ANTONIO SKÁRMETA NACIÓ
el 7 de noviembre de 1940 en Antofagasta, al norte
de Chile. Actualmente se desempeña como Embajador
de Chile en Alemania. Estudió Filosofía
y Literatura en la Universidad de Chile y se graduó
en Columbia University, en Nueva York, con una tesis
sobre la novelística de Julio Cortázar.
En 1967, publicó su primer libro de cuentos,
El entusiasmo, y en 1969 obtuvo el premio Casa de
las Américas con el volumen de relatos Desnudo
en el tejado.
Ha sido profesor de Lenguas y Literaturas Romances
en Washington University, Saint Louis, Missouri, enseñando
Literatura Hispanoamericana.
Obras
El entusiasmo (cuentos, 1967)
Desnudo en el tejado (Premio Casa de las Américas,
1969)
Tiro libre (cuentos, 1973) La composición (cuentos,
1998)
El ciclista del San Cristóbal (antología
de cuentos, 1973)
Novios y solitarios (antología de cuentos,
1975)
No pasó nada (noveleta, 1980)
La insurrección (novela, 1980)
Uno a uno. Cuentos completos (1995)
La boda del poeta (novela, 1999)
La chica del trombón (novela, 2001)
TELEFONIA CELULAR
Los días de
pago, Pedro Pablo Salcedo apartaba de su sueldo dos
billetes azules y almorzaba en el mismo restaurant
que sus patrones. Allí se ofrecía un
"menú ejecutivo", expresión
que le causaba melancolía, pues como contador
de la editorial lo único que "ejecutaba"
eran órdenes de sus superiores: básicamente
atrasar lo inhumanamente posible los pagos a los acreedores.
Doce veces al año se daba el placer de inaugurar
ese almuerzo con el tequila de un "Margarita
Jumbo" y de redondearlo con un cognac "Remy
Martin". El trayecto entre ambos licores lo cubría
mediante una botella de vino tinto cuya marca variaba
de menos a más. En diciembre había puesto
el colofón gastronómico del año
pagando por un "Don Melchor", el mosto más
caro que ofrecía la plaza.
Estos almuerzos finales lo reconciliaban con las asperezas
de su trabajo y con esos sueños de grandeza
inhibidos o secretos que larvados asomaban en sus
ojos en chispas de envidia o resentimiento. Para su
mala suerte, justo en lo que debiera haber sido su
plácido balance mensual con el mundo y sus
frustraciones, un episodio que se desarrollaba en
la mesa vecina consiguió desestabilizarlo.
Una bella mujer se había inclinado sobre el
mantel e intentaba con elocuencia convencer de algo
al hombre que la oía mirando hacia la puerta
del local con desesperada paciencia. El énfasis
en sus manos pálidas, acentuadas por dos anillos
con diamantes, la hacía intensamente expresiva,
y desde su esquina Salcedo no lograba apartar la vista
de aquellos desprejuiciados muslos a los que el fervor
de su discurso y la escueta minifalda de cuero le
habían dado una excitante plenitud.
De pronto sonó el teléfono celular junto
a la panera de la pareja y el hombre de pelo rubio,
visiblemente aliviado por esa interrupción,
atendió raudo la llamada. La hermosa mujer
miró al artefacto encendida por la cólera
y echando hacia atrás la silla con violencia
derramó la servilleta sobre los camarones ecuatorianos
recién servidos y abandonó el restaurant
haciendo tintinear las llaves del auto. El hombre
interrumpió la charla telefónica, puso
el celular sobre una silla, alargó dos billetes
de diez mil sobre el mantel, y corrió tras
ella.
Acariciándose un pómulo, Salcedo deseó
haber sido actor de un drama como ése, un arrebato
de pasión y celos que animara su vida, la voz
de una amante próxima a sus lóbulos
conminándolo a decisiones, la suave trama de
aroma emanantes de esas mujeres que resbalaban a toda
página en las satinadas revistas que leía
en peluquerías o consultorios.
Mientras la sorprendida camarera despejaba la mesa
de los amantes fugaces, terminó de servirse
las papayas en almíbar y puso su atención
en el celular abandonado sobre la silla. Cuando la
sirvienta levantó el mantel y fue a la cocina,
seguro ya de que no había advertido el artefacto,
se animó a filtrarlo en un bolsillo de su chaqueta.
Al término de otra semana irrelevante, por
fin había ocurrido una aventura.
