se había llevado a la mujer del Caupe. A la Clarisa.

Siendo un poco madura y Gaspar mucho más joven, algo pasaba allí. No creo que él se interesara demasiado. Tal vez quiso vencer al Caupe, humillarlo.

Al oscurecer fue el encuentro. Los dos contendores, con la cota enrollada en el brazo izquierdo y el cuchillo en la diestra. Formábamos todos un corro a la luz de la luna. Los primeros golpes demostraron que Gaspar era más diestro. Se movía, casi bailaba, cansando al Caupe. Por fin lo pilló malparado. ¿Y saben lo que hizo? No lo hirió, le quitó el cuchillo y le dio una pateadura feroz. Le dejó la cara como salchichón.

Así se acabó el reinado del Caupe. Desde entonces en adelante ya nadie le hizo caso. Nos reíamos en sus barbas; hasta le provocábamos... eso sí que con algún recelo.

Todo esto duró unas dos semanas. El hombre se moriría si no tomaba el desquite. Quizás Gaspar esperaba que el otro iba a aceptar sin más la derrota, dejándole el campo libre. Pero, de verle la cara al Caupe, sabíamos que no era así.

Los días pasaron en un ambiente electrizado. Había una inquietud de espera. Cuando llegó el reto todos respiramos con alivio, y comenzamos a aguardar que las horas transcurrieran. Había una agitación sorda en la oficina. Una especie de rumor colectivo entremezclado a silencio.

Al caer la noche los hombres comenzaron a salir del campamento en grupos, abandonando la huella para llegar al sitio del encuentro: era el mismo escenario de la otra vez. No se había elegido: se dio por sentado.

Como decía, los hombres fuimos llegando por grupos y nos sentamos en la árida tierra desnuda. Unos cuantos habían traído leña e hicieron una fogata.

Las mujeres se juntaban mientras tanto de a cuatro o cinco en las casas, también esperando nuevas. Las más estaban con Gaspar, pero si el Caupe triunfaba seguramente olvidarían al forastero.

Era ya noche cerrada cuando llegaron los contendores. Primero Gaspar, con cuatro hombres como escolta. A los pocos minutos, el Caupe. Vino solo; erguido, nervudo y serio.

El duelo era a muerte. No podía haber perdón. Yo daba por descontado que el forastero ganaría la pelea, pero al ver la estampa férrea del otro tuve mis dudas.

Todos quedarnos callados. Sólo se oía el chisporroteo de la fogata y el ruido de las tablas que echaban en ella para hacerla crecer.

Los contrincantes se desvistieron hasta la cintura y enrollaron sus cotas en el brazo izquierdo. Gaspar probó la hoja del corvo en los labios.

Era un círculo de hombres sentados en la tierra, no muy grande, pero lo suficientemente espacioso para que los contendores se movieran libremente.

Se enfrentaron, y, a la lumbre de la fogata, miré los ojos diabólicos del Caupe y los serenos y decididos del afuerino. Sentí un estremecimiento.

Comenzó la pelea. Los luchadores fueron cautos: se jugaban enteros. El Caupe no se tiraba a fondo como la otra vez: sabía de la velocidad de su contrincante y no quería cansarse. Los brazos describían a veces rápidos molinetes, y los hombres saltaban hacia atrás, protegiéndose de la hoja con las cotas enrolladas.

Todo duró, sin embargo, unos breves minutos. A pesar de la astucia, la pasión cegó al Caupe. Había Iogrado alcanzar a su adversario en el cuello con un corte no muy profundo, pero que dejaba manar la sangre, y esto provocó su entusiasmo. Creyó en un descuido del otro y se lanzó a fondo, descubriéndose. El afuerino era más listo: lo atajó casi en el aire con una feroz rebanada en la barriga.

Un murmullo se elevó de los espectadores: la batalla estaba decidida. Cada uno sabía que el tajo terminaba con el hombre. Lo vimos en la mueca de Gaspar y en el apretar de sus mandíbulas al asestar el cuchillazo. Lo adivinamos en los ojos sorprendidos del Caupe. El hombre se dobló, soltando el corvo y apretándose el vientre con ambas manos. Pero no cayó. Levantó la cara y miró espantado a su contrincante; veía venir sin duda las próximas puñaladas.

Gaspar lo contemplaba sereno y pálido. Después dio media vuelta y comenzó a andar con lentitud.

Nos fuimos poniendo de pie y unos cuantos lo siguieron. Estuve tentado también de irme tras él, pero me quedé a la expectativa para ver el final del Caupe.

Este seguía sin caer. Siempre con ambas manos sujetándose las tripas, comenzó a andar, tambaleante. Principiamos a rodearIo, y a marchar a su lado.

De repente alguien le hizo una zancadilla y el Caupe cayó. Entonces nos acercamos todos.

Unos procedieron a escupirlo, otros lo patearon. Incluso, un hombre le dio un puntazo en las costillas con la hoja de su corvo.

Y hasta yo lo golpeé: Era muy "cabro" entonces.

El Caupe quedó boca abajo, sangrando, sin quejarse. Yo lo di vuelta para que se muriera con la cara a la luna.

Dicen que Gaspar, esa misma noche se fue a la oficina Iris. Nosotros nos devolvimos, en grupos muy pequeños, para ir a contar al campamento el final del asunto.

Así acabó el tipo. Deben de quedar todavía muchos de esa laya.

Por muchos años me había olvidado completamente de la historia, hasta que ayer vi a un hombronazo con su físico. Era igualito, fíjense.

Por eso me acordé del Caupe.

 

 

 


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