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ORESTE PLATH, UNA PERMANENTE PRESENCIA


Presentación en la Sesión Extraordinaria en Homenaje a Oreste Plath, realizado por la Academia Chilena de la Lengua, el día 22 de julio de 2002, en Almirante Montt 454.
Con motivo de cumplir seis años de fallecido el día 24 de julio.


¿Qué decir de Oreste Plath cuando lo que a él respecta parece haber conocido palabras de aprecio verdaderamente sentidas en muchas oportunidades? Como otros, como tantos otros, me nutrí de su frecuencia amical, de sus actos generosos, de sus amenos recuerdos. Y de todo aquéllo fui favorecido de su afecto.
Oreste Plath fue una persona de carisma que, con escasas excepciones adversas, le fue y es reconocido el mérito de una obra en que puso oído y admiración para aquilatar las expresiones del genuino pueblo chileno. Eso se le conoció y se le valora sin titubeos. También se sabe del entusiasmo con que participara en fundaciones culturales, el Teatro Experimental de la Universidad de Chile, en 1941, la Agrupación Amigos del Libro, en 1976, por ejemplo, y en direcciones de instituciones de la misma índole: Museo de Arte Popular, cátedra de antropología social en el Servicio Nacional de Salud. Animador, por excelencia, cuántos viajes, agasajos y comidas recibieron de él ese impulso necesario en que granaba la intención de confraternizar. De seguro a nadie se le ocultan sus dichos, sus bromas, esa mezcla de caballerosidad y picardía con que festejaba la presencia femenina.


Pero Oreste Plath era también otro. Acaso la circunstancia de estar muy próximo a él me convirtió en testigo privilegiado y, a veces, en confidente de sus facetas postergadas a la mirada social. La primera vez que me contó de su familia, al recordar a su madre, prorrumpió en sollozos. Era-me dijo-una mujer que "lloraba con un ojo y con el otro reía". Ya en sus postrimerías, volvió a recordar una vez y otra el amor recibido de ella. "Mi madre ha sido mi animita", solía decir. "Cada vez que la vida me ha golpeado, la invoqué y la invoco con fervor".


Recuerdo cuando a don Roque Esteban Scarpa le confirieron el Premio Nacional de Literatura, en 1980, la emoción de nuestro amigo Oreste fue visible. Poco tiempo después quiso se celebrara una misa para agradecer a las madres de ambos, pero el numeroso vivir postergó indefinidamente su intención.


Por serle tan entrañable la presencia de su madre, mientras la lenta agonía no dejaba de angustiarle, le manifesté lo pertinente de invocar a doña Haydeé para que así el tránsito del hijo menesteroso, conociera de compañía tierna y familiar. Entonces le recomendé siguiera en silencio las plegarias y rogativas que haría en su nombre. En tanto llamaba yo con insistencia a su madre, se le fue serenando la inquietud hasta olvidarse de otro respiro.


A Oreste Plath le horrorizaban componendas y rastreros procedimientos. Dijérase que le ofendía la conducta calculadora y aviesa. Irascible, no podía soportar la grandilocuencia ni el enredo mental expuesto con diligente ínfula. Temía ser objeto de reconocimiento a punta de banderines y de galvanos; en cambio aceptaba bromas a propósito de algún episodio que le tuviera de primer actor. Cuando fue nombrado hijo ilustre de la comuna de El Bosque, varios le confiamos el temor de que lo hubiera sido de Putaendo. Desde luego, celebraba esos dichos.


Retenía chistes para, luego, contarlos a su modo, incluyendo mímicas y alterando la voz para mayor eficacia interpretativa de los diálogos. Sin embargo, su buen humor afloraba, especialmente, en las caracterizaciones de los demás y en el juego de palabras a que era aficionado. En alguna época coincidieron enfermedades de varios académicos, en tanto a otros alcanzaba dilatada edad. Oreste percibió la circunstancia y espetó: "En la Academia, los que no están en coma, están en cama"

.
Me confidenció de sus amores así como de vicisitudes y de personalidades extrañas. En todo trasuntaba naturalidad y aceptación como quien había hecho un pacto amistoso con la realidad. De espíritu positivo, para él vivir tenía sentido en la suma y concordia de tres aspectos: el trabajo que le hacía conocer, estudiar y viajar; la amistad que le llevaba a compartir jornadas y proyectos; y el amor que le entusiasmaba los días más allá de todas las razones.


Dos veces fue sorprendido por la viudez, y en otras debió alejarse para sobrevivir al desamor. Siempre agradeció a Luis Enrique Délano la invitación que éste le hiciera a la salida del cementerio, luego de las exequias de su primera esposa. Vivió en casa del mencionado escritor durante un año, aproximadamente. A principios de marzo de 1986, cuando falleció Pepita Turina, estuvimos una calurosa tarde en el velatorio con Oreste, Isabel Velasco, Jaime Barrientos y yo. Luego, tajeamos la densidad de la estupefacción apurando algunas tazas de café en un local de Recoleta. Oreste conversaba y, por momentos, su razón aceptaba la realidad. Tiempo después, sintetizó su impotencia al decirme: " Cuando conocí a Pepita, era tan bonita. Pero años después tuvo esa desgracia del tumor auditivo y quedó disminuida. Le alenté en sus nuevas publicaciones, viajamos, traté de acompañarla, pero nada de eso bastó".