En la oficina extrajo el teléfono del saco,
se aflojó la corbata, y limpiándose
las manos en los pantalones como si quisiera borrar
las huelas de un delito, detuvo la vista sobre la
abrumadora cantidad de boletas con que los oficinistas
querían hacerse pagar gastos privados como
actos de servicio a la compañía. Él
hubiera preferido mil veces haber usado todos esos
dineros en vez de ser el acucioso árbitro de
lo legítimo, lo fronterizo y lo inaceptable.
Convencido de que los rangos dentro de la empresa
eran más bien cosa del azar que de los talentos
individuales, se propuso vagamente no permitir que
toda su personalidad se agotara en la función
que desempeñaba. Junto entonces la puerta se
abrió y una ráfaga de aire produjo una
sensación de hielo sobre su cuello húmedo.
Era su jefe, quien procedió a tirarle informalmente
un talonario de cheques sobre el escritorio.
-¿Almorzó bien, Salcedo?
-Sí, señor Mackenna -dijo, poniéndose
de pie.
-¿Con postre y todo?
-Papayas, señor.
-Haga cheques sólo para los casos más
urgentes. Los otros trate de aplazarlos cuanto pueda.
-Sí, señor.
La atención del hombre fue capturada por el
celular sobre la mesa. Avanzó con autoridad,
lo levantó en una mano y lo mantuvo a cierta
altura balanceándolo para sentirle el peso.
-Es el modelo más liviano que ha salido -comentó.
-No lo sabía, señor.
-Y el más caro. Es usted todo un ejecutivo,
hombre.
Salcedo se sintió simultáneamente confundido
y halagado. Trajo a sus labios una sonrisa modesta
y miró el artefacto disimulando su orgullo.
El gerente se pasó la mano por el bien peinado
cabello rubio y le hizo un gesto admirativo frunciendo
la boca.
Cuando el señor Mackenna se hubo retirado,
Salcedo cogió rápidamente el celular
y lo balanceó en la izquierda imitando con
exactitud lo que había hecho su superior. Con
un cantito disimuló un bostezo siestero, y
se hundió en los expedientes, el lápiz
rojo censor entre los labios, un Bic verde para los
okeys. El cabo de algunos minutos se detuvo al descubrir
una boleta de Zúñiga que incluía
la cuenta de un hotel en Viña del Mar, en circunstancias
que su zona de venta era Osorno, ochocientos kilómetros
más al sur. Pero Zúñiga era un
fresco simpático, lo trataba a él, Salcedo,
de "jefe" y se ruborizaba por cualquier
cosa. Marcó la boleta con el lápiz verde.
Depende de la ruta que se tome, Viña puede
estar camino a Osorno, se dijo indiferente.
Entonces sonó el celular. Un tono más
distinguido qye el del teléfono. Amable, pero
también compulsivo. Se acarició la mandíbula
replegándose sobre el respaldo del sillón
giratorio. Estiró la mano sobre el aparato,
hizo correr la vista sobre las distintas señales,
y al pulsar el índice sobre la tecla verde,
sorpresivamente quedó conectado.
-Soy Mónica.
Supo sin pensarlo, que lo más atinado sería
no contestar. Dejó que el silencio creciera,
intuyendo por el tono que había empleado la
mujer que ésta iba a ser una pausa dramática.
-¿Estás enojado conmigo?
-No -se oyó decir.
-Me porté como una rota, ¡dejarte así
de repente! Me debes odiar, ¿cierto?
-No, no.
-Es que todo es tan complicado. Bueno, no sólo
para mí. Para ti también.
-Sí.
-¿Me quieres todavía?
-Sí.
-¿Con pasión?
-Sí.
-¿Me perdonas entonces?
-Sí.
-No puedes hablar ahora, ¿cierto?
-No.
-Quiero verte esta noche, Ernesto. ¿Lo puedes
arreglar?
-¿Y tú?
-No me importa nada. Si tú puedes, yo puedo.
-Puedo.
-¿A las ocho donde siempre?
-No, donde siempre no.
-¿Dónde entonces?
Salcedo corrió con la mano derecha la cortina
sobre el ventanal y estudió el paisaje del
Barrio Alto, ese sector que le era conocido pero también
ajeno. Este derroche de lujo hecho para otro, no para
él con sus trajes de marcas menores y esos
zapatos que parecían ir gritando su menguado
costo en cada paso. La visión de la cúpula
de un edificio cilíndrico sobre la Kennedy
lo hizo volver a la llamada.
