Fragmento del poema:
En California, me dijo,
llenándose de euforia, también tenemos
vino.
[Este camarada enjuagaba
en antibióticos su bola de cristal].
Me llevaron en un Toyota 71
al Barrio Chino, a Hollywood
al desierto que hay entre El Éi y Las Anfetaminas.
Un pequeño italiano de bigotes, que no atinaba
a pronunciar su nombre
me regaló una pulsera de papel
cancelando mis servicios vistiendo maniquíes
en un Boulevard de Santa Mónica.
La noche de Los Ángeles era fluorescente
las calles suaves como coños afeitados
su madre cada segundo día le llamaba por teléfono.
Dos años más tarde,
cuando al despertarme
su padre comentó con ella
que la gran idea de tu amigo, [el Jaque Mate]
(un gerente de la ITT,
de enviarme al hemisferio), había conquistado:
comencé a despejar los algoritmos.
Mis amigos me hablaron de píldoras blancas
y píldoras rojas, que si yo también
estaba acostumbrado.
Quise ir a San Francisco para
ver la traspuerta de Jefferson Airplane,
Jerry García, Carlos Santana.
[los que van a morir no van a saludarte].
La telúrica mañana me despertó
como marzo del sesenta y cinco.
En la TV como a las once, vi las autovías fracasadas
como al apalear un imperio de merengues.
Allende era la ITT: bailando
Fox Trot preparaban las zanahorias.
(… … …)
Al medio día de una mañana
del 59
mi abuelo leía el diario debajo de un tumor
en su columna
la foto de Fidel vaginaba la primera plana del Mercurio,
hablaba de Batista
con palabras subterráneas que se hundían
a medida que cavaban.
Mucho después que le fueran a enterrar,
en una carroza jalada por pegasos en desuso
(donde faltaron manos, como mi madre les contaba),
recuerdo haberlo visto en su casa de Don Bosco
–al empinarme sobre el cristal del ataúd–
cuando una burbuja asolaba el lado derecha de su boca.
Hasta los seis años nunca
había visto la ternura incomparable
de la muerte.
(… … …)
La mañana de mi primer
sendero 11 de septiembre
no pude despertarlos,
volvieron con Radio Magallanes
que se escuchaba desde el cuarto de los trastos.
Mi madre enruidada en su sollozo
mi padre feliz, bailando tango solo,
Allende hablaba con las anchas alamedas. Teníamos
17 años.
Al fin volvería el rock que el saco de Manubens,
sobrino (es un decir) de Bachelet pensaba no volver
a oír jamás.
Y volvió.
Aunque las predicciones de Manubens no hablaban que
Jimmy Hendrix
Janis Joplins, Jim Morrison
no bailarían ya los Cantos Gregorianos,
tampoco aparecía en sus venas de café,
que Reagan,
el doble B 52 de California
no gobernaba desde Disneylandia.
Tlatelolco vino antes.
Antes de Bordaberry, antes de Pinochet
antes de Videla, pero después de Joao Goulart.
La Alianza para el Progreso eran
las luces de bengala que helicópteros militares
distribuían en la Plaza de mis Tres Culturas.
El Once salí a la calle
como en las novelas costumbristas:
la normalidad volvería a las cosas rosas.
Con un tanto más de muertos.
Las embajadas de Italia, Canadá, México,
Suecia
acordonaron los depósitos de lúcuma
con leche.
El olor a fiambre se eliminaba en círculos
al repintar de blanco los murales del Mapocho.
(… … …)