Fue constante su entusiasmo por las mujeres. Solía repetir que un buen enamorado "debe saber atender y también tender a la persona amada". En sus últimos días me pidió le ayudara en la corrección de una página de presentación para una muestra pictórica de un antiguo amor porteño. Esa persona fue quien-antaño-le había regalado un reloj con un mensaje grabado: "Todas mis horas son tuyas", pero cuando dejaron de pertenecerle, devolvió el obsequio y emigró al Perú.


Los recuerdos no cesan. En las ocasiones cuando lo invité al colegio en donde me desempañaba de profesor, su visita fue, invariablemente, un éxito. Su espontaneidad y vivísima memoria acercaban los temas al auditorio con natural regocijo. Cierta audacia de buena picaresca sazonaba el tiempo de exposición. La hora podía excederse sin temer distracción o indiferencia del público. Otro tanto puede afirmarse de los encuentros en el "Miraflores", donde llegábamos a comer después de escuchar algún "¿Quién es quién?" en el Museo Vicuña Mackenna, esa serie de autopresentaciones de escritores que él creara en la Agrupación Amigos del Libro. ¡Cuántas veladas y cuántos comensales! ¡Cuántos rostros alcanzados por la injuria del tiempo! ¿Qué se ficieron? En otras ocasiones, fuimos al Club peruano, donde una vez olvidó aprehensiones y bailó con entusiasmo. Por lo general, no era adicto al baile, por eso inventó una disculpa ante la posible insistencia de alguien que quisiese verlo en las pistas, "perdone-diría en tal caso--, pero se me destornilla mi pierna ortopédica".


Viajé con él a Linares, a Viña del Mar y al pueblo de Andacollo, espléndidas ocasiones de escucharle y de reír. Me agasajó muchas veces. En no pocas ocasiones visitamos con mi familia su departamento de Av. Santa María, después de las tertulias en el Cámara de Chile, fundado y dirigido por ese entusiasta y quijotesco director de coros que fuera Mario Baeza. Nuestro anfitrión del departamento Nº 13 ofrecía té inglés y galletas con mermelada. Si alguien, especialmente mujer, insinuaba un gesto de ayuda, Oreste vetaba sin más dicha iniciativa, aduciendo que "usted no conoce los dentros de la casa", o bien, "no quiero quedarme sin vajilla". Y no menos risueño, agregaba: "Soledad se encargará de todo".


Pero en esto de celebrar a otros era insuperable. Conociendo de la enfermedad que aquejaba a Pablo Garrido, se propuso acompañarlo en la que a la postre fue la última Navidad del músico. Para ello no sólo aportó con la cena, sino que ambientó el lugar con aditamentos festivos.


No exige forzosidad calificar positivamente a este hombre de mano generosa. Le dolía, hay que decirlo, la indiferencia o el gesto cicatero. Pero siempre le ganaba esa esperanza y confianza que alienta el dar, el darse. En sus comentarios festivos tanto como en el gradual crecimiento de sus investigaciones, ya en la tertulia, ya en su caminar, habitaba una persona inconfundible.


Como es sabido, la Academia Chilena de la Lengua le contó entre sus miembros de número, y, reconocida del especial aporte de Oreste Plath en la comisión de lexicografía, amén de la inmensa obra de chilenidad que se le debe, realizada durante más de sesenta años, unió a la Universidad de Talca el deseo de ponderar su memoria a través de un libro que mantuviera el mismo espíritu servicial que, para los suyos, quiso nuestro amigo. Me fue encargada tarea de editor y, junto a Karen Müller Turina, su laboriosa e incansable hija, invitamos a participar a diversas personas que, en su honor, entregaron valiosas investigaciones. La Universidad de Talca realizó un espléndido trabajo editorial del volumen Homenaje a Oreste Plath: una vida dedicada a Chile, el que presentamos el año pasado en la feria del libro de Talca y en la feria internacional del libro de Santiago.


Ese libro, la reunión de hoy y la fiel memoria de muchos confirman que Oreste Plath sigue siendo alguien, una persona que, ante todo, se la quiere, pero se la quiere con sonrisa, con gratitud, con proximidad de abrazo. Vaya usted a saber si fue únicamente César Octavio Müller Leiva, el viejo Müller--como él mismo decía--, quien se desprendió de este mundo hace seis años; en tanto Oreste Plath, nacido apenas en 1929, anda por ahí, conversando con don Tránsito y con la señora Leontina, muy próximo ya a publicar los frutos de otra de sus pesquisas, o tal vez, por estos días, nos espere en alguna de sus "picadas" para contarnos que está feliz junto a su madre, porque desde el 24 de julio de 1996, ella puede reír con los dos ojos.


Juan Antonio Massone del Campo


Vea espacio de la red del investigador chileno
Oreste Plath (1907-1996)
y una selección de su trabajo
como recopilador de nuestras tradiciones
http://www.uchile.cl/cultura/oplath

 


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