-En el "Highland" -dijo.
Te amo -dijo ella.
-Te amo -dijo él.
Puso el celular sobre la ruma de cuentas y comenzó
a escribir los cheques del personal con una caligrafía
vibrante, un trazo que difería en volumen y
presión del rutinario.
A las cuatro de la tarde había concluido con
los sueldos, y tras entregar los respectivos cheques
la cajera, fue a lavarse las manos y la cara al baño.
Se frotó las mejillas con vigor y luego le
propinó ceremoniales golpes de peineta a su
pelo áspero y tupido. Pude comprobar con un
vanidoso gesto de las cejas que era más joven
y acaso más alto que el amante de cabellos
rubios.
A la salida del toilette, con un súbito impulso
se abalanzó sobre el talonario e hizo un cheque
a su nombre por una cantidad importante. Luego fue
hacia la cajera y le pidió que se lo canjeara
en efectivo. La mujer obedeció sin requerir
detalles, aunque por mera rutina comprobó que
el documento estuviera endosado.
A las seis, vio alejarse a los colegas rumbo a sus
domicilios, contento por no tener que subirse a esos
buses hostiles en esta hora de fatigoso tráfico.
Tuvo compasión por ellos, y sintió que
esta piedad era una prolongación natural de
la tristeza de reconocerse uno más entre sus
pares.
-Hasta ahora -se dijo en voz alta.
Detuvo un taxi y le pidió al chofer que lo
llevara al "Highland". En el tablero del
coche vio que eran las seis y media, y puesto que
el tráfico ya no era tan fluido, supo que estaría
en su destino en unos quince minutos. Puso el fajo
de billetes en sus rodillas y los fue contando mientras
frotaba sus bordes para que no se pegaran.
"Me llamo Ernesto" pensó. "¿Pero
Ernesto cuánto?"
-Ernesto Mackenna -dijo en voz alta.
El chofer lo miró por el espejillo.
-¿Cómo dijo, señor?
-No, nada.
-Vamos siempre al "Highland", ¿no?
-Al "Highland">.
En la puerta del edificio permitió que el elegante
bedel le abriera el auto y tuvo la duda si se daba
propina en esos casos. Decidió que no. La propina
se la daría al chico uniformado que ahora se
ofrecía a llevarle el maletín.
En la recepción puso el celular sobre el mesón
y le dijo al conserje que quería un cuarto.
-¿Para una sola persona señor?
-Para dos.
-¿A nombre de quién?.
-Ernesto Mackenna.
-¿Va a cancelar con tarjeta de crédito?
-Al contado.
Le extendieron la llave, el botones le acompañé
hasta el piso quince, y entonces lo condujo a la pieza
1500. En cuanto estuvo solo fue hacia la ventana a
reconocer el terreno. En centro en su vaho de smog,
el Manquehue y su cumbre rebanada, las horrorosas
torres eléctricas de Cuarto Centenario que
siempre le evocaban sitios baldíos ajenos a
ese sector. Por los cuatro puntos cardinales todo
en orden. Su Santiago de siempre, pero visto de una
perspectiva novedosa.
-Novedosa -pronunció con claridad.
De la mesita de luz, tomó el índice
de servicios e hizo contacto telefónico con
el conserje.
-Le hablo de la habitación 1500. Quiero pedirle
un favor.
-Dígame.
-A las ocho va a venir una dama a preguntar por mí.
Por Ernesto. Dígale que suba directamente a
mi habitación.
-Muy bien, don Ernesto. ¿Ernesto cuánto?
-Ernesto, no más. No me gustaría que
esta dama supiera mi apellido. Se trata de una amiga,
usted me entiende.
Sí, señor.
-Una diablura -dijo riendo.
El recepcionista rió con complicidad.
-No se preocupe, don Ernesto.
En cuanto hubo colgado, marcó los dígitos
del "room-service".
-Quiero hacer un pedido.
-A sus órdenes, señor.
-¿Tiene champagne?
-Sí, señor.
-¿De cuál?
-Nacionales e importados. Champagne francés.
"Pommery". Lo tenemos en Brut y en Demi
sec.
-Es para compartir con una dama.
Si es una dama distinguida, le sugiero Brut. El Demi
sec se sirve en Chile en todos los matrimonios. No
es tan… -el hombre se interrumpió.
-Mándeme un Brut. Adentro de un balde con hielo
y todo eso.
-Por supuesto, señor.
Se hundió en el lecho matrimonial estirando
los brazos y las piernas y se detuvo en impecable
cielo raso. Toda la pieza olía a nuevo y el
tráfico de la Kennedy llegaba ahogado en un
susurro eruditamente filtrado por los gruesos ventanales.
Sin cambiar su posición digitó en el
celular el número de su casa y le dijo a su
esposa con prisa y autoridad, como molesto por tener
que hacerlo, que un enredo económico lo retenía
en la oficina.
-Un funcionario de confianza giró un cheque
no autorizado -explicó antes de colgar.
El camarero trajo el balde con el champagne, lo puso
sobre la mesa de caoba y encendió la lámpara
insinuándole a Salcedo que apreciara las finas,
sutilísimas copas elevadas junto al balde de
plata. Al darle la propina el botones quiso saber
si abría la botella.
-Por ningún motivo -lo detuvo Salcedo.
Hacer saltar el corcho del Pommery en presencia de
la dama era algo estelar de su puesta en escena, un
momento solemne en la intriga, sólo apto para
los héroes de la historia. Por ningún
motivo iba a dilapidar ese instante con un mozo común
y silvestre.
Faltaban quince minutos y abriendo una botellita de
Chivas Regal del mismo bar la bebió desde el
gollete sin declinarla con agua o hielo. Hundió
la cabeza en el cuello, reconfortado por el certero
efecto del alcohol en su ánimo, e hizo estremecer
su mandíbula emitiendo un "brrr"
histriónico. Después fue al baño
a lavarse las manos y la cara. Otra vez trabajó
el peine en la áspera mata de su cabello y
al ponerlo de vuelta en el bolsillo de la chaqueta
ensayó frente al espejo algunas poses distinguidas
tratando de encontrar aquella que más convendría
a la personalidad de Ernesto Mackenna. Eligió
una, levemente sinvergüenza, donde levantaba
al mismo tiempo la ceja y el labio derechos.
"Como irónico", se dijo. Como más
allá de los hechos.
Diez minutos más tarde dispuso las luces. Los
cenitales podían apagarse. El lamparón
del centro, de todos modos fuera. Nada de luz en los
veladores.
La lámpara de pie tenía tres intensidades.
La contuvo en la menor y corrió las cortinas
hasta dejar envuelto el ventanal en las ricas telas.
Trajo las manos hasta la superficie del balde, las
empapó en su frialdad y luego alivió
con ellas sus mejillas ardientes.
Al hundirlas después en los bolsillos del pantalón
para sacar los fósforos, comprobó que
estaba excitado. Hizo sonar la caja en su puño
y retuvo las ganas de fumar.
Se quedó junto a la puerta atento a los ruidos
del pasillo y del ascensor que ahora se detenía
en el piso con un armonioso timbre. Con la manilla
entre los dedos, estudió el mecanismo del seguro.
Presionando el cilindro la cerradura se bloqueaba,
y si se ponía el cabezal de la cadena en la
ranura metálica se evitaría que alguien
con llave pudiera entrar desde fuera.
Otra vez pudo oírse la señal del ascensor,
luego sus placas abriéndose muellemente, y
en seguida los inequívocos pasos en dirección
a la 1500.
Salcedo respiró hondo al oír el gong
sobre su cabeza. Accionó la manilla delicadamente,
entreabrió la puerta, y en ese espacio, semiclandestino,
vio pasar a la mujer con un atractivo traje de noche.
De inmediato cerró brusco la puerta y apoyando
encima su espalda hundió el botón, y
con una rápida maniobra insertó la cadenilla
en la ranura.
Ella miró desconcertada el amplio espacio y
volvió la vista al hombre.
-¿Dónde está Ernesto?
La voz de Salcedo sonó carrasposa.
-No vino. Es decir, no pudo venir.
-¿Le pasó algo?
Salcedo levantó el brazo y mostró con
su índice la mesita y el champagne junto a
la cortina crema.
-Es necesario que hablemos.
-¿Quién es usted?
-Un admirador.
Ella fue rápido hasta el baño, espió
su interior, y luego revisó el closet.
-¿Por qué cerró la puerta con
cadena?
-Para que estemos tranquilos.
-¿Qué quiere?
-Ayudarla.
-No creo que necesite ninguna ayuda.
-Sí necesita. Estamos frente a un caso de adulterio,
¿no es cierto?
La mujer hizo amago de avanzar hacia la puerta, pero
luego se detuvo, y volvió junto al ventanal.
Salcedo le indicó que se sentara, puso el champagne
dentro de la servilleta y presionando el corcho lo
hizo saltar con un estampido. Antes de escanciar en
las copas, insistió con un gesto para que tomara
asiento. Ella puso su cartera a los pies de la silla
y se frotó los muslos bajo la minifalda.
-¿Qué quiere? -dijo, cruzando las piernas.
-Sírvase champagne. Es francés.
-No me interesa.
-Vamos, sírvase una copa.
La mujer probó un sorbo, pero ignoró
el gesto con que él acercó su champagne
proponiéndole que chocaran los cristales.
-No quiero que haga nada que pueda perjudicar a Ernesto,
¿comprende?
-No es mi ánimo perjudicar a nadie.
-¿Qué es lo que quiere entonces?
-Tomar un trago, charlar un poco.
Salcedo se aflojó el nudo de la corbata y desprendió
el botón del cuello. Estuvo un momento acariciándose
la barbilla y puso algo más de líquido
en su copa.
-Yo a usted la he visto antes, señora.
-¿Antes?
-Hoy, sin ir más lejos.
-¿Dónde?
En un restaurante. Chino. Hasta le puedo decir el
menú que pidió.
Con un pestañeo apreció el impacto de
esa información en la faz de ella. Dejó
crecer el silencio y luego añadió fríamente:
-Camarones.
La mujer acercó el vaso a sus labios y fue
bebiendo lento su contenido hasta agotarlo. El hombre
se apresuró a rellenárselo. Ella descruzó
las piernas, y se hundió en el pequeño
sillón, sacudiendo su cabellera.
-¿Qué es lo que quiere?
-Me cuesta decir lo que quiero.
-Dinero.
El hombre le indicó la copa rellena animándola
con un gesto de las cejas a que se hiciera cargo de
ella. Ella se miró las rodillas y decidió
cubrirlas con la cartera que tomó de los pies
del sillón.
Me gustaría que me dejara ir.
Puede irse cuando quiera.
-La puerta está trabada.
Usted sabe muy bien que no es eso lo que le impide
irse.
-¿Qué entonces?
El doble adulterio, señora.
-No lo entiendo.
-Usted, su marido. Ernesto, la mujer de Ernesto.
Ella frotó el cuero de la cartera, como si
quisiera protegerse en ese ademán.
-¿Cómo sabe todo esto?
Salcedo miró los muslos de la mujer, luego
su frente, y finalmente su cabello castaño
ligeramente desordenado.
-"Quiero verte esta noche. ¿Lo puedes
arreglar?" ¿Y tú?" "No
me importa nada. Si tú puedes, yo puedo",
recitó sin énfasis. La tecnología
moderna, señora. Caen diputadas, senadores,
generales. ¡Cómo no van a caer un par
de amantes!
Ella abrió la cartera y extrajo un talonario
de cheques enfundado en cuero azul. Lo abrió
y alisándolo con las palmas, levantó
conminatoria la barbilla hacia el hombre.
-¿Cuánto?
Salcedo adelantó una mano y la puso sobre el
dorso de la de ella.
-No sabría decirle cuánto. No tengo
la práctica.
Sin embargo, no parece un chantajista aficionado.
-Sólo ato una cosa con otra y saco conclusiones.
Ella liberó la mano y volvió a esgrimir
la poderosa lapicera.
-Un millón. ¿Le parece bien?
-Con eso no pago ni el hotel, señora. Menos
el champagne. Es francés.
-Millón y medio.
Salcedo fue hasta la cortina, la corrió con
violencia, y luego abrió el enorme ventanal.
El tráfico se atochaba en la desembocadura
de Vespucio con la Kennedy y parecía que todos
los conductores se hubieran puesto de acuerdo para
tocar sus bocinas. Una ambulancia hacía girar
la luz azul de su sirena sin que los vehículos
lograran organizarse para cederle paso.
Prefirió no mirarla cuando dijo:
-Me cuesta mucho expresarme. Pero no es dinero lo
que me interesa.
Ella se levantó y fue otra vez hacia el baño.
Hizo correr el agua del lavatorio y se humedeció
las mejillas. A través del espejo pudo ver
que Salcedo se había acercado y la miraba.
Puso dos dedos bajo el chorro y esta vez se mojó
la frente apretando al mismo tiempo el ceño
como si quisiera precisar el epicentro de una cefalea.
Volvió hasta su copa y se sirvió el
último sorbo.
-¿Y usted no le llama "chantaje"
a esto?
El hombre hizo sonar una sonrisa golfa.
-No, porque es la admiración lo que me mueve.
No el dinero.
-Y si no es chantaje, ¿cómo podría
llamarlo?
Salcedo levantó el labio y la ceja como Ernesto
Mackenna.
-¿Un "trueque"? -aventuró.
Vino a su lado y con el dorso de la mano le acarició
un pómulo. Ella levantó altiva sus ojos
marrones enfrentándolo.
-Hace mucho calor -dijo.
Salcedo cogió entre sus dedos el botón
superior de su blusa de seda y recorrió con
las yemas su breve circunferencia cual si acariciara
un pezón. Ese acto le reveló que el
pecho de ella estaba convulso. Entonces rozó
la parte superior de sus senos. Ella puso de súbito
sus manos sobre las cejas, y luego se apretó
las sienes con un gesto que parecía representar
una descarga eléctrica dentro de su cráneo.
-¿Qué le pasa? -preguntó Salcedo,
abriendo el segundo botón, con la vista fija
en los encajes del breve brassiere.
La mujer observó la mano que manipulaba el
resto de los botones y dijo con voz débil:
-Soy una persona con tantos problemas. Y ahora esto.
-Vamos, tómelo como una aventura.
-Todo es tan complicado.
-Eso mismo dijo en el teléfono.
Salcedo desprendió el gancho del corpiño
permitiendo que ambas partes cayeran sobre los senos.
Dudó entre acercar sus labios para morder un
pezón o esperar. Se contuvo.
-Esta tarde estuve donde mi psiquiatra. Me encontró
muy mal.
-¿Por qué?
-Por mis arrebatos. Me dejo llevar por mis impulsos.
Hay veces que no puedo controlarme.
-¿Cómo está tarde cuando se fue
de golpe del restaurant sin servirse la comida?
-¿También sabe eso?
-Y también sé que usted me gusta mucho.
Bajó la mano del pecho y acarició su
vientre por encima de la falda.
Abrazándola la condujo hasta la cama y la puso
suavemente sobre la colcha color crema. El pelo se
esparció y su rostro vulnerable quedó
aún más expuesto en la frágil
luz que cedía la lámpara de pie. Cuando
Salcedo aproximó su boca buscándole
los labios, ella se los negó con un gemido.
El mojó entonces su lóbulo derecho con
la lengua y luego cogió vigorosamente su barbilla
y la sostuvo para asestarle un beso. Ella apretó
los labios y negó con la cabeza.
-Abre la boca -le ordenó Salcedo, ronco.
Ella obedeció con las mejillas mojadas por
un violento llanto y el hombre entró con su
lengua profundamente en su boca y lamió su
paladar. Ella volvió a gemir, ahogada, y quiso
desprenderse empujándolo de los hombros, pero
él la contuvo imponiéndole todo su cuerpo
encima. La mujer fingió que cedía, y
cuando Salcedo aflojó la presión pudo
resbalar por debajo de su tórax hasta caer
del lecho. Se puso de pie de un salto y al ver el
ademán de él ofreciéndole el
brazo para volver a atraerla, retrocedió de
espaldas.
-No quiero esto -dijo agónica.
-¿Qué es lo que quieres entonces? -preguntó
Salcedo, levantándose.
La mujer calzó temblando los botones de su
blusa, y recorriendo con la vista la penumbra de la
habitación, pareció buscar una respuesta
en ese espacio. Absurdamente hizo un repetido movimiento
de negación con el cuello y hundió la
barbilla en sus manos entrelazadas. Una brisa condujo
su atención hacia la ventana abierta, y entonces,
con un impulso que le pareció de una velocidad
irreal se lanzó al vacío sin dar señales
de su intención, sin agregar una palabra.
Salcedo se sintió súbitamente petrificado,
frígido en el hielo y la lividez que le treparon
de los pies a la nuca. Pensó "Dios mío",
pero no tenía sonidos en la garganta. Al turbulento
tráfico de la avenida, se sumó ahora
el de una alarma en los pasillos del hotel, estridente
y sincopada como la bocina de una bomba de incendios.
Recogió su chaqueta caída en la alfombra
y sin ponérsela fue hasta la puerta de salida.
Mientras trataba de destrabar la cadena, oyó
sonar la campanilla del teléfono celular.
Levantando el seguro, Salcedo salió hacia el
corredor con la firme decisión de dejar esta
vez la llamada sin respuesta.
|